ANTONIO MU?OZ MOLINA Una presencia de Lisboa
Da igual que miremos un cuadro o una pel¨ªcula, que leamos una novela o un poema, que escuchemos una r¨¢pida canci¨®n de los a?os treinta o un pasaje. largo y demorado de una sinfon¨ªa: lo que exigimos siempre, aunque no nos demos cuenta, lo que se nos vuelve tan valioso cuando lo encontramos, es una sensaci¨®n, una certidumbre de presencia, la presencia de alguien, un rastro humano como la huella de una pisada o de una mano en la arcilla de una cueva prehist¨®rica. Buscamos una presencia, una presencia real, para usar la expresi¨®n de George Steiner, y la palabra tiene un doble sentido misterioso y exacto, porque es presencia de alguien y cualidad de presente temporal.Quiero pensar en un cuadro que me guste mucho, el primero que se me venga a la imaginaci¨®n, el Jovellanos de Goya que hay en el Prado. Lo que hace que no me canse nunca de mirar ese cuadro y que siempre me despierte una misma intensidad de emoci¨®n es un sentimiento radical de presencia: la presencia del Jovellanos reflexivo y pesaroso que me mira ahora mismo, justo en la ma?ana de octubre de 1995 en que voy al museo, con una pesadumbre abatida y, sin embargo, compasiva, como deb¨ªa de mirar a Goya en los d¨ªas de hace m¨¢s de doscientos a?os en que pos¨® para ¨¦l; pero tambi¨¦n la presencia de la mirada de Goya, de su arte de pintar, de su delicadeza personal y su rabia espa?ola, y a la vez presencia material del lienzo y del ¨®leo, de los barnices, de los ¨®xidos que le ha ido agregando el tiempo.
Lo que se dec¨ªa de los fantasmas en los relatos de mi infancia no era que se aparec¨ªan, sino que se presentaban. El Prado es una galer¨ªa de presencias, y tambi¨¦n lo son nuestras colecciones de pel¨ªculas, de discos y d¨¦ libros, a diferencia de nuestros recuerdos personales, que suelen ser cat¨¢logos de ausencias. Hace unos d¨ªas, queriendo introducir alguna variaci¨®n en el mon¨®tono rancho visual de Spielberg y de Disney del que se nutren ahora las imaginaciones de los ni?os, les puse a mis hijos la incomparable Matar a un ruise?or, de Robert Mulligan, y as¨ª pude asistir con ellos a la presencia digna y sobrecogedora del abogado Atticus Finch, que es el mejor padre que uno puede concebir, y que conten¨ªa tambi¨¦n la presencia de Gregory Peck cuando interpret¨® a ese personaje, sabiendo, como declar¨® luego, que aqu¨¦l era el mejor papel de su vida, la presencia m¨¢s imborrable que alcanzar¨ªa en el cine
Uno de los ¨²ltimos relatos que escribi¨® Juan Carlos Onetti se titula Presencia, que es el nombre de una revista de exiliados rioplatenses en Europa, una revista pobre y residual hecha para afirmar las presencias de quienes estaban siendo borrados por la muerte y el destierro en los peores a?os de las dictaduras militares de Am¨¦rica. Diciendo esa palabra, presencia, Onetti conjuraba en su refugio de Madrid las ausencias innumerables de los desaparecidos y los asesinados, su propia ausencia de su pa¨ªs y del mundo. Pero todos los cuentos y las novelas de Onetti est¨¢n poblados de presencias tan firmes como las de los mejores cuadros y pel¨ªculas, y a Juan Mar¨ªa Brausen, al doctor D¨ªaz Grey o al proxeneta desinteresado Larsen se les descubre muy pronto una presencia desolada y sedentaria de personajes de Edward Hopper, de figuras n¨ªtidas del cine y voces de poes¨ªa. Su ciudad inventada, Santa Mana, se nos presenta delante de los ojos con una luz de pel¨ªcula en blanco y negro, con una grisura h¨²meda de luz de Lucien Freud. Luego, uno viaja a Montevideo y descubre que esa luz tan literaria de Onetti es como una emulsi¨®n fotogr¨¢fica de la presencia de su ciudad.
La primera vez que yo pase¨¦ por Montevideo me acord¨¦ de Lisboa. Ahora, leyendo la novela que m¨¢s me ha subyugado, en los ¨²ltimos meses, Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, he encontrado un regusto onettiano, he visto sugeridas algunas presencias de lugares y de personas en las que reconozco la mejor ciudadan¨ªa de la literatura. Sostiene Pereira es una novela que tiene algo de rec¨®ndita, una superficie de narraci¨®n mon¨®t9na y menor, ajustada a la vida de su protagonista, ese Pereira del que se nos cuenta lo que ¨¦l a su vez le est¨¢ contando a alguien, no sabemos qui¨¦n, ni por qu¨¦; ni siquiera d¨®nde, porque la historia, tan ce?ida en sus fechas y en sus escenarios -Lisboa, el final del verano de 1938- tiene tambi¨¦n zonas es fumadas de incertidumbre. Pero desde la primera p¨¢gina, desde las pr¨ªm¨¦ra's7 l¨ªneas, lo que nos surge delante es una presencia, una, presencia viva y completa, con sus costumbres y sus pensamientos, con sus itinerarios cotidianos y sus modestas usuras personales, un hombre gordo, cat¨®lico, solitario y viudo que pasa el d¨ªa en una peque?a oficina y acude a casas de comidas en las que podr¨ªa encontrarse. con otra de las presencias elusivas de Lisboa, con Bernardo Soares o con el fantasma de Fernando Pessoa.
En el ep¨ªlogo del libro, Tabucchi viene a decir que Pereira le impuso su presencia de ese modo en que se imponen tan s¨®lo algunos personajes, los que parecen haber llegado a existir sin nuestro consentimiento. Pereira declara y sostiene' cosas, sube jadeando las cuestas de Lisboa, come tortillas a las finas hierbas, bebe constantes limonadas con' mucha az¨²car, y poco a poco, justo en ese tiempo de horror de 1938, cuando la Rep¨²blica espa?ola ha perdido la batalla del Ebro y cuando el cretinismo criminal de las democracias europeas ha sacrificado Checoslovaquia a Hitler, Pereira, que no es nadie ni tiene grandes convicciones, que vive una vida marginal en un peque?o pa¨ªs al costado de Europa, va. alcanzando una dignidad secreta, un apacible hero¨ªsmo pol¨ªtico que es como una disidencia infinitesimal en la gran conspiraci¨®n de ojos cerrados ante, la barbarie que ensombrec¨ªa el mundo. Hechizado por la presencia de Pereira como por una de esas apariciones en las que cre¨ªa Pessoa, Tabucchi cuenta que escribi¨® el libro en dos meses, en un rapto de trabajo y felicidad. Yo empec¨¦ a leerlo a primera hora de la tarde y se me hizo de noche mientras lo terminaba. Pero ahora no pienso en ¨¦l como en una novela que he le¨ªdo, o que me gustar¨ªa haber escrito. De lo que me acuerdo es de una presencia. Reconocer¨ªa a Pereira si me cruzara con ¨¦l por una calle de Lisboa.
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