ANTONIO ELORZA La colmena de Mandeville
A principios del siglo XVIII, en su F¨¢bula de las abejas, Bernard Mandeville celebraba el tipo de desarrollo capitalista vigente en Inglaterra. La escena no era apta para moralistas tradicionales. Los vicios privados produc¨ªan la virtud p¨²blica. El lujo desenfrenado alimentaba a los pobres. El fraude reinaba a todos los niveles y cada uno aprovechaba su esfera de poder para alcanzar un enriquecimiento a toda costa: nada importaba que el enjambre estuviese descontento: "El fraude, el lujo y el orgullo deben vivir / mientras nosotros sus beneficios recibimos".A la vista de los ¨²ltimos acontecimientos, no cabe duda de que la Espa?a de los ochenta cumpl¨ªa plenamente con los requisitos expresados por Mandeville. La consigna de enriqueceos no s¨®lo se aplicaba a los capitalistas, en un marco de pol¨ªtica econ¨®mica dirigida a alentar la especulaci¨®n, sino a personas incluidas en el c¨ªrculo del poder. Si la evoluci¨®n de la econom¨ªa mundial hab¨ªa obligado a renunciar a los planteamientos socialdem¨®cratas, no exist¨ªa raz¨®n para que el acceso al dinero f¨¢cil quedara reservado a la sociedad civil. Es m¨¢s, la pertenencia a los centros de decisi¨®n favoreci¨® la maximizaci¨®n de los posibles beneficios y el sentimiento de impunidad. Incluso pod¨ªa encontrarse una justificaci¨®n: si estaban haciendo tanto por Espa?a, bien moderniz¨¢ndola, bien extirpando el terrorismo, resultaba l¨®gico que obtuviesen la recompensa propia de una econom¨ªa de mercado, sin verse bloqueados por la cicater¨ªa de las remuneraciones propias del sector p¨²blico.
Ocurre, sin embargo, que el crecimiento especulativo pronto toc¨® fondo, y al cabo de tanto autom¨®vil de lujo y tanta cuenta corriente (o inversi¨®n) en las islas V¨ªrgenes, la estructura productiva del pa¨ªs se revel¨® m¨¢s fr¨¢gil que lo fuera antes de la fiebre del oro. Ser¨ªa razonable pensar que esa pol¨ªtica econ¨®mica, con declaraciones de propia infalibilidad y metas err¨®neas, tuvo algo que ver con la intensidad de la ca¨ªda. Y sobre todo, qued¨® el reguero de corrupci¨®n, que s¨®lo a ¨²ltima hora ha conmovido al Gobierno ante el temor de que se repita en Espa?a el efecto Craxi, es decir, un desplome del voto al partido que en la conciencia de los electores encama la responsabilidad por los grandes esc¨¢ndalos. Hasta ayer mismo, lo principal fue salvar la cara y convertir la presunci¨®n de inocencia en exaltaci¨®n preventiva del inculpado. El senador Sala sigue en primera l¨ªnea pol¨ªtica, sin siquiera un descanso cautelar a pesar de las acusaciones contenidas en el caso Filesa; a Mohedano, el asunto del Jaguar le cost¨® s¨®lo un discreto paso a la oscuridad en el grupo parlamentario. Y, sobre todo, en ning¨²n caso el Gobierno o su partido asumieron plenamente su papel como garantes de la moralidad p¨²blica.
M¨¢s bien, todo lo contrario. Ning¨²n examen retrospectivo se hizo de la cuesti¨®n en el congreso del PSOE. Felipe Gonz¨¢lez interpuso su personalidad pol¨ªtica en defensa del comportamiento de Mariano Rubio, como ahora lo hace Solbes por Solchaga. Nadie se lo pide ni es ¨¦se su papel en un ordenamiento democr¨¢tico. De modo que el muro de Rubalcaba adquiere, en espera de hechos, la significaci¨®n de esos carteles que pueden verse en algunas casas de campo de "?cuidado con el perro!", y que indican precisamente la ausencia de un perro guardi¨¢n. El muro hay que pon¨¦rselo a los que ya hayan delinquido y, si son ciertas las informaciones, no s¨®lo por un posible fraude fiscal, sino por una conducta que ha causado da?os irreparables a los ciudadanos, a la confianza en las instituciones y, a medio plazo, al propio partido de gobierno.
