Mu?ecos son
Un relato de En los viajes que llevaba realizados con mi t¨ªa abuela hab¨ªa observado que, en caso de coincidir en el grupo dos o m¨¢s personas de avanzada edad, raramente establec¨ªan relaci¨®n entre ellas. Como si la ancianidad ajena les acentuara la propia, rehu¨ªan la compa?¨ªa de sus contempor¨¢neos, a quienes evitaban cual espejos capaces de devolverles una imagen m¨¢s deteriorada de la que guardaban mentalmente de s¨ª mismos. De ah¨ª mi sorpresa cuando mi t¨ªa abuela y la otra anciana que viajaba en el grupo decidieron sentarse juntas en el autocar para hablar de nuestras cosas. Nuestras cosas era la rememorada coincidencia de ambas en el 36, en San Sebasti¨¢n, donde vivieron durante el primer a?o de la guerra civil y donde tambi¨¦n ambas se hicieron un traje en Balenciaga (?Qu¨¦ tejidos los de entonces! ?A¨²n recuerdo el toque!). As¨ª pues, gracias a la fidelidad femenina al recuerdo de los primeros vestidos que las acompa?aron en su paso de casi ni?as a j¨®venes elegantes, pude por fin abandonar el asiento delantero del autocar y sentarme en la parte de atr¨¢s, con la sra. y el sr. P.Algo hab¨ªa cambiado entre el matrimonio de antrop¨®logos. Camino de Agrigento observ¨¦ que s¨®lo se hablaban lo necesario y, al contrario de los d¨ªas anteriores, no intercambiaban comentarios respecto a los cambios del paisaje, las incidencias del viaje o lo que acab¨¢bamos. de visitar. El sr. P., desde que el autocar partiera de Selinunte, se hab¨ªa sumergido en la lectura de, una gu¨ªa de la isla, escrita por Guy de Maupassant y que la desconcertante Camila hab¨ªa encontrado y comprado en un tenderete de bebidas y souvenirs de Segesta, en el que los integrantes del grupo se hab¨ªan detenido m¨¢s tiempo del previsto (para descansar de tantas ruinas, reivindicaron, quejosos de ver cada d¨ªa lo mismo, todo repetido, refiri¨¦ndose sin duda a las visitas al teatro griego de Taormina, al recinto arqueol¨®gico de Siracusa del d¨ªa anterior y a la de la acr¨®polis de Selinunte, aquella misma ma?ana). Fue precisamente en Segesta, al reunirse el grupo frente al templo. d¨®rico en tomo a la gu¨ªa, cuando advert¨ª algo m¨¢s que malestar entre el sr. y la sra. P.
Normalmente, los integrantes de un grupo tur¨ªstico que llegan frente a un edificio, un cuadro o cualquier obra art¨ªstica se re¨²nen apretujadamente en torno a su gu¨ªa, como si en verdad estuvieran ¨¢vidos de las explicaciones a las que dejan de atender en cuesti¨®n de minutos, imitando al primero que se le ocurra empezar a hacer fotos o a ir en busca de los lavabos. Curiosamente -as¨ª lo he observado en repetidas ocasiones-, en el momento de agruparse en torno a su cicerone, los viajeros dir¨ªanse atacados por una repentina fiebre conyugal en verdad conmovedora: las dos partes constitutivas de la pareja matrimonial se buscan entre s¨ª, con urgencia, para comparecer juntos, incluso a veces cogidos de la mano, ante el gu¨ªa de turno, al que, en tales circunstancias, cualquier observador tomar¨ªa por detentor de una autoridad m¨¢xima otorgada por los propios, fervorosos y disciplinados oyentes (incluso en aquella ocasi¨®n, en que los viajeros llevaban veinticuatro horas discutiendo el texto de la denuncia contra la gu¨ªa, en cuanto Marianna tomaba la palabra para instruirles sobre cuestiones que en el fondo nada les importaba, se transformaban en seres d¨®ciles e indefensos, carentes de cualquier tipo de iniciativa y de voluntad, que dejaban sus vidas en manos de la gu¨ªa). Volviendo a la actitud adoptada en p¨²blico por las parejas en los viajes organizados, dir¨ªase una exhibici¨®n testimonial de la esencia del matrimonio que tambi¨¦n desplegaban al buscar acomodo en la mesa, al hacer la cola para la compra de postales, o al mencionar las navidades o las vacaciones agoste?as pasadas (?te acuerdas?, o ?verdad? preguntaba uno de los dos, buscando confirmaci¨®n de la presencia del otro en un evento que, de no haber contado con la confluencia f¨ªsica de ambos c¨®nyuges, no hubiera existido nunca).De sobra conoc¨ªa yo esa actitud propia del binom¨ªo conyugal en tour tur¨ªstico, y, en cierto modo -y por repugnante que parezca y sea-, me divert¨ªa detectarla a mi alrededor, ya que guardaba mucha semejanza con la que manten¨ªa yo con mi t¨ªa abuela, y que se caracteriza por el empe?o de exhibit constantemente el papel que estamos representando -ya sea el de marido, el de esposa, el de hijo o el de amante- para hacemos perdonar lo poco que lo representamos en nuestra vida cotidiana.
