La guerra de Europa
La guerra en Europa, es decir, en los Balcanes, se suele presentar como una ruptura, inevitablemente asociada a la gran falla geopol¨ªtica del siglo XX: la desaparici¨®n de la Uni¨®n Sovi¨¦tica. Hay guerra en Europa, se dice, porque se ha roto el gran conducto comunicador que manten¨ªa cada cosa en su sitio y hac¨ªa un sitio para cada cosa. Puede ser, sin embargo, m¨¢s interesante contemplar los sucesos de la antigua Yugoslavia como una tozuda muestra de continuidad hist¨®rica y examinar el conflicto balc¨¢nico como el ¨²ltimo episodio de la guerra por Europa.Los actuales Estados europeos empiezan a asomar en el mapa hacia el siglo XIII. Si miramos la carta atentamente, con un subrayado para las grandes colectividades humanas bajo un solo mando pol¨ªtico, descubrimos algo bastante parecido a lo que hoy es Francia, un proyecto de Inglaterra, una Rusia que se libra de su pen¨²ltima invasi¨®n turco-mongola, y hasta una Hispania, bien es verdad que dividida en dos grandes coronas, Castilla y Arag¨®n. Si buscamos, en cambio, lo que hubiera entonces de Alemania, hallamos una constelaci¨®n de principados, arzobispados, electorados, que, con el nombre de Sacro Imperio Romano Germ¨¢nico, llenan el espacio central del continente, desde el B¨¢ltico hasta morder profundamente en el norte italiano y desde la Francia lotaringia hasta muy entrado el mundo eslavo.
Esa madeja de lealtades entrecruzadas hab¨ªa recibido en la ¨¦poca una constituci¨®n que la vinculaba muy gen¨¦ricamente a un poder imperial, sucesor de los Otones, que imped¨ªa que el hecho germ¨¢nico se constituyera en un Estado como los dem¨¢s; es decir, que sufriera un proceso de unificaci¨®n en el camino, de hacerse gran potencia. El emperador reina, pero apenas gobierna.
Esa Europa primeriza s¨®lo pod¨ªa mantener un cierto equilibrio a condici¨®n' de que el gran imperio central s¨®lo lo fuera de nombre, puesto que su masa, la riqueza de sus ciudades, su expansi¨®n estrat¨¦gica hasta la pen¨ªnsula italiana, su vigilancia de las lindes orientales en la raya del turco, le hac¨ªa due?o de casi todos los climas, de muchos de los recursos, de gran parte de las aspiraciones hegem¨®nicas de la mitol¨®gica y universal monarchia cristiana.
Carlos V reuni¨® en su corona nada menos que ese imperio m¨¢s Espa?a, con sus territorios en Italia, Francia y los Pa¨ªses Bajos, am¨¦n de la primera cabeza de puente en el continente americano. Pero el emperador no cedi¨® a la tentaci¨®n de unificar unos espacios geopol¨ªticos probablemente incompatibles, y, con toda seguridad, inaceptables para el resto de Occidente. As¨ª, dividi¨® su herencia, a un lado el imperio y al otro Espa?a, para evitar lo que, pese a todo, acabar¨ªa produci¨¦ndose, la coalici¨®n general contra aquella masa inabarcable.
La Guerra de los Treinta A?os (1618-48), primera gran guerra europea, se libr¨®, precisamente, para determinar el destino del imperio. Nominalmente, el combate se defin¨ªa en t¨¦rminos de, protestantismo o catolicismo, pero ambos credos recubr¨ªan apenas concepciones opuestas de la historia. El catolicismo aubsb¨²rgico quer¨ªa reformar el conjunto imperial para convertirlo en una potencia militar debida a un solo se?or; el protestantismo, con la defensa del particularismo religioso, atend¨ªa, en cambio, a la emancipaci¨®n pol¨ªtica de toda idea de imperio -la espada- y de Roma -la cruz- Los Estados nacionales exist¨ªan ya en embri¨®n en esa idea.
En el plano militar el resultado de la guerra pudo parecer de tablas, pero, en lo pol¨ªtico, la supervivencia del protestantismo equival¨ªa a una segura, victoria y a la liquidaci¨®n del mito de la monarchia cristiana que encarnaba el imperio germ¨¢nico. En ese combate ya entr¨® en disputa la estribaci¨®n norte de la futura Yugoslavia, compuesta por tierras patrimoniales de Viena y posesiones directamente imperiales. Pero lo importante era que para que medrara la Europa del equilibrio continental era necesario que la gran expansi¨®n centroeuropea siguiera en estado de hibernaci¨®n pol¨ªtica.
Hasta la tentativa de dominaci¨®n napole¨®nica no se volvi¨® a pelear masivamente por ese espacio continental. Y la derrota de Bonaparte condujo a la incauta revisi¨®n de una realidad que tan bien hab¨ªa servido al juego de poderes europeo. En 1806 se proclamaba, as¨ª, difunto el Sacro Imperio, y sus 350 y pico de Estados, estadillos y estafermos quedaban reducidos a 39, pero convertidos todos en plenamente soberanos. Uno de ellos, Prusia, que era reino desde 1700, pod¨ªa proseguir con m¨¢s reconocida circunstancia su carrera para la construcci¨®n de un Estado nacional y, desde ah¨ª, procurar la primera unificaci¨®n de Alemania.
