Una mujer y un hombre junto a un ciruelo
A las siete de la tarde, un coche amarillo se detuvo ante la casa. Del amarillo de una furgoneta de correos francesa. Pero el coche llevaba matr¨ªcula espa?ola. El cap¨® ten¨ªa trozos de cinta adhesiva pegados. Pintados de amarillo. No del mismo amarillo exactamente. No obstante, el coche estaba aparcado donde nunca hab¨ªa aparcado un coche anteriormente. Era un lugar en el que se pod¨ªa hacerlo. No obstru¨ªa nada. Pero nadie hab¨ªa visto ese sitio antes.La conductora llevaba vaqueros y una polvorienta camisa negra con botones blancos. Ven¨ªa de Galicia.
S¨®lo la hab¨ªa visto una vez en mi vida. En Madrid, durante cinco minutos. Estaba all¨ª haciendo una lectura p¨²blica y despu¨¦s, esta mujer, de unos treinta a?os, se me acerc¨® y me entreg¨® un rollo de papel marr¨®n. Es un regalo para usted. Lo desenroll¨¦ y vi un dibujo. Dijo que se ganaba la vida restaurando frescos en las iglesias. Cuando algo est¨¢ cubierto de yeso y lo metes en agua, el blanco desaparece y reaparece su color natural. Pero a menudo, cuando se seca, se ve un poco blanquecino. Le puede ocurrir incluso a las u?as. Cuando la mujer dijo que restauraba frescos, cre¨ª ver un poco de este color blancuzco en sus ropas, en el dorso de sus manos. Antes de que pudiera preguntarle nada m¨¢s, hab¨ªa desaparecido.
M¨¢s tarde mir¨¦ el dibujo. Ten¨ªa algo que ver con el mundo de los peces. Quer¨ªa darle las gracias, pero no hab¨ªa entendido su nombre y la firma del dibujo era dif¨ªcil de descifrar. El nombre empezaba por M y el apellido creo que por C.
Ahora esta desconocida restauradora de frescos hab¨ªa llegado inesperadamente. Me enter¨¦ de su nombre. Hablamos de esto y de lo otro: de Galicia, de los campesinos, de Paul Klee, de la exposici¨®n Documenta de Kassel. Parece que no hablamos de nada. Si hab¨ªa venido, no hab¨ªa sido realmente para hablar.
Lleg¨® como uno de sus dibujos sobre el mundo de los peces, o quiz¨¢ sobre el mundo de los animales. Vive con animales. Ciertos animales. Conoce sus secretos, que no son secretos para ellos, sino secretos para nosotros. Dudo que eligiera los animales con los que vive; creo que ellos la eligieron a ella. Lo que ser¨ªa normal, pues son ellos los que viven con ella. La habitan. Invisibles, estaban sentados a la mesa en su interior. Vive con ellos del mismo modo que vive con sus ri?ones, su es¨®fago, su ves¨ªcula biliar. Si la diseccionaran en una mesa de operaciones, sus animales ya no estar¨ªan all¨ª, igual que cuando se talan los ¨¢rboles de un bosque los le?adores jam¨¢s encuentran jabal¨ªes ni zorros ni p¨¢jaros carpinteros.
Sus animales vienen y van, y ella es consciente de cada partida y de cada nueva llegada. Producen irritaci¨®n, provocan impulsos y, especialmente, le ense?an trucos, los suyos. Los trucos se realizan en ella, bajo su piel. Esto es lo que yo pensaba mientras nos mir¨¢bamos por encima de la mesa.
?Qu¨¦ animales? Si se le preguntara, ellos nunca le permitir¨ªan contestar. Todos los animales, excepto el hombre, son cautelosos. As¨ª que nunca permitir¨ªan una catalogaci¨®n. Y ella respeta la cautela de los animales. Incluso la imita, eso lo pod¨ªa percibir mientras le miraba los dedos.
