Perfil humano del espa?ol
Una de las penitencias -por lo dem¨¢s bien merecida- que de cuando en cuando se nos impone a los psic¨®logos, y no digamos a los soci¨®logos, es hablar en p¨²blico sobre, el car¨¢cter de los pueblos. De poco vale que uno se escude en razonamientos m¨¢s o menos cient¨ªficos para justificar la resistencia a embarcarse- en la aventura. Como sucede que mucha gente est¨¢ convencida de que cada pueblo, sobre todo el suyo, tiene una manera de ser propia, a los cultivadores de las ciencias humanas nos toca por lo general bregar con un problema para el que, en verdad, estas ciencias carecen a¨²n de recursos suficientes. Para. decirlo todo, yo debo confesar que con el perfil humano de los espa?oles me ocurre lo mismo que le pasaba a San Agust¨ªn con el tiempo; es decir, que m¨¢s o menos me lo s¨¦ cuando no me lo preguntan, pero me armo un l¨ªo tremendo cuando tengo que explicarlo. De todos modos, lo intentar¨¦.Para comenzar, debo puntualizar algo en relaci¨®n con la idea, por lo dem¨¢s nada infundada, de que el car¨¢cter nacional es un mito. Lo ha sido, sin duda, a¨²n sigue si¨¦ndolo y probablemente lo ser¨¢ por mucho tiempo, a juzgar por lo que sucede: hoy en esa misma Europa, donde seg¨²n Jean-Fran?ois Lyotard esta clase de grands r¨¦cits habr¨ªa perdido ya su capacidad fascinatoria. No s¨¦. En todo caso, la cuesti¨®n es que el car¨¢cter m¨ªtico de los caracteres nacionales es lo que agrava el problema; y lo agrava porque los mitos tienen fuerza, son poderosos, sobre todo cuando se oponen entre s¨ª. Hay que ser un ilustrado muy impenitente para no darse cuenta de ello. Justamente, la pasi¨®n que rodea estos temas de psicolog¨ªa de los pueblos; precisamente la vaguedad con que est¨¢n formulados hace que resistan cualquier razonamiento en contra y tengan, adem¨¢s, respuesta para todo.
Mi segunda observaci¨®n abandona el terreno del mito para adentrarse en el de la metaf¨ªsica. Alguno me dir¨¢ que no sabe qu¨¦ es peor. Yo tampoco. Lo que pretendo decir es sencillamente que la personalidad del espa?ol se dice, como el ser de Arist¨®teles, de muchas maneras; demasiadas, a mi ver, para unificarlas en una f¨®rmula urbi et orbi, v¨¢lida para todo tiempo y lugar. Estas maneras de ser var¨ªan conforme a las circunstancias -y aqu¨ª Arist¨®teles empieza ya a no valerme tanto-, es decir, no son propiedades esenciales de un inmutable genio de la raza, de un Volksgeist o como queramos llamar a esa hipot¨¦tica substancia espiritual colectiva de la que participar¨ªan todos los miembros de un pa¨ªs. A lo sumo, de lo que estamos hablando es de costumbres, de h¨¢bitos sobreadquiridos, determinados entre otras cosas por aquellas siete circunstancias que mencionaban los cl¨¢sicos -forma, figura, lugar, tiempo, estirpe, patria, nombre- y tambi¨¦n, desde luego, por la unidad de destino, ling¨¹¨ªstico, pol¨ªtico y de tantas clases que trae consigo la convivencia hist¨®rica en el seno de una naci¨®n.
En pocas palabras,, la manera de ser de un pueblo se diversifica en el tiempo y en el espacio de acuerdo con circunstancias demasiado numerosas para intentar ni siquiera enumerarlas; es decir, comienzan por no existir; luego se consolidan, pero tambi¨¦n se transformanci¨®n el paso del tiempo y seg¨²n las circunstancias hasta terminar siendo otras. Pondr¨¦ alg¨²n que otro ejemplo, aun a riesgo de tener que abandonar el burladero de la metaf¨ªsica. De momento, me pasar¨¦ a la historia.