Dos guerras decidieron la creaci¨®n del nuevo imperio con capital en Berl¨ªn. En 1866, la batalla de Sadowa reduc¨ªa a Austria al estatuto de subordinado de Prusia, y en 1870, la guerra franco-prusiana eliminaba al obst¨¢culo franc¨¦s del camino a la unificaci¨®n.. ?sta se consagraba en el sal¨®n de los Espejos de Versalles el 18 de enero de 1871. Y con la alianza germano-austriaca de 1879 los territorios yugoslavos de Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina y parte de Serbia -todos ellos bajo la soberan¨ªa vienesa- entraban en el campo de influencia de Berl¨ªn.
A comienzos de siglo, uno de los creadores de la geopol¨ªtica, el escoc¨¦s Halford McKinder, formulaba su gran teor¨ªa de la lucha estrat¨¦gica por el planeta, centrada en la existencia de una masa continental, Eurasia, para cuyo ulterior control era preciso dominar la heartland, Europa central y suroriental, hasta los confines del imperio zarista. Y el alem¨¢n Friedrich Ratzel establec¨ªa en la misma ¨¦poca la teorizaci¨®n de la lebensraum, la b¨²squeda del espacio vital que tan a mano le vino a Hitler.
La I Guerra fue la primera tentativa germ¨¢nica de dominar todo el continente europeo a partir del control de una parte de esa heartland. Y los grandes obst¨¢culos a esa progresi¨®n eran, primero, Serbia, que dominaba la ¨²nica parte de los Balcanes no dominada por Austria-Hungr¨ªa, Y, mucho m¨¢s formidablemente, Rusia, instalada en Polonia, estribaciones carp¨¢ticas de Rumania, y patr¨®n hist¨®rico de Bulgaria.
Tras la derrota, en la Gran Guerra, de la que surgir¨ªa en 1918 el primer Estado yugoslavo, Alemania volver¨ªa a la carga de forma incluso mucho m¨¢s doctrinaria con el -asalto hitleriano a todo el continente, y, nuevamente, la dominaci¨®n de los Balcanes ser¨ªa clave en el cierre estrat¨¦gico de la heartland europea.
En los casi 40 a?os que dur¨® la posguerra comunista se ensay¨¦ un nuevo sistema para resolver el problema de la dominaci¨®n de ese espacio central, mediante la divisi¨®n de Alemania, Las dos superpotencias acampaban en su mitad de Europa parti¨¦ndose el continente por su cintura germ¨¢nica. La hibernaci¨®n de esa heartland era una forma -el tiempo ha dicho que pasajera- de, impedir nuevas operaciones hegem¨®nicas desde la propia Europa.
Hoy, a comienzos de los noventa, muchas cosas, pero no todas, han cambiado. Existe la Uni¨®n Europea, Alemania es una potencia sinceramente democr¨¢tica, nadie piensa en Berl¨ªn en lebensraums de ninguna clase, pero vuelve a a haber un Estado unificado germ¨¢nico que flexiona los m¨²sculos de su gran proyecci¨®n econ¨®mica y redescubre una proyecci¨®n exterior puramente pol¨ªtica. Rusia, por su parte, se halla en horas bajas. Pero, sobre todo, los Balcanes siguen ah¨ª, y Serbia en ellos, tan tozudamente instalada como anta?o. Igual que lo est¨¢n una Eslovenia y una Croacia que recuerdan su pasado austriaco y buscan de la mano de Berl¨ªn el camino a la integraci¨®n europea.
Nadie piensa en un designio, entre otras cosas porque no hace falta. Las cosas, se piensen o no anticipadamente, tienen una rugosidad propia que acarrea consecuencias y traza l¨ªneas para el futuro. Los Balcanes sin Serbia son f¨¢cilmente germanizables; con Belgrado como potencia hegem¨®nica, en cambio, las posibilidades de juego pol¨ªtico de Francia y el Reino Unido, e incluso Espa?a, aumentan, en la misma medida en que el desparramarse de Alemania por la heartland tropiece con alg¨²n obst¨¢culo. Por eso, ni Par¨ªs ni Londres quieren la humillaci¨®n de Serbia, aunque no escatimen la condena a la barbarie dejos sucesores de los Karageorgevich.
Y todo ello tiene muy directamente que ver con la construcci¨®n de Europa. Cuanta m¨¢s Alemania haya, cuanto m¨¢s se consolide la teor¨ªa de las dos velocidades, dejando sola a Par¨ªs para acompa?ar pobremente a Berl¨ªn en el primer vag¨®n del expreso europeo, m¨¢s zigzagueante va a ser el proceso de integraci¨®n continental. Las federaciones de Estados se hacen pensando en equilibrios, no en absorciones. Y as¨ª es como la guerra de Yugoslavia, donde verdugo y v¨ªctima intercambian con facilidad uno u otro rictus, es un nuevo episodio de la guerra de Europa; de una guerra por la heartland, que ya no aspira a dominaciones toscamente, militares, pero cuyo resultado engorda o adelgaza perspectivas. ?sa es la continuidad antigua que prevalece sobre cualquier ruptura exclusivamente contempor¨¢nea.
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