Herej¨ªa, un derecho humano
En la extensa lista de las creaciones humanas, desde el descubrimiento de la rueda hasta la tecnolog¨ªa espacial, no he visto incluida aquella que se convirti¨®, sobre todo en tiempos pasados, en el m¨¢s eficaz instrumento de dominio de los cuerpos y de las almas. Me refiero al sistema judicial y penal resultante de la invenci¨®n del pecado con su burocr¨¢tica divisi¨®n en pecados veniales y pecados mortales, y el subsiguiente cat¨¢logo de castigos, prohibiciones y penitencias. Desacreditado, ca¨ªdo en relativo desuso como aquellos monumentos de la antig¨¹edad que el tiempo implacable ha arruinado, pero que conservan, hasta la ¨²ltima piedra, la memoria y la sugesti¨®n del que fue su antiguo poder, el sistema judicial y penal que tuvo origen en el pecado contin¨²a envolviendo y oprimiendo, de modo capcioso o directo, como una tela, nuestras conciencias.Lo comprend¨ª mejor (si se me permite, en esta ocasi¨®n, hablar de m¨ª mismo) ante las pol¨¦micas desatadas por el libro que titul¨¦ El Evangelio seg¨²n Jesucristo, agravadas, casi siempre, dichas pol¨¦micas, por calumnias e insultos dirigidos contra el temerario autor. Siendo El Evangelio seg¨²n Jesucristo apenas una novela que se limita a representar de nuevo, cierto es que de una manera oblicua y cr¨ªtica, la figura y la vida de Jes¨²s, es sorprendente que muchos de los que contra ella se pronunciaron la hayan entendido como una amenaza a la estabilidad y a la fortaleza de los fundamentos del mismo cristianismo, en particular en su versi¨®n cat¨®lica. Vendr¨ªa a cuento preguntarnos aqu¨ª sobre la real solidez de ese otro monumento heredado de la antig¨¹edad que es el cristianismo, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron, fundamentalmente, a esa especie de tropismo reflejo del sistema judicial y penal del pecado que, de una o de otra manera, con todas sus consecuencias, llevamos dentro de nosotros.
La expresi¨®n m¨¢s frecuente de esos ultramontanismos, por fortuna la m¨¢s pac¨ªfica, consisti¨® en manifestar que el autor de El Evangelio seg¨²n Jesucristo, siendo, como es, un incr¨¦dulo, no ten¨ªa derecho a escribir sobre Jes¨²s. A esta acusaci¨®n, de apariencia irrefutable, el autor de El Evangelio seg¨²n Jesucristo, no olvidando el b¨¢sico derecho que asiste a cualquier escritor para escribir sobre cualquier tema, se limit¨® a responder que, bien vistas y ponderadas las cosas, no hab¨ªa hecho m¨¢s que escribir un libro sobre algo que directamente le ata?¨ªa y contin¨²a ata?¨¦ndole, puesto que, siendo efecto y producto de la civilizaci¨®n y de las culturas judaico-cristianas, es, en todo y por todo, en lo que se refiere al plano de las mentalidades, un cristiano, aunque se defina a s¨ª mismo filos¨®ficamente como un ateo y en la vida corriente se comporte como tal Desde este punto de vista ser¨¢ l¨ªcito afirmar que, tanto como al m¨¢s convicto, observante y militante de los fieles cat¨®licos me asist¨ªa, a m¨ª, incr¨¦dulo como soy, el derecho a escribir sobre Jes¨²s. Entre ese cat¨®lico papa o simple catec¨²meno, y yo mismo reconozco una sola diferencia, pero ¨¦sta, importante: a un derecho que nos es com¨²n por ejemplo, el derecho a pensar y a escribir, a?ad¨ª, por mi cuenta y riesgo, otro que al cat¨®lico le est¨¢ vedado: el derecho a pecar.
