ANTONIO MU?OZ MOLINA Los pasos de Ad¨¢n y Eva
Hay un tesoro en el centro de ?frica que est¨¢ a punto de perderse, un testimonio de presencia humana que puede perecer y desvanecerse tan sin dejar rastros como los palacios y los templos m¨¢s suntuosos de Roma, como los regad¨ªos colosales y las terrazas con jardines de Mesopotamia, que ahora son colinas de arcilla. Pero no se trata de un monumento en peligro, ni de unas enf¨¢ticas ruinas antiguas, sino de' la prueba m¨¢s fr¨¢gil y m¨¢s indudable de la presencia de alguien, unas pisadas. Hay una hilera de huellas en una llanura africana que se prolongan a lo largo de 25 metros, y que en las fotograf¨ªas parecen unas huellas comunes, las vagas huellas de unos pies descalzos, pero sucede, nos dicen los paleont¨®logos, que esos pies caminaron hace tres millones y medio de a?os, y que una combinaci¨®n de azares determin¨® que aquellos pasos quedaran fijados indeleblemente en el curso del tiempo. Una pareja de nuestros antepasados m¨¢s remotos pis¨® sobre una extensi¨®n de cenizas volc¨¢nicas reci¨¦n mojadas por la lluvia, y luego el barro se sec¨® y qued¨® cubierto por otras capas de ceniza, y tres millones y medio de a?os m¨¢s tarde unos buscadores de f¨®siles humanos encontraron ese rastro perdido, que ahora est¨¢ en peligro de desaparecer de esa manera irrevocable en que desaparecen en la arena lisa y h¨²meda las huellas de unos pies descalzos.Lo que parec¨ªa hecho para durar siempre se deshace como si no hubiera existido, lo m¨¢s fr¨¢gil permanece intocado. El museo m¨¢s alucinante que yo he visitado en mi vida es el de Historia Natural de Washington, donde uno encuentra nada m¨¢s entrar, bajo la luz de una c¨²pula, un formidable elefante disecado, y donde es posible ver un pu?ado del polvo gris que los astronautas trajeron de a Luna y una colecci¨®n de f¨®siles de insectos, de flores y plantas extinguidas que tienen en su modelado una exquisita delicadeza de bajorrelieves. Los troncos mineralizados de con¨ªferas se parecen a las columnas que lo abruman a uno con su majestad y su tama?o en las ruinas de la Roma antigua, y los esqueletos de dinosaurios y pterod¨¢ctilos penden sobre la estatura siempre mezquina de los visitantes con una sugesti¨®n de geolog¨ªas y paleontolog¨ªas g¨®ticas, pero lo que m¨¢s conmueve en los salones catedralicios de aquel museo es el detalle m¨ªnimo de una hoja o de un p¨¦talo, de un insecto con las alas desplegadas, de un tallo de hierba f¨®sil preservados al cabo de cientos de millones de a?os como dibujos exactos, como relieves de una precisi¨®n inalcanzable para el arte humano.
Pero las huellas de pasos que se encontraron en 1977 en la llanura des¨¦rtica de Serengueti, en Tanzania, no quedaron moldeadas en la dureza mineral de los f¨®siles, sino tan s¨®lo impresas en la ceniza volc¨¢nica, igual que las huellas de los astronautas en la Luna, y ahora dicen que han empezado a borrarse, y para evitar su p¨¦rdida se organiza una operaci¨®n cient¨ªfica internacional no menos sofisticada que los planes para salvar Venecia o para restaurar los frescos de la Capilla Sixtina, que yo vi hace unos d¨ªas en todo el esplendor de sus colores recobrados, sus amarillos y verdes y rojos y azules de lapisl¨¢zuli brillando como por s¨ª mismos en la alta penumbra eclesi¨¢stica.
En el centro de la b¨®veda de la Capilla Sixtina Miguel ?ngel, tendido bocarriba en lo m¨¢s alto de un andamio, agobiado por la cercan¨ªa del techo, pint¨® el origen b¨ªblico del mundo, el Para¨ªso, el primer hombre y la primera mujer, y uno se descoyunta las v¨¦rtebras cervicales para admirar la perfecci¨®n heroica de sus cuerpos terrosos y desnudos. Seg¨²n el G¨¦nesis, el Para¨ªso estaba al oriente, pero los descubrimientos de los paleont¨®logos tienden ahora a situarlo en Africa, en los grandes yacimientos de la garganta de Olduvai, cerca de la llanura de cenizas volc¨¢nicas donde est¨¢n esas huellas de pasos. Parecen pertenecer a dos seres distintos, dos figuras borrosas que caminaban erguidas y sin embargo, a¨²n no eran plenamente humanas, y que tal vez llevaban a. su lado a otra figura m¨¢s peque?a, aunque las huellas de esta ¨²ltima son mucho m¨¢s dudosas.
Quisi¨¦ramos saber a d¨®nde iban, qui¨¦nes eran, qu¨¦ ve¨ªan mientras pisaban erguidos la llanura de ceniza y de lluvia. Hace alg¨²n tiempo, los cient¨ªficos trazaron el origen com¨²n de todos los seres humanos estableciendo con su hip¨®tesis la equivalencia entre el linaje b¨ªblico de Ad¨¢n y Eva y los laberintos del c¨®digo gen¨¦tico: todos nosotros procedemos, se asegura, de una sola hembra que vivi¨® en ?frica hace tres millones de a?os.
La ciencia va muy por delante de la imaginaci¨®n, y sus averiguaciones y sus conjeturas tienen un claroscuro de poes¨ªa. La mano del primer hombre reci¨¦n creado que se extiende hasta rozar el dedo ¨ªndice de Dios en la b¨®veda de la Capilla Sixtina nos recuerda esas impresiones negras o rojizas de manos abiertas que se ven en las concavidades de los refugios prehist¨®ricos. La Eva africana cuya herencia gen¨¦tica se halla diseminada en cada uno de nosotros es cualquiera de esas rudas esculturas arcaicas de la feminidad que se veneraron durante miles de a?os en las orillas y en las islas del Mediterr¨¢neo y tambi¨¦n la Eva penitente de Miguel ?ngel que se tapa con las dos manos la cara desfigurada por el llanto.
Y hay una correspondencia remota entre los pasos de aquellos casi hombres que ya andaban erguidos y el instinto de caminar y de viajar que sigue existiendo dentro de cada uno de nosotros: nadie puede saber de d¨®nde proced¨ªa o hacia d¨®nde iba esa caminata de hace tres millones y medio de a?os, pero las simples huellas de unos pasos humanos nos aluden siempre y quisi¨¦ramos seguirlas, y si se borran corremos el peligro de haber perdido las pisadas del primer hombre y la primera mujer.
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