Sufro
Dice Fernando Savater que "todo verdadero amor -no a?ado apasionado porque si no es apasionado no es amor, sino pasatiempo o mediocre afici¨®n-, todo amor, digo, funda lo m¨¢s arrobador de su prestigio en ser injustificable. Lo cual no impide que los enamorados pasemos nuestras tr¨¦mulas vidas cantando loores y haciendo alabanzas de lo que amamos: pero no para justificar el amor que gozamos, sino para justificamos a nosotros mismos por gozarlo".Y aqu¨ª deber¨ªa acabar mi defensa. Porque ?qu¨¦ otro argumento m¨¢s bello puedo yo utilizar para contrarrestar el muy bello e implacable art¨ªculo de Manuel Vicent sobre los toros el domingo pasado? Nada de lo que pueda decir ser¨¢ m¨¢s elocuente que lo que afirma mi mentor para la ocasi¨®n. Pero no lo puedo resistir.
Llevo d¨¦cadas intentando sin ¨¦xito verdadero justificar mi afici¨®n por la fiesta. Como muchos otros festejos de la m¨¢s varia naturaleza (el descenso del Sella, el Palio de Siena, los atardeceres de ¨®pera en el jard¨ªn de Glyndebourne), ejerce sobre m¨ª un atractivo seductor aunque inexplicable. Inexplicable, pero no constante, claro. Por ejemplo, no me gustan los toros cuando caen chuzos de punta, ni Glyndebourne cuando el tenor desafina.
Admito una vez m¨¢s que la esencia de las corridas es, como afirma Vicent, la tortura p¨²blica de un animal. Me cuidar¨¦ de se?alar que muchos de los que denostan la muerte del toro tienen poco empacho en comerse un filete de ternera, una actividad incruenta s¨®lo porque no han presenciado el deg¨¹ello del animal. O en comerse una tosta de foie-gras extra¨ªdo del h¨ªgado de una oca torturada hasta su muerte por ingesti¨®n de alimento forzado es¨®fago abajo por un tubo met¨¢lico. Todos, quien m¨¢s, quien menos, tenemos nuestros esqueletos en el armario. Vaya; ya me exced¨ª al intentar justificar lo injustificable.
Pero nunca he estado dispuesto a admitir que la afici¨®n a los toros predispone, como dice Manuel Vicent, "a aceptar que la verdad puede ser extra¨ªda mediante la tortura". En absoluto. Mi afici¨®n a los toros se detiene en mi afici¨®n a los toros. No defiendo el boxeo, ni la pena capital, ni las cacer¨ªas de perdices. S¨®lo, irracionalmente, las corridas de toros. Y como algunas llegan a ser horriblemente aburridas, tras muchos a?os de padecimiento m¨¢s que ocasional, limito mi afici¨®n a unas cuantas corridas de San Isidro, por aquello de que la concentraci¨®n incrementa la probabilidad de la belleza.
Me gusta el atardecer soleado de la primavera con una brisa suave meciendo banderas y capotes; me gustan los abanicos de las se?oras, los breves vestidos de las misses y de las madrile?as que miran derecho sin aire de broma mientras le clavan a uno la rodilla en la espalda; hasta me gustan los puros, con tal de que el aire no me meta su humo en los ojos; me divierte la m¨²sica chulapona; me gusta el silencio que precede a una m¨¢gica ve r¨®nica y el lento ol¨¦ que la sigue; me gustan el bullicio y la vuelta al ruedo y la estocada has ta la bola y el ga?af¨®n seco del torazo. Me gusta la mirada seria del ganadero mientras murmura a su compa?ero de tendido la opini¨®n que le merece el bicho; me gusta el entusiasmo del novillero repeinado con colonia que la tarde anterior cort¨® dos orejas. Me gustan las protestas del 7 y la suficiencia del 9. Pero, mientras muere el toro desangrado, contrariamente a lo que hacen algunos intelectuales cuya presencia es inexplicable, no como pastelillos de nata con el me?ique riza do porque estoy permanentemente a r¨¦gimen y, adem¨¢s, mi se?ora madre me ense?¨® que rizar el me?ique es una cursiler¨ªa.
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