Bien, quien dice pecado podr¨¢ decir herej¨ªa. Siendo la herej¨ªa una negaci¨®n o duda pertinaz, por parte de un cristiano, de alguna verdad que se debe creer con fe divina y cat¨®lica, no creo estar abusando demasiado de la elasticidad sem¨¢ntica de los conceptos si digo que en el pecado" cualquiera que sea su gravedad, ya se est¨¢ moviendo, embrionariamente, la herej¨ªa. Un te¨®logo demostrar¨ªa, con sus razones de te¨®logo, que no tengo raz¨®n, pero, en el simple plano del comportamiento humano, me parece bastante claro que entre el pecado (que es la ofensa a Dios) y la herej¨ªa (que es la negaci¨®n de la verdad que se debe creer) algo existe en com¨²n: ambos expresan una voluntad de rebeli¨®n, por lo tanto una voluntad de liberaci¨®n, sea cual sea el grado de conciencia que la defina. Cuando, a lo largo de la historia de la Iglesia, las herej¨ªas se manifestaron por la negaci¨®n o rechazo voluntario de una o m¨¢s afirmaciones de fe (?c¨®mo se denominarla esa otra actitud, radical, de negarlas y rechazarlas todas?), ?qu¨¦ hicieron esas herej¨ªas sino escoger, de un conjunto autoritario y coercitivo de supuestas verdades, lo que les parec¨ªa m¨¢s adecuado, simult¨¢neamente, a la fe y a la raz¨®n? Que ya a partir del siglo IV los concilios ecum¨¦nicos pasasen a ser el principal instrumento eclesi¨¢stico para la definici¨®n de la ortodoxia y condenaci¨®n de las herej¨ªas muestra, en primer lugar, que los movimientos llamados her¨¦ticos fueron, pr¨¢cticamente, contempor¨¢neos del nacimiento del cristianismo y, en segundo lugar, que la Iglesia, como poder central y centralizador por excelencia, muy pronto se autodesign¨® guardiana de una ley en la que ella misma, condenadas las oposiciones, esto es, las herej¨ªas, establec¨ªa las condiciones de la observancia y los l¨ªmites de la cr¨ªtica. Parad¨®jicamente, si observamos lo que pasa en nuestros d¨ªas, se ve c¨®mo en nombre de la democracia se est¨¢n reprobando todas y cada una de las ortodoxias pol¨ªticas e ideol¨®gicas, aplaudi¨¦ndose, por lo tanto, las herej¨ªas nacidas dentro de ellas, y c¨®mo, en absoluta contradicci¨®n con esa actitud liberalista, permanece en el esp¨ªritu de las personas el temor supersticioso de ofender o escoger contra Dios, cuando apenas se trata de recusar o negar lo que fue impuesto por otras personas, organizadas en Iglesia. Y no debemos olvidar con qu¨¦ facilidad y comodidad algunos de los m¨¢s encarnizados defensores de las heterodoxias ideol¨®gicas y pol¨ªticas se aprovechan y concilian pol¨ªticamente, en nombre de intereses pr¨¢cticos comunes, que no de Dios, con los aparatos institucionales y las manipulaciones espirituales de las diversas iglesias del mundo, que pretenden mantener y aumentar, por la condena de las herej¨ªas antiguas y modernas y por el castigo de los pecados de siempre, su poder sobre una absurda humanidad a quien m¨¢s se exige que pague multiplicadas sus pretendidas ofensas a Dios que el que reconsidere las culpas y los cr¨ªmenes de los que, contra s¨ª misma, es responsable. Sobran las razones por las que los hombres hallan que deben matarse unos a otros, no hacen falta las que dudosamente son atribuidas a los dioses. La dura verdad es que vivimos en el mundo de la hipocres¨ªa, de la impostura, del fingimiento, en el que las insuficiencias de la raz¨®n son aprovechadas para negarla.
Cuando Salman Rushdie escribi¨® Vers¨ªculos sat¨¢nicos, por los caminos propios del arte, ejerci¨® su human¨ªsimo derecho al pecado y a la herej¨ªa, como quiera que los clasifiquen y definan los te¨®logos musulmanes. Tambi¨¦n de la vigilancia doctrinal de la Iglesia cat¨®lica ejercida a partir del siglo XVI por la Sagrada Congregaci¨®n de la Inquisici¨®n lo que hoy queda es la memoria de una pesadilla antihumana, como lo fueron los campos de concentraci¨®n. Combatir tales perversiones del esp¨ªritu es tarea del esp¨ªritu, incluso cuando al simple derecho de elecci¨®n le llamen las iglesias, todas ellas, condenatoriamente, pecado y herej¨ªa.
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