Aunque no era ¨¦ste el caso del sr. y la sra. P., aquella ma?ana, al verles entre los dem¨¢s integrantes del grupo ante el templo de Segesta, me sorprendi¨® descubrirles adoptando una actitud en exceso contraria a la de la, mayo parte de los matrimonios presentes: en efecto, como era habitual en ellos, no se buscaban teatralmente para posar ante la c¨¢mara fotogr¨¢fica que ¨¦ramos el pr¨®jimo; pero, en cambio -y eso s¨ª era novedad-, dir¨ªase que rehusaban coincidir uno cerca del otro. Y, de un modo extra?amente aprehensible, se advert¨ªa que, a cada paso que ambos, daban para alejarse del mismo lugar pero en direcci¨®n contraria, se iba adelgazando, hasta alcanzar la nada, el invisible v¨ªnculo que hasta entonces les hab¨ªa unido, haciendo que la capacidad intelectiva de quien les observara captara juntos a dos individuos que la retina ve¨ªa por separado.
Record¨¦ las voces o¨ªdas la v¨ªspera, al disponerme a acostarme, en la habitaci¨®n del hotel, y que cre¨ªa procedentes del otro lado de la pared, del cuarto ocupado justamente por el sr. y la sra. P. Eran, voces cuya acritud me sorprendi¨® hasta el extremo de no conseguir imaginarlas surgiendo de aquellos dos seres en apariencia sumamente fr¨¢giles y delicados. De ah¨ª que me decidiera a salir de mi habitaci¨®n, asomarme al pasillo y ver si era posible pegar el o¨ªdo a la puerta de la habitaci¨®n contigua e intentar descifrar el motivo de la discusi¨®n. Empresa fallida la que me propon¨ªa, ya que alguien -la inevitable Camila- se me hab¨ªa adelantado, y tuve que contentarme con darle vueltas a la ¨²nica frase que pude captar desde el ba?o de m¨ª dormitorio: No ten¨ªas por qu¨¦ intervenir en el asunto diciendo que esa pelma a¨²n llevaba el anillo cuando comimos en Siracusa, despu¨¦s de visitar el recinto arqueol¨®gico.
La discusi¨®n estaba relacionada con lo que fue el segundo robo del viaje (la alianza matrimonial de la joven reci¨¦n casada), que la afectada proclam¨® ba?ada en l¨¢grimas al t¨¦rmino del almuerzo del d¨ªa antes y se empe?¨® en situar durante la visita a la fuente Aretusa (sent¨ª como un roce en la mano, ahora que lo recuerdo, y agarr¨¦ el bolso con fuerza, no se me ocurri¨® pensar en el anillo). Seg¨²n la sra. P., la joven se sac¨® el anillo en el lavabo del restaurante, para lavarse las manos, delante de Camila y de la propia sra. P., dado que las tres hab¨ªan coincidido en el servicio despu¨¦s de almorzar y antes de partir en el autocar.
