Los jerifaltes de hoga?o
El presidente Gonz¨¢lez, como nadie pod¨ªa dudar, se presentar¨¢. Aznar nunca ha dejado resquicio a la duda: se presentar¨¢ tambi¨¦n. Probablemente ambas cosas no son s¨®lo inevitables, sino deseables, y la permanencia en primera l¨ªnea de la pol¨ªtica activa del presidente Gonz¨¢lez, sea para ganar y gobernar, sea para coligarse, sea, incluso, para dirigir la oposici¨®n, es garant¨ªa de estabilidad.Pero m¨¢s all¨¢ de los aciertos de fondo que configuran la historia, aunque quienes la hacen no lo sepan del todo, lo que es m¨¢s que penoso es la reducci¨®n de la confrontaci¨®n pol¨ªtica espa?ola a la competencia de dos personas o, a lo m¨¢s, de seis.
Es bien sabido que dicha personalizaci¨®n es una tendencia de la democracia moderna y, hace a?os, el sugestivo Duverger escribi¨® un libro titulado Las monarqu¨ªas republicanas, puesto que pocos reyes del Antiguo R¨¦gimen fueron tan monarcas como el presidente de los Estados Unidos, el primer ministro brit¨¢nico o el canciller alem¨¢n, por no citar otros casos.
Es l¨®gico, por tanto, que la joven democracia espa?ola no se haya substra¨ªdo a esta tendencia. Pero, una vez m¨¢s, en Espa?a las cosas se llevan a su extremo y la inevitable personalizaci¨®n del poder alcanza al sur de los Pirineos sus cotas m¨¢s altas.
Un r¨¦gimen de partidos que monopolizan la vida p¨²blica de manera exclusiva y excluyente; un sistema electoral en que la representaci¨®n ascendente se diluye en la confianza descendente, puesto que es el l¨ªder quien nombra a los parlamentarios; un r¨¦gimen interno de los partidos en que el carisma sustituye a procedimientos m¨¢s racionales de selecci¨®n y direcci¨®n, hace de tales fuerzas, grandes s¨¦quitos de dirigentes ejemplares. Lo que Panebianco denomina "partidos carism¨¢ticos". De la partitocracia en el Estado se pasa, as¨ª, al caudillismo en los partidos.
Sin embargo no hemos llegado todav¨ªa, o al menos no en todas las latitudes pol¨ªticas del espectro espa?ol, a las formas m¨¢s patol¨®gicas de la personalizaci¨®n. Tal es el caso cuando, por raz¨®n biol¨®gica, el dirigente carism¨¢tico es sustituido por el dirigente burocr¨¢tico. Una burocracia que no siempre es dominaci¨®n gracias al saber sino, nada m¨¢s y nada menos, que gracias al poder de las finanzas, los tel¨¦fonos y las listas electorales. Un liderazgo privado de cualquier nota de ejemplaridad, pero no menos personalista, excluyente y autoritario que los liderazgos carism¨¢ticos primitivos.
Semejante sistema tiene la ventaja de la estabilidad y la simplicidad y el inconveniente de la absoluta rigidez. La contienda pol¨ªtica se reduce a la psicolog¨ªa de unas cuantas personalidades, el discurso pol¨ªtico se convierte en el mon¨®logo sobre sus estados de ¨¢nimo y la dial¨¦ctica inherente al pluralismo democr¨¢tico, en sus fobias y filias personales.
La sociedad espa?ola es excesivamente plural, rica y compleja, para que su representaci¨®n pueda reducirse a no llega media docena de liderazgos carism¨¢ticos, llamados inevitablemente a ser sustituidos por otros tantos liderazgos burocr¨¢ticos.
Es indiscutible que la f¨®rmula se encuentra firmemente asentada en la mala educaci¨®n pol¨ªtica de los espa?oles y la inercia de los fautores de la opini¨®n p¨²blica, que fomentan en vez de corregir, las malas tendencias de la democracia de masas y medios. Por eso el sistema puede durar. Pero no indefinidamente, porque es demasiado estrecho e inflexible. Y tarde o temprano, quebrar¨¢. Tal vez no en t¨¦rminos biogr¨¢ficos, pero s¨ª, y eso es lo importante, en t¨¦rminos hist¨®ricos. Ser¨ªa prueba de responsabilidad de los dirigentes pol¨ªticos de hoy, mediante la reforma del sistema electoral, la democratizaci¨®n interna de los partidos -algo distinto a incrementar el n¨²mero de las adhesiones- y, en una palabra, la aceptaci¨®n de la realidad social, facilitar la r¨¢pida y suave transici¨®n del personalismo fundacional a sistemas m¨¢s plurales, participativos y racionales.
Si lo hicieran, habr¨ªan prestado un grande ?tal vez ¨²ltimo! servicio a la democracia espa?ola. Si no lo hacen, la realidad lo har¨¢, imponi¨¦ndose con la fuerza imperativa de sus hechos, lo cual no es siempre el mejor y m¨¢s pac¨ªfico medio de hacer la historia.
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