Domingo de Resurrecci¨®n
De s¨²bito, me encontr¨¦ en el interior de una cafeter¨ªa de San Bernardo a la que hab¨ªa ido con frecuencia en otro tiempo. Curiosamente, no me pregunt¨¦ desde d¨®nde hab¨ªa llegado all¨ª, ni a d¨®nde tendr¨ªa que ir cuando dejara de llover. Ocupaba una mesa pegada al ventanal y contempl¨¦ un poco ensimismado el proceso por el que la calle se vaciaba de transe¨²ntes. Al rato, comenz¨® a granizar, lo que provoc¨® alguna excitaci¨®n en el interior del local. Los de los coches nos miraban a los de la cafeter¨ªa y sonre¨ªan. Record¨¦ que una vez, hac¨ªa muchos a?os, desde aquel mismo lugar vi en medio de la calle a una chica, protegi¨¦ndose de la lluvia con el brazo levantado. Me enamor¨¦ de ella, aunque no volv¨ª a verla nunca m¨¢s. En fin, estaba perdido en estas enso?aciones, cuando se sent¨® a la mesa de al lado una pareja de j¨®venes con el pelo mojado; ella se parec¨ªa mucho a la chica de mi juventud. Tra¨ªan la conversaci¨®n puesta:-En defintiva, ?crees o no crees en Dios? -pregunt¨® ella. ?l dud¨®; quiz¨¢ no sab¨ªa la respuesta. En cualquier caso, se resist¨ªa a darla. Finalmente respondi¨®:
-Es una pregunta muy ¨ªntima. No digo que no te est¨¦ dispuesto a contestar, pero a cambio de algo.
-O sea, que tu respuesta est¨¢ en venta -dijo ella.
-Si te apetece decirlo de este modo...
-Est¨¢ bien, qu¨¦ quieres.
-Que me ense?es las bragas.
Ella ocult¨® las manos debajo de la mesa y, tras una costosa manipulaci¨®n, sac¨® unas bragas blancas, de encaje, muy limpias, que le ofreci¨® al muchacho. ?l las tom¨® desconcertado y recorri¨® con las yemas de sus dedos las zonas m¨¢s ¨ªntimas, como si buscara una respuesta. O una humedad.
-No dec¨ªa verlas as¨ª -balbuce¨® al fin-, encima de la mesa. Por eso no creo en Dios, porque nunca se me aparecen las cosas donde deben. Pero creo en el Diablo.
-No se puede creer en el Diablo sin creer en Dios -rebati¨® ella-. Una cosa trae la otra. Igual que la muerte conlleva la resurrecci¨®n.
-Pues hay gente que cree en Dios y no en el Diablo.
-Pero son herejes. La Iglesia afirma la existencia del infierno. Y del mal.
-Entonces soy un hereje al rev¨¦s: s¨®lo creo en el infierno. Y en el mal. Y en la muerte, pero no en la resurrecci¨®n.
Por un momento se dieron cuenta de que les estaba escuchando y se aplicaron a contemplar el granizo. Finalmente, cuando el disimulo restaur¨® el orden anterior, ella volvi¨® a hablar. Dijo:
-No podemos continuar juntos; nos separan demasiadas cosas.
-No tantas -respondi¨® ¨¦l-; s¨®lo el cielo.
-Y la resurrecci¨®n. Porque imagino que a ti no te apetecer¨¢ resucitar, y hoy es el d¨ªa.
-La verdad, no. Prefiero quedarme aqu¨ª, muerto, contemplando tus bragas eternamente en este infierno de cafeter¨ªa.
La muchacha sin bragas se levant¨® y sali¨® a la calle, en medio de la cual se detuvo un momento, levantando el brazo para protegerse de la lluvia. Entonces, de s¨²bito, comprend¨ª por qu¨¦ estaba all¨ª. Record¨¦ que regresaba de las vacaciones de Semana Santa ese mismo domingo de Resurrecci¨®n y que se me hab¨ªa ido el coche en una curva. Se ve que mi infierno era la cafeter¨ªa aquella en la que tantas tardes de mi juventud se hab¨ªan consumido in¨²tilmente a la espera de que apareciera de nuevo aquella chica de la que me hab¨ªa enamorado. No me importaba estar muerto, la verdad, creo que me gusta. Lo que no entend¨ª es por qu¨¦ ella ten¨ªa que resucitar el mismo d¨ªa de mi muerte. Ni por qu¨¦ se me privaba del privilegio de las bragas.
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