Placeres de la necrofilia
Probablemente Argentina sea el ¨²nico pa¨ªs en el mundo con las reservas de hero¨ªsmo, masoquismo o insensatez necesarias para que, en pleno verano, bajo temperaturas saharianas, acuda gente al teatro, a asarse viva, oyendo conferencias sobre liberalismo. Lo s¨¦ porque yo era el demente que las daba, ba?ado en sudor ¨¢cido, resistiendo la taquicardia y el vah¨ªdo, en Rosario, Buenos Aires, Tucum¨¢n y Mendoza, en el curso de esta ¨²ltima semana irreal, mientras los diarios anunciaban con incomprensible aire de triunfo que se bat¨ªan las marcas de calor de todo el siglo (cuarenta y cinco grados a la sombra).Me acompa?aba el infatigable Gerardo Bongiovanni, un idealista rosarino convencido de que, cuando se trata de propagar la cultura de la libertad, todo sacrificio es poco, aun si ello supone el brasero, las parrillas o la pira, s¨ªmiles insuficientes para retratar los fuegos de este verano austral. Adem¨¢s de charlas, mesas redondas, seminarios, di¨¢logos, se las arreglaba para organizar desmedidos asados que hubieran desesperado a los vegetarianos, pero que, a m¨ª, carn¨ªvoro contumaz, desagraviaban de las ascuas solares y resucitaban. Una tarde que naveg¨¢bamos por el ancho Paran¨¢, me sugiri¨® que en vez de reincidir en mis conferencias en aquello de "coger al toro por los cuernos" suprimiese al testado o al verbo, pues, en el contexto ling¨¹¨ªstico argentino, la alegor¨ªa resultaba t¨¦cnicamente absurda y de un impudor sangriento. Mi instinto me dice que el humor de Gerardo estuvo detr¨¢s de esos, caballeros que, a la hora de las preguntas, emerg¨ªan de los auditorios calurosos a inquirir, con aire c¨¢ndido, si yo tambi¨¦n pensaba, como el Pedro Camacho de La t¨ªa Julia y el escribidor, "que los argentinos ten¨ªan, una predisposici¨®n irreprimible al infanticidio y el canibalismo".
Pero, quiz¨¢s, nada contribuy¨® tanto a la sensaci¨®n d¨¦ irrealidad, estos siete d¨ªas, como la novela que iba leyendo, a salto de mata, en todos los resquicios de tiempo disponible, mientras tomaba autos y aviones y cambiaba de hoteles y ciudades y mi vida se columpiaba entre la hidropes¨ªa y la deshidrataci¨®n: Santa Evita, de Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez. Encarezco a los lectores a que, sin vacilar, se zambullan en ella y descubran, como yo, los placeres (literarios) de la necrofilia.
Conoc¨ª a su autor a mediados de los. sesenta, en mi primer viaje a Buenos Aires, cuando ¨¦l era periodista estrella del semanario Primera Plana. Hablaba con las erres arrastradas y el alegre deje de los tucumanos, le hab¨ªa besado la mano en p¨²blico a Lanza del Vasto y se dec¨ªa de ¨¦l que, pese a su juventud, como en el verso de Neruda, se casaba de vez en cuando, siempre con modelos bell¨ªsimas.Desde entonces me lo he encontrado muchas veces por el mundo -en Venezuela, donde estuvo exiliado en la ¨¦poca del r¨¦gimen militar de su pa¨ªs, en, el Par¨ªs de los alborotos sesentayochescos, en el Londres de los hippies- y la ¨²ltima vez en el pueblo m¨¢s feo del Estado m¨¢s feo de Estados Unidos -New Brunswick, New Jersey- donde ense?aba en la Universidad de Rudgers, y, adem¨¢s, dirig¨ªa por fax, desde su casa. situada en un barrio de familias jud¨ªas ultraortodoxas, el suplemento literario del diario Clar¨ªn, de Buenos Aires. Con semejante prontuario no es de extra?ar que Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez sea capaz de cualquier cosa, incluida la haza?a de perpetrar una novela maestra.