La sra. P. deb¨ªa de recordar perfectamente aquel almuerzo, durante el, que a detectarse un cierto recelo, que no dejar¨ªa ya de ir en aumento hasta el final del viaje, en contra de ella y de su marido. Su negativa del d¨ªa anterior a firmar la carta denunciando la supuesta ineptitud laboral de la gu¨ªa, y el hecho de comprar
en una tienda anatematizada por el resto del grupo, actu¨® como la confirmaci¨®n de que, en efecto, ten¨ªan negocios ilegales en Sicilia, escrib¨ªan libros pornogr¨¢ficos, no estaban casados y viajaban con nombre falso. Al entrar en el comedor del restaurante observ¨¦ c¨®mo al sr. y a la sra. P. se les negaba asiento en dos mesas (en una, los padres de Camilia, con sonrisa de circunstancias, dijeron que hemos reservado estas dos sillas para unos amigos, excusa que repitieron las tres profesoras en la otra), y, antes de que les ocurriera lo mismo en una tercera, me apresur¨¦ a ofrecerles sitio en la que, r¨¢pidamente, ocup¨¦ con mi t¨ªa abuela. Camila, siempre alerta a los desplazamientos del sr. y la sra. P., se nos uni¨®, desoyendo la llamada de su madre, y recibi¨® con un saludo brusco y apenas inteligible a la pareja de reci¨¦n casados que, por llegar tarde al comedor, no tuvo m¨¢s remedio que sentarse con nosotros, en las ¨²nicas plazas que quedaban libres.
Yo dir¨ªa, si mal no recuerdo, que fue Camila quien, con sutil insidiosidad y tras escuchar con fingido inter¨¦s, las experiencias del joven reci¨¦n casado por diversos pa¨ªses latinoamericanos -donde Viajaba con frecuencia por razones laborales-, introdujo en la conversaci¨®n el tema de la desigualdad econ¨®mica entre las zonas industrializadas del norte y las sociedades rurales del sur, el problema del exceso de natalidad en el tercer mundo, etc., cumplimentando toda la lista de las consabidas cat¨¢strofes del mundo actual que, en boca de otra muchacha de su edad se hubiera podido tomar por comprensible y enternecedor inter¨¦s, pero que, en la de Camila, en extremo atenta a la furiosa reacci¨®n que tales problemas provocaban en el joven ejecutivo, resultaba algo inquietante. A juzgar por las miradas que de vez en cuando me dirig¨ªa la sra. P., creo que tambi¨¦n ella compart¨ªa conmigo la sospecha de que Camila se entregaba a su vocaci¨®n por el juego peligroso mientras, fr¨¢gil, l¨¢nguida y con gesto de ani?ada repugnancia, iba troceando la comida en el plato. Hasta que el joven reci¨¦n casado solt¨® el problema, en la mayor parte de estas zonas depauperadas del mundo africano y asi¨¢tico, lo hemos creado nosotros al llevarles, la penicinila y evitar lo que la naturaleza se encargaba perfectamente de hacer, y Camila debi¨® de dar su labor por concluida, ya que, d¨¢ndose por eclipsada, se encerr¨® en uno de esos silencios infantiles tras los que pretenden desaparecer quienes se empe?an en defenderse del exterior salvaguard¨¢ndose en su intocable inocencia, y entreg¨® el juego por ella iniciado a los mayores.