En este terreno, la competencia de don Ram¨®n Men¨¦ndez Pidal parece bien probada. Algo tuvo que percibir, pues, el gran maestro, algo hubo de detectar en el tejido hist¨®rico de nuestro pa¨ªs para llegar a decir que "la adhesi¨®n a lo antiguo fue para el espa?ol lo m¨¢s seguro", o para afirmar que uno de los rasgos distintivos de lo espa?ol era la sobriedad. Sin embargo, respecto del misone¨ªsmo, es menester hacer notar que hubo momentos -la primera mitad del siglo XVI, por ejemplo- en que parece que las novedades entusiasmaron a una gran mayor¨ªa de los espa?oles, aunque no mucho despu¨¦s ser "novator", es decir, promover cualquier mudanza de uso antiguo, se debi¨® de parecer mucho a ser coreano del Norte en Corea del Sur, o coreano del Sur en Corea del Norte, durante la guerra de unos contra otros. Por lo que hace a la sobriedad del espa?ol, todo comentario huelga; unos pocos decenios de consumismo han bastado para dejarla reducida a lo que vemos.
No estoy insinuando, quede esto claro, que los pueblos carezcan de maneras de ser propias. Cualquiera que no viaje por el mundo como una maleta lo advierte al instante, en cuanto pisa una tierra extra?a. No hace falta para ello irse a la India o pasarse una temporada en China. Dentro de la misma Espa?a, o en pa¨ªses americanos donde la lengua no es por lo general una barrera, las costumbres, las formas de sentir y reaccionar ante las cosas pueden ser tan distintas que hablar de un perfil psicol¨®gico unitario -peor todav¨ªa, pretender exigirlo- resulta harto dif¨ªcil, por no decir pueril. No es que no exista. De alguna manera uno tiene la impresi¨®n de que las gentes de todos estos pueblos tenemos algo en com¨²n, algo que nos une entre nosotros y, a la vez, nos diferencia de los dem¨¢s. Pero se trata de un fen¨®meno demasiado sutil por ser medido con las t¨¦cnicas de hoy: un no s¨¦ qu¨¦, que no reside en la uniformidad, sino en la diferencia; en una diferencia creadora que hace m¨¢s rica la homogeneidad de fondo de la cultura. Hay, adem¨¢s, mucho de estereotipo en lo que se dice, en lo que se piensa y en lo que se observa en relaci¨®n con este asunto. Uno suele estar m¨¢s convencido de lo que parece, de que los andaluces son as¨ª o as¨¢, de que los vascos piensan de tal o cual manera, los catalanes de la otra, y qu¨¦ s¨¦ yo que m¨¢s diga. Todo ello suponiendo que no haya insinceridad o miedo de por medio. No es esta la ocasi¨®n de hacerlo, pero me hubiera gustado mostrar c¨®mo, en relaci¨®n con el tema de los novatores, cambiaron de opini¨®n figuras bien ilustres de nuestras letras, cuando comenzaron a o¨ªrse las campanas de Trento.
Ciertamente, los medios de que hoy disponen las ciencias sociales permiten afinar algo m¨¢s el juicio en lo referentes a ciertas tendencias mensurables. Dos estudios recientes, uno dirigido por Amando de Miguel, y otro por Juan Diez Nicol¨¢s, son buena muestra de ello. Pero ni uno ni otro, ni ellos ni sus respectivos grupos de trabajo, se atrever¨ªan, pienso yo, a ofrecer nada parecido a una descripci¨®n definitiva del modo de ser espa?ol. Lo que m¨¢s llama la atenci¨®n es la diversidad y tambi¨¦n el cambio. El panorama es variopinto y a veces cabropinto. No cabe aqu¨ª. Para eso est¨¢n los libros. Pero a pesar de todo, a pesar de tantas objeciones a lo que voy a decir, mi impresi¨®n es que los nuevos espa?oles -cuando no est¨¢n al volante- se van haciendo m¨¢s tolerantes, quiz¨¢ a veces en exceso. Tal vez se acuerden todav¨ªa demasiado del desafortunado ?que inventen ellos! de mi paisano Unamuno, pero, con todo, empiezan a dejar mayor espacio para el pensamiento ajeno o la manera de ser de otros. Lo cual, a ¨²ltima hora, no deja de dar un perfil humano bastante presentable.
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