All¨ª estaba sentada, con su camisa negra, bebiendo caf¨¦. Su pelo estaba reci¨¦n lavado, pero probablemente no hab¨ªa ido a una peluquer¨ªa en a?os. En otra, vida, pero con el mismo aspecto f¨ªsico, podr¨ªa haber cuidado (o robado) caballos, una figura desapareciendo en el borde de un bosque, montada a caballo y llevando otro de las riendas. Era delgada y nerviosa, como los que viven cerca de los caballos. Pero en su vida actual hac¨ªa dibujos misteriosos en papel de fabricaci¨®n casera, restauraba frescos y los animales que estaban m¨¢s pr¨®ximos a ella no pertenec¨ªan a la familia equina.
Esta vez quiz¨¢ era la familia de los must¨¦lidos. La nutria, con su cola negra, o el armi?o, agudo y t¨ªmido, que te conducen a donde nunca has estado. Animales que viven, no juegan, al escondite, y que pueden morder dos orejas al mismo tiempo por lo r¨¢pidos que son, y cuyos vientres son blancos y apreciados por los jueces, y que han aprendido de la serpiente a ondular sus cuerpos cuando aceleran, se ba?an, se encorvan, desaparecen.
Cenamos. Fuera empez¨® a llover, con fuerza. Insistimos en que se quedara a dormir. Le mostr¨¦ d¨®nde se pod¨ªa lavar y dormir. Se par¨® ante un dibujo enmarcado en la pared de la cocina y lo mir¨®. No lo mir¨® fijamente. Simplemente mir¨® el dibujo de unas figuras con algunas palabras a su alrededor. Las palabras eran una cita de Eum¨ªnides sobre las Furias exigiendo venganza, y otra del Evangelio seg¨²n san Juan: "... mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro coraz¨®n ni se acobarde".
No dijo nada ni hizo ning¨²n gesto. Ten¨ªa la cara vuelta. Su cuerpo anunciaba simplemente que estaba familiarizada con esas palabras. Su cuerpo no hizo ning¨²n movimiento. Ning¨²n gesto. S¨®lo una retirada que podr¨ªa confundirse con insolencia.
Llovi¨® durante toda la noche. A la ma?ana siguiente dijo que ten¨ªa que ponerse en camino a Kassel. Antes d¨¦ marcharse, ?pod¨ªa hacer una foto?
Est¨¢bamos tomando caf¨¦ en la cocina.
?Vio mi c¨¢mara?, pregunt¨®.
No.
?No la vio anoche?
Se?al¨® con la cabeza hacia su mochila que estaba en el suelo, cerca de la puerta. Detr¨¢s de la mochila hab¨ªa una caja que ciertamente hab¨ªa visto debido a su color plateado. Del tama?o aproximado de una caja de herramientas. Ten¨ªa zonas reparadas con cinta aislante negra. No me hab¨ªa preguntado qu¨¦ llevar¨ªa en ella. Quiz¨¢ pinturas. O manzanas. O sandalias y loci¨®n bronceadora.
?Como la c¨¢mara original -dijo-, como la primera! Y me dio la caja. No pesaba nada. Los laterales estaban hechos de madera contrachapada.
No hay suficiente luz aqu¨ª, dijo, salgamos al exterior.
Fuimos hasta los ciruelos, donde hay una mesa sobre ¨¦l c¨¦sped, y all¨ª mir¨® al cielo, todav¨ªa nublado. Entre dos minutos y tres, calcul¨¦ en voz alta, y puso la caja cuidadosamente en el borde de la mesa. En el centro de uno de sus lados alargados hab¨ªa una tirita blanca rectangular, como la que te pones en una peque?a ampolla o quemadura. Esta tirita estaba enmarcada por cinta aislante negra. Con dedos cautelosos retir¨® la tirita y dej¨® al descubierto una abertura, un agujero. Entonces me cogi¨® la mano.
Los dos nos quedamos de pie mirando a la c¨¢mara. Nos movimos, por supuesto, pero no m¨¢s que los ciruelos al viento. Los minutos pasaron. Mientras est¨¢bamos all¨ª, reflejamos la luz, y lo que reflejamos pas¨® por el agujero negro hasta la c¨¢mara oscura.
Ser¨¢ nuestra, dijo, y esperamos expectantes.
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