A lomos de corcel
Hay pa¨ªses donde las gentes se abalanzan sobre las palabras o las ideas nuevas con entusiasmo para jugar con ellas (a favor o en contra), como si les gustara entretenerse con esas cosas. En Francia, por ejemplo, ocurre algo as¨ª. Hay otros, en cambio, y el nuestro es uno de ellos, donde las ideas o las palabras nuevas suelen suscitar, al pronto, un silencio espeso, producto no tanto de una reflexi¨®n profunda cuanto del temor, tal vez a poner en cuesti¨®n las creencias de la tribu (en la que se est¨¢ o de la que se depende), tal vez a pensar. Pero no siempre sucede de este modo, y as¨ª ha ocurrido que ese silencio con el que matar dulcemente las palabras no ha podido con la expresi¨®n de sociedad civil.Recibida con reticencia por quienes consideraban la expresi¨®n obsoleta en la ¨¦poca de la socialdemocracia y del capitalismo organizado, la sociedad civil, esa f¨®rmula un poco arcaizante, ha acabado por encontrar el camino del foro p¨²blico, donde se encuentra hoy desparramada en un sinf¨ªn de usos contradictorios, y donde su contenido es objeto de los enconos (hasta ahora encubiertos, cada vez m¨¢s expl¨ªcitos) de los estatistas (o los estat¨®latras, que ser¨ªan su versi¨®n extrema) y los halagos desconcertantes de sus propios partidarios -halagos que quiz¨¢ a la larga pudieran hacer a la sociedad civil no menor da?o (como tratar¨¦ de mostrar en la pr¨®xima ocasi¨®n)-
Las conversaciones con los estatistas pueden ser fatigosas, en parte (y sin duda) porque los societistas no nos expresamos con suficiente claridad y entre todos caemos en discusiones verbalistas, pero en parte, tambi¨¦n, porque a veces los estatistas ceden a la tentaci¨®n de simplificar y deformar un poco las cosas. Por ejemplo, a reducir la cuesti¨®n a una pugna por la primac¨ªa entre lo que imaginan ser un sujeto colectivo llamado Estado o clase pol¨ªtica y otro sujeto colectivo llamado sociedad civil. Esta simplificaci¨®n confunde la discusi¨®n posterior, porque no se trata de sujetos, sino de sistemas de instituciones y de actores; y tampoco se trata de contraponerlos simplemente, sino de entender sus relaciones rec¨ªprocas, y ponderar sus papeles respectivos. Arg¨¹ir con los estatistas sobre estas materias no siempre es f¨¢cil cuando se obstinan en que los partidarios de la sociedad civil niegan el Estado -algo que los societistas consecuentes no pueden hacer, porque no es siquiera concebible una sociedad civil sin un Estado-.
Aparte de simplificaciones y verbalismos, la discusi¨®n se puede complicar, adem¨¢s, como resultado de astucias partidistas. Por ejemplo, en estos momentos hay una parte de la izquierda que se siente muy desconcertada ideol¨®gicamente, y se aferra a la idea del Estado como si ¨¦sta fuera uno de los pocos signos de identidad a los que todav¨ªa pudiera recurrir -aunque yo creo que exagera su orfandad ideol¨®gica, y que, si tuviera un poco m¨¢s de paciencia, descubrir¨ªa en su acervo tradicional otros signos mejores-.
Pero, con todo, hay en aquella simplificaci¨®n un poco rudimentaria e incluso en esta manipulaci¨®n partidista un elemento interesante. Porque s¨ª es cierto que hay una l¨ªnea divisoria entre estatistas y societistas (o civilistas), y que conviene subrayarla. Es una l¨ªnea divisoria entre orientaciones normativas y talantes distintos, que atraviesa todas las formaciones pol¨ªticas, de derechas y de izquierdas.
