?Bienestar en la crisis?
Espa?a ha terminado de construir su Estado de bienestar en los ¨²ltimos a?os y es el caso ahora que dif¨ªcilmente se lo puede pagar. Doce millones de trabajadores activos mantienen a su costa a seis millones y medio de pensionistas y a un mill¨®n y medio de parados con derecho a subsidio. Los mantienen a duras penas: ni los trabajadores, ni las empresas, ni el Estado pueden poner m¨¢s dinero sobre la mesa. A la cobertura de los cuatro riesgos cl¨¢sicos del trabajo asalariado (enfermedad, accidente, desempleo y vejez), nuestro Estado de bienestar -como el resto de los europeos- ha ido sumando otras muchas prestaciones en materia de vivienda, educaci¨®n, transportes y otros programas sociales, que han extendido el sistema hasta el punto de hacerlo hoy financieramente insostenible. "El ¨¦xito del Estado social", ha llegado a escribir Habermas, "ha puesto en peligro las condiciones mismas de su funcionamiento". La universalidad de las prestaciones hace que la crisis afecte de lleno al modus vivendi del ciudadano medio, a su modo de estar instalado en la sociedad.Igual que en Espa?a ocurre en el resto de Europa. Quienes, como lord Beveridge, crearon hace 50 a?os el sistema de Welfare pensaron en una situaci¨®n de crecimiento econ¨®mico sostenido, de pleno empleo, y en unas sociedades relativamente j¨®venes, de tal forma que el n¨²mero de los cotizantes fuera siempre muy superior al de los pensionistas. As¨ª salieron las cuentas durante muchos a?os. Lo malo ha empezado cuando el crecimiento se ha estancado, cuando el paro en Europa ha alcanzado tasas inconcebibles hace pocos lustros y cuando la medicina moderna y la planificaci¨®n familiar han aumentado sensiblemente la edad media de nuestras sociedades.
Tampoco pudieron imaginar los creadores del sistema que, a trav¨¦s de los compromisos electorales en periodos de bonanza, los Gobiernos europeos acabar¨ªan por tomar a su cargo, de modo permanente, la satisfacci¨®n de innumerables apetencias de bienes y servicios que los ciudadanos les han ido traspasando a lo largo del tiempo. En la hora actual, ni siquiera Alemania o el Reino Unido, que fueron los inventores de la Seguridad Social y el WeIfare State, ni Suecia, donde el sistema alcanz¨® la perfecci¨®n suma, pueden pagar su factura. Y menos a¨²n en una ¨¦poca en la que la inflaci¨®n cero y el equilibrio presupuestario vuelven a ser el horizonte obligado de las pol¨ªticas econ¨®micas y fiscales europeas.
El crecimiento incesante del Estado de bienestar a lo largo de su historia ha corrido parejo con la distorsi¨®n que ha sufrido su concepto, que inicialmente s¨®lo contemplaba a las clases sociales despose¨ªdas. En sus fundamentos te¨®ricos y morales, el Estado de bienestar se propon¨ªa luchar contra la pobreza y la marginaci¨®n de los ciudadanos efectivamente pobres y marginados, pero no buscaba descargar a la generalidad de los ciudadanos de las responsabilidades personales de atender a muchas de sus necesidades y vicisitudes vitales. Este traspaso masivo de responsabilidades desde la sociedad al Estado es el arma letal que puede llegar a bloquear las prestaciones p¨²blicas a los grupos de ciudadanos que verdaderamente necesitan ayuda de la colectividad para hacer frente a las circunstancias adversas en que se encuentran. Y ¨¦sta ser¨ªa la peor de las soluciones posibles, la que vendr¨ªa a menoscabar la funci¨®n tutelar que es propia del Estado contempor¨¢neo respecto de los grupos sociales m¨¢s desfavorecidos.
Desde dentro y desde fuera de nuestro continente se critica la excesiva extensi¨®n del Welfare State europeo, cuyo alto coste financiero constituye una seria barrera para la creaci¨®n de empleo, problema central de nuestras sociedades. Las pol¨ªticas sociales habr¨ªan de ser por eso m¨¢s selectivas y establecer prioridades que vayan devolviendo al com¨²n de los ciudadanos la responsabilidad principal de cuidar de su propio bienestar. No se est¨¢ ya en una ¨¦poca de prosperidad, en la que el crecimiento de la econom¨ªa y el pleno empleo permit¨ªan al Estado contar con disponibilidades financieras suficientes para atender en gran n¨²mero las demandas sociales de protecci¨®n, sino en una nueva ¨¦poca, marcada por una f¨¦rrea competencia econ¨®mica internacional, y en la que el Estado -ning¨²n Estado- puede asegurar ya con cargo a los fondos p¨²blicos y las cotizaciones sociales todos los riesgos de la poblaci¨®n, sino s¨®lo las verdaderas situaciones de necesidad, a las que expresivamente se refiere nuestra Constituci¨®n al tratar de esta materia. Es en estas situaciones cuando el Estado debe hacer realidad el principio de justicia compensatoria en favor de los sectores m¨¢s d¨¦biles de la poblaci¨®n. Ya sea la debilidad ocasional, ya permanente.
Al igual que en el resto de la Europa comunitaria, la excesiva presencia del Estado y del conjunto de sus administraciones en la vida social ha ocasionado, tambi¨¦n en Espa?a, una fuerte dependencia de los ciudadanos respecto de la red de asistencias y prestaciones p¨²blicas. La inercia de esta situaci¨®n hace que a¨²n pueda pensarse, vanamente, que es posible seguir sosteniendo en el futuro las tradicionales coberturas p¨²blicas, cuando realmente no cabe ya sino atribuir a la sociedad un mayor protagonismo en la satisfacci¨®n de sus necesidades a trav¨¦s del ahorro privado. La crisis econ¨®mica est¨¢ poniendo de relieve en todas partes que un exceso de protecci¨®n p¨²blica es pernicioso para las sociedades, al igual que lo es para las econom¨ªas, por sus efectos inhibitorios y paralizantes. Los criterios de los expertos y las pol¨ªticas de los Gobiernos europeos coinciden en aplicar un tratamiento de desregulaci¨®n y libertad como correctivo de los excesos burocr¨¢ticos del Estado y del inmovilismo social. Estas soluciones est¨¢n siendo en muchos pa¨ªses una buena medicina frente al entumecimiento y la rigidez de las sociedades, y no hay raz¨®n para que no sean tambi¨¦n aplicadas en Espa?a si de veras queremos que nuestros ciudadanos, en los tiempos de crisis que corren, no vayan hacia atr¨¢s, sino hacia adelante, en la b¨²squeda de su progreso y bienestar.
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