Juan Carlos Onetti: dos viajes y un rescate
En su obituario de Faulkner renegaba Onetti de la humillaci¨®n del elogio p¨®stumo, s¨®lo superado por la definitiva humillaci¨®n de morirse. Se van a cumplir pronto seis meses de su muerte y despu¨¦s de haber le¨ªdo casi todo, creo, de lo publicado en Espa?a sobre este hecho -evocaciones, elogios y recordatorios dudosamente humillantes- he encontrado s¨®lo escasas y vagas alusiones a las circunstancias que le impulsaron a venir dos veces a nuestra tierra y a instalarse definitivamente en ella. Rara decisi¨®n en alguien de tan clara vocaci¨®n por la inmovilidad y la clausura.Adem¨¢s, en 1972, fecha de su primer viaje, Onetti era apenas conocido por el lector espa?ol. Me arriesgar¨ªa a afirmar que un art¨ªculo de F¨¦lix Grande en Cuadernos Hispanoamericanos de junio de 1969 es el primer trabajo de entidad que da noticia entre nosotros del escritor uruguayo: de un modo muy onettiano, entrando de frente en la sombra transparente de su caverna y dejando al albedr¨ªo insomne de un imaginario y nuevo personaje la definici¨®n de unas claves complejamente inteligibles para el lector avisado, perspicaces para el propio novelista.
Seg¨²n me cont¨® Dolly, Dorotea Mulir, viuda acongojada y serena, Juan, en su agon¨ªa larga y dolorosa, tuvo tiempo a¨²n para recuerdos y ausencias de nuestra amistad perseverante y de su salida definitiva de Uruguay, por ¨¦l valorada como la salvaci¨®n de su vida y de su libertad.
Onetti era a menudo exagerado y generoso y esta vez no pudo dejar de serlo. Pero es verdad que su rescate, como ¨¦l dec¨ªa a veces, no fue fruto del azar, sino producto de una resuelta operaci¨®n, montada desde Madrid por un peque?o grupo de personas y de la que fui testigo puntual.
Este tipo de operaciones, de rigurosa actualidad como lo muestra la reciente gesti¨®n de Garc¨ªa M¨¢rquez en favor de Norberto Fuentes, se suelen hacer sin publicidad, e incluso con cuidadosa reserva; pienso que a estas alturas merece la pena olvidar la discreci¨®n y contar el episodio y sus antecedentes, algo m¨¢s que una an¨¦cdota en la biograf¨ªa personal y literaria de Onetti.
En el optimista Uruguay de principios de los sesenta, la revista Marcha, su director Carlos Quijano, los hermanos ?ngel y Carlos Rama, el cr¨ªtico Homero Alsina Thevenet, Mario Benedetti, profesores y cr¨ªticos como Guido Castillo y el joven Emir Gonz¨¢lez Monegal, Paco Espinola, el artista Augusto Torres y alg¨²n heterodoxo como Ricardo Paseyro constitu¨ªan parte del brillante marco de una vida intelectual y literaria cuya estrella mayor, velada en discreta sombra por propia voluntad, Juan Onetti, acababa de publicar Juntacad¨¢veres. Llegu¨¦ a su persona, de entrada tan esquiva y dif¨ªcil como su obra, de la mano de Guido Castillo y estimulado por una incipiente y bastante furtiva amistad con Jos¨¦ Bergam¨ªn en su segundo autoexilio montevideano.
A?os despu¨¦s, en 1972, en el Instituto de Cultura Hisp¨¢nica de Gregorio Mara?¨®n, con el concurso inestimable de Luis Rosales y el apoyo de un importante grupo de escritores y poetas, jovenes y no tan j¨®venes -Jos¨¦ Antonio Maravall, Pepe Garc¨ªa Nieto, Paco Umbral, Gast¨®n Baquero, Paca Aguirre, F¨¦lix Grande, Guido Castillo, Antonio Amado, Rafael Montesinos- organizamos un ciclo de conferencias y coloquios bajo el t¨ªtulo (no demasiado imaginativo) La literatura hispanoamericana contada por sus creadores.
