El enero del cuarent¨®n
Desde hace cierto tiempo recorro la noche madrile?a y a¨²n la tarde en busca de mis iguales. Que nadie se alarme: por mis iguales no aludo ni a un club de f¨²tbol, ni a una estatura, ni a una legi¨®n de clones, ni a un campanario, ni a un partido, ni a un color de ojos, ni a un idioma ni tampoco a un acento, ni a una estirpe, ni a un barrio, ni mucho menos a un pasaporte, pues m¨¢s o menos descreo de todo ello siempre que el guardia de turno me de permiso: soy tambi¨¦n muy cobarde. Cuando digo mis iguales me refiero a la gente de cualquier sexo, raza, religi¨®n, pasaporte, altura y club de f¨²tbol, si lo hay, que lleg¨® m¨¢s o menos al mismo tiempo que yo a este valle de l¨¢grimas: esa, la b¨ªblico-cronol¨®gica, es una de las pocas cofrad¨ªas que estoy dispuesto a reconocer.A t¨ªtulo meramente pr¨¢ctico, carente de toda ut¨®pica coqueter¨ªa, informar¨¦ que soy un joven cuarent¨®n, canoso, a menudo ojeroso y algo machacado, pero, cr¨¦anme, con toda la cuerda que tenemos quienes de pronto descubrimos que miss Espa?a tiene edad para ser nuestra hija y que si sali¨¦ramos con ella se notar¨ªa mucho. No s¨¦ si a ustedes les pasa (a mis iguales, se entiende), pero cuando en una esquina me topo por ejemplo con una antigua novia del colegio acompa?ada de un apuesto alf¨¦rez que me presenta como su hijo, entonces, esa noche, irremediablemente, espero a que asome la luna y salgo y quemo la ciudad.
Es un decir, claro. Lo que hago es deambular por los garitos en los que anta?o, en mi juventud, era bienvenido. Entro en los pubs en los que j¨®venes parejitas se picotean frente a v¨ªdeos gigantes con partidos de tenis siempre iguales, arrullados por las m¨¢quinas tragaperras, y arrojo las llaves sobre la barra al mismo tiempo que pido un cubata, como en los viejos tiempos, con el acento m¨¢s nasal que pueda recordar. Pero de un tiempo a esta parte descubro alarmado que la mon¨ªsima marquesita que sirve las copas forrada en un guante me ofrece la m¨ªa con una sonrisa que no es de complicidad sino de condescendencia: justo esa que se le pone al abuelo cuando en la noche de Navidad se dispone a contar una vez m¨¢s c¨®mo corr¨ªan los italianos en Guadalajara.
Digo desde hace un tiempo y en realidad no hace tanto. Me he puesto a pensarlo para ustedes y descubro que es precisamente desde estas Navidades, cuando una amiga parisina me llev¨® a un garito legendario de la Orilla Izquierda (todos los garitos de la Orilla Izquierda son legendarios) con el anzuelo de que ah¨ª se serv¨ªan los mejores combinados a, ese lado del r¨ªo. No hab¨ªamos tomado todav¨ªa m¨¢s de un par de ellos cuando comenc¨¦ a notar que era ese un lugar extra?o. Normal, dir¨¢n los abstemios puritanos. Siento defraudarles; para ojos madrile?os hab¨ªa, en efecto, algo anormal: toda la parroquia de esa cantina legendaria, ten¨ªa el pelo blanco y, cruzada la medianoche, parec¨ªa estar pas¨¢ndoselo estupendamente. Ah¨ª estaban los viejecitos atiz¨¢ndole al ron cubano, haci¨¦ndose ojitos y arreglando el destino de Occidente. Mi amiga me dej¨® que los observara bien y s¨®lo entonces me explic¨® que ese de la esquina era el escritor tal, y aquel de m¨¢s all¨¢ el pol¨ªtico cual, y ese con cara de astucia el gacetillero fulano y aquella venerable anciana con aspecto de abuela de Caperucita era Babette, la coronela, hero¨ªna de la Resistencia.
Es cierto que Par¨ªs y en particular la Orilla Izquierda est¨¢ lleno de escritores, gacetilleros y hero¨ªnas -en el caf¨¦ de Flore uno levanta la cesta de los croissants y se puede encontrar a cualquiera de ellos leyendo el editorial de Le Monde-, pero lo cierto es que, ahora lo comprendo, esas copas en aquella taberna de alegres ancianos marcaron indeleblemente mi esp¨ªritu. Desde entonces si salgo a la noche madrile?a no es para fingirme un joven triunfador de esos que ahora entran en los bares diciendo "Hace un fr¨ªo que te cagas, t¨ªo", sino para intentar solventar el misterio de la desaparici¨®n de mis iguales.
?D¨®nde se meten? Durante el d¨ªa los veo: en la cafeter¨ªa donde desayuno, en los autobuses, comprando el peri¨®dico, en los telediarios o en las rebajas. Al caer el sol desaparecen, dej¨¢ndole la ciudad a los j¨®venes. Toda la ciudad: bares, no digamos discotecas, cines y hasta restaurantes. ?Por qu¨¦? ?Est¨¢n acaso en los bingos? ?Tan apasionante es la televisi¨®n?
Releyendo lo anterior me ha asaltado la duda de si este art¨ªculo no ser¨¢ un s¨ªntoma evidente de la crisis de los cuarenta, de modo que he llamado a mi amiga parisina para pregunt¨¢rselo pues las parisinas saben mucho de estas cosas. "Puede", me ha dicho Dominique despu¨¦s de escuchar aplicadamente la lectura del art¨ªculo: "pero me da que t¨² padeces la crisis, de los cuarenta desde que ten¨ªas cuatro a?os".
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