De anuncios, artes y soledades
Hace algunos d¨ªas se ha clausurado en el Reina Sof¨ªa la exposici¨®n retrospectiva del pintor Antonio L¨®pez. M¨¢s de trescientas mil personas han acudido a visitarla, se han vendido cientos de miles de cat¨¢logos y la cr¨ªtica ha desplegado sus m¨¢s firmes elogios. F¨¢bula celeste casi: un gran artista aplaudido, reconocido, enaltecido.La exposici¨®n de Antonio L¨®pez, que ha contado incluso con, carteles de reclamo bancario, ha discurrido, en parte, de modo paralelo a la de otro gran pintor, el uruguayo Rafael Barradas (1890-1929), que tambi¨¦n se ha celebrado en Madrid. Pero no se han formado colas para ver los cuadros de este cubista luminoso, que fue amigo de Federico Garc¨ªa Lorca, del escultor Alberto y de los vanguardistas catalanes, y vivi¨® en Espa?a muchos a?os de su menguada vida. Barradas fue pobre en Espa?a y en Uruguay, y lo ha seguido siendo -ya se ve- despu¨¦s de su muerte. Ni a los grandes bancos ni a las autoridades de su pa¨ªs parece haberles preocupado demasiado la exhibici¨®n en Espa?a de la obra de este pintor que no convoca a las muchedumbres ni suscita teor¨ªas de adjetivos laudatorios. Barradas es un astro de los c¨¢lidos cielos de la buena pintura, pero apenas una flor campestre en el jard¨ªn de los patrocinios financieros y el marketing resplandeciente.
Vivimos en la apoteosis de las t¨¦cnicas publicitarias, que han alcanzado de lleno al arte. Hace tres a?os, Vel¨¢zquez congregaba en el Museo del Prado a muchos cientos de miles de personas. Hubo tambi¨¦n entonces acaudalados patrocinadores, y los cuatro o cinco o diez cuadros velazque?os venidos del extranjero m¨¢s el resto, que, como siempre, estaban aqu¨ª, atrajeron a ilusionadas muchedumbres. Yo las vi resistir muchas horas en muy largas colas soportando las insidias del invierno de Madrid. Hasta los paraguas hicieron guardia para ver a don Diego. Guardia sin duda preferible a la de 15 a?os atr¨¢s, cuando otras multitudes (u otros ademanes) apretaban filas, no muy lejos de all¨ª, para rendir pleites¨ªa a los restos al fin mortales del vencedor de la guerra civil.
?Qu¨¦ las hab¨ªa convocado? ?Vel¨¢zquez? S¨ª, pero el hecho es que Vel¨¢zquez llevaba aguard¨¢ndolas dos siglos en el museo de Juan de Villanueva. ?Su Venus del espejo, que ven¨ªa de la National Gallery? Cuadro genial, gloria de la vida, cielo del cuerpo humano, no bastaba, sin embargo, para eclipsar el resplandor lunar (luna con sol dentro) del Cristo crucificado, la mirada idiota y hermosa de los bufones, los encendidos ojos de los borrachos que han restaurado el para¨ªso en la Tierra, la multiplicada c¨¢mara de espejos de Las meninas. Y, no obstante, all¨ª estaban las muchedumbres est¨¦ticas y culturizadas, anhelando expectantes entrar en el museo.
Lejos de m¨ª invocar consideraciones derogatorias para toda esa gente que esperaba palpitante, en ocasiones para pisar por vez primera el caser¨®n magn¨ªfico del XVIII, sue?o de la mejor y m¨¢s imposible Espa?a, aunque s¨ª cabr¨ªa invocarlas para quienes, apoyados en el favor o el clientelismo, eludieron aquel arduo serpentear y vieron los cuadros, tan listos ellos, en d¨ªas y horas reservados. Lejos de m¨ª tales reflexiones, pero s¨¦ que algo chirr¨ªa en todo esto. S¨¦ que tanto los 8.000 o 9.000 millones de pesetas de un Van Gogh que acaba luciendo en salones esmerilados de aluminios y numerados m¨¢rmoles como las tenaces colas delante del Prado o del Reina Sof¨ªa y la congregaci¨®n de indiferencias y de unos cuantos solitarios ante los cuadros del modesto y grande Barradas son otros tantos indicios notorios de que algo, y aun mucho, funciona mal en la valoraci¨®n p¨²blica del arte.
Algo, mucho, est¨¢ ¨ªntimamente pervertido o desvirtuado. Los artistas son, sin duda, Inocentes, la mayor¨ªa al menos. Al genio mal¨¦fico, que tambi¨¦n supo ser ben¨¦fico, de Salvador Dal¨ª, alguna responsabilidad le corresponde en este estado de cosas, pues ¨¦l, cuando se olvid¨® de Cadaqu¨¦s y de los sue?os mutilados y veraces, franque¨® con impudicia las fronteras que separaban el arte de la publicidad y el comercio, o de su perversi¨®n: el comercialismo. Algunos se lo han elogiado, porque eso indica, dicen, su talento al darse cuenta de que todo es mercanc¨ªa y s¨®lo mercanc¨ªa. Curioso este materialismo de quienes, como furiosos liberales que son, vocean un antimarxismo de cruzada. Pero no es verdad lo que dicen, tan no es verdad que ni merece la pena rebatirlo. El arte y el comercialismo se llevan mal, aunque a veces pueda creerse lo contrario. Por cada Antonio L¨®pez glorificado habr¨¢ siempre muchos Barradas atravesados por las espadas de la indiferencia y el olvido. Por cada Vel¨¢zquez aclamado en su museo populoso y hermoso habr¨¢ siempre alg¨²n pintor grande (acaso no tan grande, es cierto) sumido a la orfandad de la galer¨ªa deshabitada y triste.
En cierta ocasi¨®n, all¨¢ en los a?os sesenta, el poeta norteamericano Robert Frost dijo que ¨¦l ganaba mil d¨®lares por verso, y algunos poetas de entonces se indignaron. Y con raz¨®n. Porque no se escribe por eso, porque no se pinta por eso, ni se compone, ni se esculpe por eso, a pesar de Dal¨ª y de sus parvos disc¨ªpulos fraudulentos. Tan buenos son los Veinte poemas de amor y una canci¨®n desesperada, de Pablo Neruda, con cerca de tres millones de ejemplares vendidos, como los versos o l¨ªneas (seg¨²n la versi¨®n que se elija) de Espacio, de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, que hasta ahora se ha vendido bastan te menos. No tienen m¨¢s calidad las esculturas de Heriry Moore, que todo el mundo ha visto, que las del maestro Juan de Juni, cuyo Entierro de Cristo, oc¨¦ano en madera policromada del dolor de los hombres, habita las secretas penumbras de una capillita lateral de la catedral de Segovia.
Al cabo no hay m¨¢s que un lector o un libro. O un espectador y un cuadro, o una escultura. O un oyente y una m¨²sica. En ese ¨¢mbito se cumple la funci¨®n del arte: all¨ª, en las ¨ªnsulas extra?as de la soledad intransitiva, del recogimiento creador, cuando el lector (o el espectador, o el oyente) se adue?a del arte y lo hace suyo y lo puebla con sus afanes m¨¢s hermosos, tambi¨¦n con sus dolores m¨¢s subterr¨¢neos e innombrables.
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