Fue inaugurada por Jorge Luis Borges y continuada por Agust¨ªn Y¨¢?ez, Arturo Uslar Pietri y Juan Rulfo. Por muy distintas razones fallaron Jos¨¦ Lezama Lima y Alejo Carpentier.
Nos cost¨® un triunfo sacar de su cueva a Juan Onetti. No puedo recordar ahora si nuestro hombre hab¨ªa sido ya destituido de su cargo en las bibliotecas municipales de Montevideo o si exist¨ªan indicios de alguna posible persecuci¨®n. Lo que s¨ª recuerdo bien es su resistencia a moverse y la argumentaci¨®n hist¨®rico-literari a que tuvimos que desarrollar en reiteradas cartas y largu¨ªsimos telegramas (los tel¨¦fonos funcionaban mal y eran caros, el fax no exist¨ªa) para convencerle de lo esencial de su concurrencia como miembro fundador de la generaci¨®n ordinaria de las nuevas letras espa?olas de Am¨¦rica.
Y por fin, acompa?ado por Dolly, lleg¨® a Espa?a en su primer viaje Juan Carlos Onetti. Memorable fue c¨®mo, bien en contra de su voluntad, bien a pesar de su invencible timidez, conseguimos, casi haciendo uso de la fuerza f¨ªsica, reducirle y hacerle sentarse frente al p¨²blico en el sal¨®n de actos de Cultura Hisp¨¢nica para que diera, a los 64 a?os de edad, la primera conferencia de su vida.
Ley¨® apenas veinte milagrosos minutos. La noche anterior hab¨ªa dormido a¨²n menos de lo normal y se comentaba que pens¨® en escaparse a Barajas para tomar el avi¨®n de Montevideo. El ¨¦xito del tard¨ªo estreno super¨® todas las expectativas ante la esencial sinceridad desprendida de su persona y del texto, le¨ªdo con sobrecogedora y desma?ada emoci¨®n.
Los Onetti permanecieron en Espa?a durante unos dos meses, en los que crecieron y se profundizaron amistades. Juan Carlos, que hab¨ªa disminuido su ritmo de creaci¨®n y que estaba ya, seg¨²n parece, muy tentado por tumbarse, empez¨® a pensar en una vita nuova en la compa?¨ªa de nuevos amigos espa?oles y el entusiasmo de tantos nuevos lectores...
Llegamos a fantasear sobre la posibilidad de que se quedaran a vivir en Espa?a, propuesta que ¨¦l tomaba en broma. Las dos ciudades de su vida (Santa Mar¨ªa-Lavanda) hab¨ªan sido, eran, Buenos Aires y Montevideo (y repet¨ªa a Borges...). "Puerta falsa del tiempo, / ciudad que se oye como un verso, / calles con luz de patio...".
La aparici¨®n dos a?os despu¨¦s de su marcha del n¨²mero monogr¨¢fico de Cuadernos Hispanoamericanos dedicado, a Onetti coincide -estamos a principios de 1975- con noticias alarmantes sobre la desaparici¨®n de nuestro amigo.
Fallan las indagaciones por v¨ªas regulares y tras algunos d¨ªas de espera parece confirmarse la noticia de su internamiento en una instituci¨®n psiqui¨¢trica como forma encubierta de encarcelamiento.
Nos parec¨ªa imposible que Onetti pudiera resultar v¨ªctima cruenta de la situaci¨®n confusa y disparatada de su pa¨ªs. No obstante, el recuerdo de la tr¨¢ gica desaparici¨®n de Zelmar Michelini, por una parte, y, por otra, el cr¨ªtico esfado de la sa lud de Juan, afectado ya por los divert¨ªculos que han dado cuenta final de su vida, nos hizo adoptar, personal e institucionalmente, la decisi¨®n de intervenir de forma inmediata y directa en el asunto...