No viene a cuento referir aqu¨ª la discusi¨®n, m¨¢s bien tensa, entre la sra. P. y el joven defensor de los valores de un occidente tan amenazado por la miseria tercermundista. S¨®lo subrayar¨¦ -bajo el dictado de la memoria presente- que Camila, que hab¨ªa incitado a la batalla oral a la sra. P, pos¨® su mano en el brazo de su vecino de mesa, el sr. P., las dos ¨²nicas veces en que ¨¦ste se dispon¨ªa a tomar la palabra, y que los sensatos y sosegados alegatos de la sra. P. en defensa del derecho a la vida de los muertos de hambre del mundo entero tuvieron su efecto: por la noche, s¨®lo yo y mi t¨ªa abuela nos atrevimos a cenar con el matrimonio de antrop¨®logos: a la hora de la cena, los P. eran propagandistas de las guerrillas que atentaban contra la estabilidad del mundo occidental. Para ser m¨¢s exactos, la peligrosa es ella, que lo tiene dominado al pobre hombre, que es el que sabe. Y, en cierto modo, me alegr¨¦ por ellos: el robo de la alianza matrimonial de la joven reci¨¦n casada, hab¨ªa encendido los ¨¢nimos de los integrantes del grupo contra la gu¨ªa Marianna, a quien consideraban protegida aliada de la sra. P, por algo ser¨¢, y responsable, por negligencia y exacerbaci¨®n del sentimiento nacionalista (la gu¨ªa os¨® decir que s¨®lo cre¨ªa en la autor¨ªa isle?a de los robos perpetrados en Catania o en Palermo, y que los supuestamente ocurridos en lugares como Siracusa eran debidos a delincuencias existentes en el seno del mism¨ªsimo grupo), seg¨²n pensaban a?adir a la carta de denuncia que planeaban remitir a la empresa tur¨ªstica que ha contrado los servicios de semejante saldo.
Por supuesto, la sra. P. capt¨® el vac¨ªo creado a su alrededor al sentarse a cenar con nosotros. Y resumi¨® el acuse personal, ¨ªntimo, de ese vac¨ªo al decirme, con una sonrisa que recordare siempre como una invitaci¨®n a la est¨¦ril melancol¨ªa: Es curioso: no recuerdo un rechazo semejante, un rechazo que duele pese a proceder de aquellos con quienes no tenemos nada en com¨²n, desde los a?os del colegio.
Al d¨ªa siguiente, al verla frente al templo de Segesta, record¨¦ la observaci¨®n. La ma?ana de principios de primavera avivaba el color de las columnas con una luz dorada que dir¨ªase surgir del interior de la piedra, y arrancaba intensidad al verdor del paisaje, alterado por el resplandeciente, amarillo de las mimosas. La luz a¨²n fresca y descansada del d¨ªa brillaba azul en el aire recortando limpiamente colores y cuerpos. Me acerqu¨¦ a la sra. P. Con una sonrisa inacabada acept¨® que la rescatara de su grotesco exilio, y, juntos, nos dirigimos hacia el grupo. Le cog¨ª la ligera bolsa de viaje, en la que llevaba algunos libros; not¨¦ el contacto suave de su mano, que retuve unos segundos, y, en clara correspondencia, se cogi¨® de mi brazo.
Mientras avanz¨¢bamos hacia el grupo de viajeros que atend¨ªan ya a las explicaciones de la gu¨ªa -sin dejar de lanzarnos vigilantes miradas a la sra. P. y a m¨ª- volvi¨® a mi mente la carta de despedida de mi ex mujer: No puedo decir que me arrepienta de haberme casado contigo porque en realidad fuiste t¨² quien te casaste conmigo. De la misma manera que, antes, te acostaste conmigo -y con todas las mujeres con las que tuviste alguna relaci¨®n-: sin hacer nada, simplemente esperando. Deseng¨¢?ate, nunca has tenido nada que ver con nadie: s¨®lo has dejado que los dem¨¢s tuvieran algo que ver contigo. Eso s¨ª, hay nue reconocer que tienes un talento especial para que eso ocurra: est¨¢s ahi; en medio, en el momento oportuno.
Rememorar estas palabras me llen¨® de un malestar que se acentu¨® cuando, al reunirme con mi t¨ªa abuela y su nueva pareja de viaje -su ¨²nica contempor¨¢nea en el autocar-, miraron de reojo a la sra. P., que segu¨ªa caminando a mi lado, y una de las dos ancianas -creo que mi t¨ªa abuela-, con evidente malicia, pregunt¨® a la otra:
-?Recuerdas aquella cancioncilla de cuando ¨¦ramos jovencitas que hablaba de amor¨ªos y polichinelas ... ?
-?Con un estribillo que dec¨ªa algo as¨ª como que en manos de una mujer ... ? -se interrumpi¨® la c¨®mplice desmemoriada.
-Mu?ecos los hombres son -remat¨® Camila, a quien no hab¨ªa visto aproximarse. Y, de repente, sent¨ª un escalofr¨ªo recorri¨¦ndome todo el cuerpo.
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