Travesuras de Navidad
El 24 de diciembre, muy cerca ya de la medianoche, sal¨ª al exterior con la intenci¨®n de acompa?ar hasta su autom¨®vil a dos buenas personas que hab¨ªan cenado en mi casa. Ca¨ªa sobre Madrid un fr¨ªo vertiginoso, singularmente profundo, y las ventanas iluminadas contrastaban con el silencio de las aceras. Al mismo tiempo, una neblina incipiente tomaba cuerpo en la atm¨®sfera y se aferraba sin pudor a las fachadas. Cristalitos en la noche. Muy a lo lejos, como venidos de otro planeta, pod¨ªan o¨ªrse villancicos, risas, gritos y un bullicio indeterminado, tradicional, que imagino deb¨ªa reflejar con fidelidad el ambiente navide?o que a estas horas reinaba en la mayor¨ªa de los hogares. Pero de vuelta al portal, manos en los bolsillos, hombros arriba y paso veloz, repar¨¦ en la figura de un individuo tendido, al raso en una esquina. Al amparo del adoqu¨ªn. Era un hombre polvoriento, encogido como un feto, asido con fuerza al cuello de una botella y canturreando en sue?os un soniquete indescriptible, que no logr¨¦ relacionar con ninguna canci¨®n al uso. Lo cierto es que aquel mendigo no s¨®lo desafinaba como un coyote: tambi¨¦n desprend¨ªa, aun a varios metros de distancia, un importante olor a orines y alcohol. Desde cualquier punto de vista, me dije, su situaci¨®n distaba mucho de ser envidiable. Gem¨ªa con debilidad, su abrigo presentaba multitud de desperfectos, y su silueta se sacud¨ªa cada pocos segundos en un adem¨¢n preocupante, reflejo casi exacto de su mala tos. Precisamente, eruct¨® en ese momento,y afloj¨¦ el paso con la falsa duda (pena, se da uno a veces) de si acercarme o no a ¨¦l. Pero entonces, rechinando en la oscuridad, un coche de la Polic¨ªa Municipal se detuvo a mi lado y dej¨® el motor en punto muerto. "?Ha llamado usted?", me pregunt¨® uno de los agentes saliendo con rapidez, y ante mi negativa se dirigi¨® despacio hacia el vagabundo, lleg¨® a la esquina, le observ¨® quedamente, se inclin¨® y le inst¨® luego a incorporarse, con sorprendente delicadeza. El hombre de la botella protest¨® sin convicci¨®n, se dej¨®, conducir a rega?adientes, y a continuaci¨®n, mientras trataba de explicar algo a los polic¨ªas, entr¨® en el autom¨®vil y, poco despu¨¦s, ¨¦ste parti¨® calle arriba, camino probablemente de alg¨²n centro de acogida. La historia, desde luego, no es nueva, pero a m¨ª me dej¨® un gusto extra?o en la boca. Un impulso que no estaba relacionado ni con la misericordia, ni con la piedad, ni siquiera con un aliento solidario, sino m¨¢s bien con el estupor. Y afinando todav¨ªa m¨¢s el sentimiento, tal vez con miedo. Porque aquel adulto, pens¨¦ subiendo en el ascensor, por razones que ni ¨¦l mismo deb¨ªa comprender, parec¨ªa haberse estancado indefinidamente en una infancia sin futuro, desprovista a todo punto de apoyo y consideraci¨®n.Y me temo que en Madrid, sin que ello se note mucho, habiten miles de vagabundos con alma de ni?o y viceversa. Y al rev¨¦s. Lo que significa, sin lugar a dudas, que pertenecen a una misma pandilla. El contacto entre ellos se dir¨ªa inexistente, desde luego, pero as¨ª todo, ciertos detalles en la sombra emparentan su condici¨®n: de hecho ambas especies adolecen de un sentido comercial de la existencia, reniegan asimismo del orden establecido, y tampoco disponen de una tarjeta de cr¨¦dito que alivie sus necesidades m¨¢s inmediatas. Dependen en suma de los adultos, cada uno a su estilo, y quiz¨¢ por ello no est¨¦ a su alcance apreciar esa sutil diferencia que anida entre lo ficticio y la realidad. Una forma de vida, en rigor y a mi entender, de todo punto admirable. De tal manera que los mendigos y los ni?os son seres que caminan de la mano sin sonrojarse, fulminando de cara el protocolo, ajenos a Ia cautela y sin disimular una firme lealtad hacia los reflejos de una bombilla que expone su color.
Todo esto, ya digo, me vino a la cabeza en el ascensor. Y mientras introduc¨ªa la llave en la cerradura record¨¦ un episodio familiar que varias navidades atr¨¢s hab¨ªa protagonizado un ni?o de aspecto n¨®rdico al que siempre am¨¦. Observaba las figuras de un nacimiento: la Virgen, el pobre san Jos¨¦, el Ni?o, los bueyes, los pastores, etc¨¦tera, y aquel conjunto, por alguna raz¨®n, no parec¨ªa complacerle del todo. "?D¨®nde est¨¢n los malos?", exclam¨® entonces. Buena pregunta. Que tambi¨¦n me hago yo.
Alfonso Lafora es escritor.
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