La incertidumbre, prolongada durante casi dos meses, cre¨ªamos que hac¨ªa justificable cualquier paso, vali¨¦ndonos de la autonom¨ªa del Instituto y, en cierto modo, al margen de la acci¨®n oficial en sentido estricto.
Y entonces, como en las ficciones de Onetti, empieza a mezclarse el recuerdo con el sue?o y la aventura con la fantas¨ªa... Al tomar el avi¨®n de Iberia hacia Montevideo v¨ªa Buenos Aires, sin otro equipaje que un malet¨ªn de mano, confiaba y dudaba al mismo tiempo sobre la sensatez de la gesti¨®n, el riesgo del fracaso, la existencia misma de Onetti...
Personas e instituciones respondieron y a las 48 horas tomaba el avi¨®n de regreso con la certidumbre de haber hecho llegar a Juan Onetti, a trav¨¦s de las autoridades uruguayas, aparentemente competentes, el ejemplar del n¨²mero de Cuadernos Hispanoamericanos a ¨¦l dedicado y una invitaci¨®n personal para intervenir en el acto de inauguraci¨®n de un congreso sobre literatura barroca a celebrarse al mes siguiente en Alcal¨¢ de Henares. La carta de invitaci¨®n aparec¨ªa firmada por el presidente del Instituto de Cultura Hisp¨¢nica, Alfonso de Borb¨®n. Las mismas autoridades recibieron la semana siguiente, esta vez por v¨ªa oficial, los pasajes de avi¨®n que conducir¨ªan definitivamente a Espa?a al matrimonio Onetti.
Juan Onetti no volvi¨® a pisar nunca el suelo di su pa¨ªs. Asisti¨® m¨¢s desvelado y tr¨¦mulo que nunca a las sesiones del famoso congreso sobre el barroco y emprendi¨® una trabajosa e hipot¨¦tica convalecencia de la que pudo salir, al parecer inc¨®lume...
Tras este regreso, s¨®lo sospechado por pocos como posiblemente definitivo, Juan Onetti, con una gran elegancia, evit¨® durante largo tiempo hablar de su odisea personal en Montevideo. No hizo recriminaciones ni formul¨® quejas. S¨®lo expresaba su cari?o y agradecimiento hacia quienes, m¨¢s o menos directamente, hab¨ªamos intervenido en su rescate y que ¨¦l -arbitraria y amistosamente- polarizaba en mi persona.
En aquellos meses de relativamente sosegada recuperaci¨®n volv¨ªamos invariablemente, en medio de libaciones y trasnoches, a Rub¨¦n Dar¨ªo, a Neruda, a san Juan de la Cruz, al recuerdo de su estreno como conferenciante en Espa?a y sobre todo al indescriptible e inefable coloquio monosil¨¢bico con Juan Rulfo, encuentro, como dec¨ªa Luis Rosales, de los dos m¨¢s grandes, incomparables sordomudos de la historia literaria de nuestro siglo.
Es de esperar que pronto alguien -?Juan Cruz, Antonio Mu?oz Molina?- ofrezca la narraci¨®n completa de los 20 a?os de vida espa?ola de Juan Onetti, la recuperaci¨®n de su inter¨¦s por la creaci¨®n literaria y la ampliaci¨®n del reconocimiento universal de su obra. En lo que a m¨ª se refiere, el trato con Onetti, intenso y constante durante algunos periodos, entrecortado y subterr¨¢neo a lo largo de los ¨²ltimos a?os, me ha regalado siempre alegr¨ªas y sorpresas.
Como ¨¦sta que a mi vez me permito brindar al lector, en la que Onetti, supuesto desalmado explorador de la degradaci¨®n humana, se dirige al joven escritor, al aprendiz, con palabras que podr¨ªan estar firmadas por Xenius o por Juan de Mairena:
"Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habr¨¢ de hac¨¦rselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos".
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