Lo cierto es que, a estas alturas, cabe ya apuntar la existencia de una forma espec¨ªfica de corrupci¨®n, propia del sistema pol¨ªtico espa?ol, como hay una corrupci¨®n a la italiana y como hay otra mexicana estilo PRI. Los datos disponibles suponen algo m¨¢s que una sucesi¨®n de hechos aislados. Responden a la misma l¨®gica y, desde niveles diferentes -las finanzas del partido, la gesti¨®n monetaria, la pol¨ªtica inmobiliaria de la Guardia Civil-, muestran una tendencia com¨²n: la conversi¨®n del poder pol¨ªtico, desde puestos de responsabilidad, en instrumento para la obtenci¨®n de beneficios fraudulentos. No ser¨¢, pues, in¨²til abrir un debate sobre las causas que han producido semejante fen¨®meno, con la confianza de que su conocimiento puede permitir una respuesta en profundidad, superando la necesaria, pero insuficiente, sanci¨®n penal (que luego, como sabemos, puede edulcorarse mediante presiones e indultos).
Las explicaciones menos convincentes, a este respecto, son las centradas en los individuos. Ni cabe cargarlo todo en la cuenta de una minor¨ªa de hombres perversos, que trataron de aprovechar la confianza del Gobierno para hacerse de oro, ni nadie puede suponer que el modelo de gesti¨®n propio de Gonz¨¢lez y Alfonso Guerra incorporase desde 1982 la v¨ªa espa?ola a la corrupci¨®n. En todo caso, hay razones para afirmar lo contrario: los l¨ªderes socialistas eran muy conscientes de la supervivencia de formas de corrupci¨®n procedentes del franquismo en la Administraci¨®n espa?ola, y por eso quisieron dar a algunas de sus primeras medidas el car¨¢cter de ejemplaridad. Las cosas, sin embargo, funcionaron de otro modo.
A ello contribuy¨®, creo, una serie de factores. El primero fue la propia debilidad del PSOE, un partido de aluvi¨®n, muy joven, que alcanz¨® el poder sin un proceso previo de formaci¨®n de cuadros a trav¨¦s de una experiencia democr¨¢tica. Fue una parada de autob¨²s en servicio desde 1975 a 1978, y quienes se subieron a tiempo ah¨ª est¨¢n. Unos son, sin duda, excelentes gestores; otros, discretos, pero no pudieron faltar quienes descubrieron una posibilidad de acceso f¨¢cil al poder pol¨ªtico primero, y al econ¨®mico despu¨¦s. Con todos sus defectos, la cultura pol¨ªtica de la socialdemocracia est¨¢ del todo ausente en el PSOE de hoy, que en cambio incorpor¨® buen n¨²mero de ex militantes izquierdistas de fines de los sesenta y de lo que llamar¨ªamos dem¨®cratas pasivos del franquismo tard¨ªo. Para los primeros, el salto mortal dado, de la utop¨ªa revolucionaria a la moral de adecuaci¨®n, autorizar¨ªa en el futuro todas las adaptaciones que fueran necesarias. Entre los segundos no faltaron quienes se limitaron a adoptar las nuevas siglas sin por ello cambiar la propia posici¨®n al lado del poder pol¨ªtico y econ¨®mico vigente. Otros, en fin, experimentaron el v¨¦rtigo del ascenso de la nada a puestos de alta responsabilidad. Cualquiera de los grupos se hallaba expuesto con un m¨¢ximo riesgo ante una eventual presi¨®n de los grupos de inter¨¦s, en cuyo ambiente social pasaron a moverse. No es que nuestros responsables econ¨®micos socialistas, pongamos el ejemplo, fueran m¨¢s o menos receptivos a las demandas de los trabajadores, es que unos se establecieron en la jet y otros aspiraron a hacerlo. De aquellos polvos vinieron estos Iodos.
Otro efecto de la debilidad inicial, convergente con el anterior, fue la constituci¨®n dentro del sistema de poder socialista de los c¨ªrculos cada vez m¨¢s amplios de amistad informal. Es decir, de entramados de poder, no institucional, pero s¨ª muy eficaz en ¨¢mbitos concretos, donde una serie de personajes se apoyan rec¨ªprocamente, fomentan clientelas y al mismo tiempo obtienen beneficios no necesariamente ilegales en la forma y, claro es, ejercen represalias. Tambi¨¦n en este caso debemos excluir la hip¨®tesis del responsable perverso, aunque cuente bastante la l¨ªnea trazada por Alfonso Guerra en cuanto a la infiltraci¨®n y manipulaci¨®n sin reservas de todo aparato de poder (ejemplo bien visible a¨²n hoy, TVE). Pero, ante todo, intervino la carencia de un proceso previo de formaci¨®n / depura-
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