El 'caso Simenon'
Con regularidad y sigilo la editorial Tusquets contin¨²a publicando uno tras otro los libros de Georges Simenon, y no s¨®lo las novelas de Maigret, sino tambi¨¦n las otras aquellas en las que no aparece el comisario, las novelas r¨¢pidas y sombr¨ªas que tratan de asesinos impunes, de lluviosas ciudades belgas de provincia, de mujeres muy delgadas que viven en cuartos pobres de pensi¨®n y se desnudan rutinariamente en los cabarets, de comerciantes o peque?os funcionarios en las colonias francesas de ultramar... Lo que asombra de Simenon no es que escribiera tantas novelas, sin el hecho de que pr¨¢cticamente todas sean magn¨ªficas y de que est¨¦n dotadas adem¨¢s de algo equivalente a una sustancia adictiva, de una poderosa nicotina literaria en virtud de la cual el inter¨¦s o la admiraci¨®n del lector se convierten r¨¢pidamente en un h¨¢bito.,El disfrute de un h¨¢bito descansa sobre la abundancia y la facilidad del acceso a los dones que lo han provocado. Los adictos a la lectura necesitamos un suministro regular y permanente de palabras impresas, sea en peri¨®dicos o en libros, y cuando alguna dificultad nos estorba la satisfacci¨®n de nuestro vicio miramos a nuestro alrededor en busca de suced¨¢neos y somos capaces de leer las instrucciones de montaje y uso de una aspiradora o todos y cada uno de los carteles y avisos que hay en el interior de un autob¨²s.
Una vez, en el Talgo que me llevaba de Granada a Madrid, a m¨ª se me acab¨® el libro que estaba leyendo a las dos horas de viaje, y me vi afrontando con horror las cuatro que todav¨ªa me faltaban, sin nada que leer, como un expedicionario que calcul¨¦ mal sus provisiones y se ve reducido a una miserable escasez. En un asiento pr¨®ximo al m¨ªo, al otro lado del pasillo, una mujer mucho m¨¢s previsora o m¨¢s avariciosa que yo desplegaba en torno suyo una insultante riqueza de libros, peri¨®dicos y revistas ilustradas, y yo le dirig¨ªa esas miradas indirectas del hambriento que ronda por las inmediaciones de un banquete.
. Al cabo de un rato ya no pude resistir m¨¢s: por culpa de las ganas de leer fui capaz hasta de sobreponerme a la inhibici¨®n que me provocan siempre los desconocidos y tuve el valor de pedirle un libro a aquella viajera. Con la generosidad desconcertante de quien no parece conceder demasiado valor a algo que posee y que nosotros ansiamos, la mujer me invit¨® con un gesto distra¨ªdo a escoger lo que quisiera, en medio de la abundancia del asiento contiguo al suyo, y en mi estado de extrema necesidad yo casi me sent¨ª como Sancho Panza cuando lo animan en las bodas de Camacho a comer lo que le d¨¦ la gana: si ¨¦l encontr¨® suntuosas ollas en las que herv¨ªan gallinas, lo primero que yo vi fue una edici¨®n de bolsillo de La Regenta, que es seguramente uno de los libros m¨¢s adictivos de nuestra literatura, y ya no levant¨¦ los ojos del libro hasta llegar a Madrid, satisfecho, ah¨ªto de palabras, resuelto a volver desde ese mismo d¨ªa a mis lecturas pasionales de Clar¨ªn.
La Regenta es una novela de una gozosa longitud, pero aunque uno intente administrarse sus p¨¢ginas acaba por terminarla despu¨¦s de no mucho tiempo, y en cualquier caso no existen muchos m¨¢s libros de Clar¨ªn, de modo que la adicci¨®n no llega a arraigar, o se disuelve en el h¨¢bito m¨¢s general de la literatura. Con Simenon ocurre la circunstancia prodigiosa de que por muchas novelas suyas que se lean siempre quedan muchas m¨¢s por leer, lo cual elimina el riesgo m¨¢s temido por los adictos de cualquier especie, que es, el del agotamiento de la droga que aman. Hacia los veinte a?os yo descubr¨ª las novelas de Raymond Chandler, y desde el primer cap¨ªtulo de la primera de ellas que tuve en mis manos ya me hice devoto de Philip Marlowe, pero al cabo de unos meses ya hab¨ªa le¨ªdo y rele¨ªdo todas sus aventuras.Las de Maigret llevo a?os ley¨¦ndolas, pero siempre estoy descubriendo otras nuevas, y algunas veces, en la librer¨ªa de alg¨²n aeropuerto franc¨¦s, me hago con un alijo de nuevos t¨ªtulos o de historias que ya le¨ª hace tiempo y cuyos argumentos se me borraron, permiti¨¦ndome ahora el deleite menor, pero muy valioso, de disfrutarlos como por primera vez.
Los mejores escritores nunca vienen a satisfacer los deseos de un p¨²blico que ya exist¨ªa antes de ellos, y menos a¨²n de un mercado, como, se dice tan imp¨²dicamente ahora: lo que hacen esos escritores es exigir e inventar un tipo de lector, una modalidad de lectura que sin ellos no habr¨ªa existido. Simenon, el novelista que no paraba nunca de escribir, invent¨® un lector sim¨¦trico que no para nunca de leer, un adicto feliz a un vicio legal, saludable y barato, un intoxicado por la literatura que sin embargo no sufre los efectos debilitadores que ¨¦sta a veces puede provocar. Justo en los tiempos en que la intelectualidad francesa se ahogaba para siempre en teoricismos y propalaba la muerte de la novela, Georges Simenon alcanzaba un ¨¦xito insultante escribiendo sin pausa novelas incomparables, edificando un mundo tan populoso de seres imaginarios y de retratos del natural como el de Balzac o el de Proust.
De todas las historias inventadas por Simenon, segura mente la ¨²nica mediocre es la de su propia vida, un cuento de desmesura y megaloman¨ªa que habr¨ªa merecido el desd¨¦n del s¨®lido comisario Jules Maigret. Una de tantas leyendas desmentida por los bi¨®grafos, pero reiterada hasta por presuntos testigos- lo representa es cribiendo encerrado en una jaula de cristal, rodeado por el p¨²blico de las galer¨ªas Lafayette de Par¨ªs. A esa caricatura del escritor yo prefiero el retrato de uno cualquiera de sus lectores, yo mismo, ese hombre o esa mujer que es el arquetipo del acto y de la felicidad de la lectura, alguien tumbado o recostado en una cama, con un libro de Simenon en las manos, con un cierto n¨²mero de vol¨²menes de Simenon sobre la mesa de noche, ya dispuestos y fieles, esperando el momento de prolongar una adicci¨®n felizmente incurable.
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