Los estatistas se resienten de (en el sentido de que sienten pesar o enojo contra) la llamada que los societistas suelen hacer a las gentes para que adquieran confianza en su propia capacidad de enjuiciar los asuntos comunes, dejando a la clase pol¨ªtica relegada, siempre que sea posible, al rango de ejecutora e intermediaria. A veces, tambi¨¦n, aceptada como protagonista; pero incluso entonces, m¨¢s que nada, en su capacidad de conjunto de l¨ªderes expresivos o instrumentales de la comunidad para el tema en cuesti¨®n y para llevar a efecto la decisi¨®n que la propia comunidad ha ido encontrando. Los estatistas resienten el escepticismo de los societistas respecto a que la visi¨®n y la capacidad de la clase pol¨ªtica supere l¨ªmites m¨¢s bien modestos. Y en cambio gustan de, y entretienen, la ilusi¨®n de que, de alguna manera, cuando los pol¨ªticos y los funcionarios cavilan largamente sobre los asuntos, y recogen todos los saberes expertos disponibles, y hablan con los que parecen ser los principales interesados, y negocian con ellos, y hacen pactos y los dejan de hacer y los vuelven a hacer, acaban encontrando el camino de la soluci¨®n.Por poner un ejemplo, los estatistas piensan que si, durante 10 o 15 a?os, pol¨ªticos, funcionarios y expertos meditan cuidadosamente una pol¨ªtica de empleo, y escuchan a l¨ªderes empresariales y sindicales, evitar¨¢n (sin duda) el encontrarse, al final de ese periodo, con, digamos, una cuarta parte de la poblaci¨®n activa en paro, o la mitad de los j¨®venes sin expectativas profesionales, o una cuarta / quinta parte de la econom¨ªa en condiciones subterr¨¢neas. Y piensan, tambi¨¦n, con loable esperanza y fe en el discurso, que, si dedican un esfuerzo semejante a los problemas de la salud, la formaci¨®n profesional o la investigaci¨®n cient¨ªfica, suceder¨¢ algo parecido. Y sobre todo piensan que si no sucede as¨ª es porque todav¨ªa queda mucho para que esta tribu de los pol¨ªticos y los funcionarios (con los expertos y los l¨ªderes sociales danzando en torno suyo) se convierta en una tribu m¨¢s numerosa y poderosa, con m¨¢s recursos, que a¨²n le faltan: porque todav¨ªa hay que robustecer m¨¢s un Estado que s¨®lo ha dispuesto esos a?os pongamos que entre un treintaytantos y un cincuentaypico por ciento del producto interior bruto del pa¨ªs.
Naturalmente no digo que en todas estas aseveraciones estatistas no haya su punto de raz¨®n, a analizar caso a caso, y que, en el pa¨ªs ejemplar que nos ocupa, no pueda suceder que no nos falte aqu¨ª un t¨²nel o sobre all¨ª un pantano, o quede una locomotora por comprar, unos kil¨®metros de fibra ¨®ptica por tender o unos ¨¢rboles por plantar. Unos, o unos cientos, o unos miles: el detalle es importante. Pero lo que quiero subrayar ahora es la disposici¨®n general a atribuir al Estado tanto potencial de raz¨®n pr¨¢ctica (por decirlo en clave que los estatistas suelen entender muy bien), y a la sociedad civil tan poco.
Tan poco, incluso, que algunos llegan al extremo de sugerir que la sociedad civil ser¨¢ en definitiva la que el propio Estado promueva y los ministros activen desde sus ministerios, subsidios y ayudas mediante, simposios y pactos mediante. Cual pr¨ªncipes (o princesas) a lomos de su corcel, pol¨ªticos y funcionarios se acercar¨¢n as¨ª al castillo donde la sociedad yace dormida, ensimismada, y la despertar¨¢n con una exenci¨®n fiscal tan dulce como un beso. Dulce, pero no por eso menos imperiosa. Nuestros enamorados pertenecen a la mejor tradici¨®n del erotismo vibrante y dominante donde el que manda, manda. Quieren, me temo, su sociedad civil rendida, y que se despierte sabiendo que su libertad le ha sido otorgada.
Porque su visi¨®n de la sociedad civil ser¨ªa (curiosamente, a juzgar por la ideolog¨ªa manifiesta irreprochablemente democr¨¢tica de nuestros estatistas) la de una sociedad civil otorgada, que recibir¨ªa del Estado su carta y sus fueros.
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