Como todo puede ser novela, Santa Evita lo es tambi¨¦n, pero siendo, al mismo tiempo, una biograf¨ªa, un mural sociopol¨ªtico, un reportaje, un document¨® hist¨®rico, una fantas¨ªa hist¨¦rica, una carcajada surrealista y un radioteatro tierno y conmovedor. Tiene la ambici¨®n deicida que impulsa los grandes proyectos narrativos, y hay en ella, debajo de los alardes imaginativos y arrebatos l¨ªricos, un trabajo de hormiga, una pesquisa llevada a cabo con tenacidad de sabueso y una destreza consumada para disponer el riqu¨ªsimo material en una estructura novelesca que aproveche hasta sus ¨²ltimos jugos las posibilidades de la an¨¦cdota. Como ocurre con las ficciones logradas, el libro resulta distinto de lo que parece y, sin duda, de lo que su autor se propuso que fuera.
Lo que el libro parece es una historia del cad¨¢ver de Eva Per¨®n desde que el ilustre viudo, apenas escapado el ¨²ltimo suspiro del cuerpo de la esposa, lo puso en manos de un embalsamador espa?ol -el doctor Ara- para que lo eternizara, hasta que, luego de errar por dos continentes y varios pa¨ªses y protagonizar peripat¨¦ticas, rocambolescas aventuras -fue copiado, reverenciado, mutilado, divinizado, acariciado, profanado, escondido en ambulancias, cines, buhardillas- refugios militares, sentinas de barcos- hasta que, por fin, m¨¢s de dos d¨¦cadas despu¨¦s, alcanz¨® a ser sepultado, como un personaje de Garc¨ªa M¨¢rquez, en el cementerio de la Recoleta Buenos Aires, bajo m¨¢s toneladas de acero y cemento armado que las que compactan, los refugios at¨®micos.
Trenzada a esta historia, hay otra, la de Evita viva, desde su nacimiento provinciano y bastardo, en Jun¨ªn, hasta su epifan¨ªa pol¨ªtica y su muerte gloriosa, 33 a?os m¨¢s tarde, con media Argentina a sus pies, luego de. una vida truculenta y dificil¨ªsima, como actriz de reparto, en radios y teatros de segunda, mariposa nocturna y protegida de gente de la far¨¢ndula. A partir del encuentro con Per¨®n, en un momento crucial de la carrera pol¨ªtica de ¨¦ste, esa vida cambia de rumbo y se agiganta, hasta convertirse en un factor central, adem¨¢s de s¨ªmbolo, de esa bendici¨®n o cat¨¢strofe hist¨®rica (depende desde qu¨¦ perspectiva se juzgue) llamada peronismo, en la que Argentina sigue todav¨ªa atrapada. Esta historia ha sido contada muchas veces, con admiraci¨®n o con desprecio, por los devotos y adversarios pol¨ªticos de Evita, pero en la novela parece diferente, in¨¦dita, por los matices y ambig¨¹edades que le a?aden las otras historias dentro de las que viene disuelta.
Porque, adem¨¢s de las que he mencionado -la de Eva Per¨®n viva y la de Eva Per¨®n muerta-, hay dos historias m¨¢s, en este libro poli¨¦drico: la del pu?ado de militares vinculados al Servicio de Inteligencia del Ej¨¦rcito, a quienes el r¨¦gimen militar que derrib¨® a Per¨®n encarg¨® poner el cad¨¢ver embalsamado de Evita a salvo de las masas justicialistas que quer¨ªan rescatarlo, y la del propio autor (un personaje emboscado bajo el ap¨®crifo seud¨®nimo de Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez) en trance de escribir Santa Evita. A estas dos ¨²ltimas debe la novela sus p¨¢ginas m¨¢s imaginativas e ins¨®litas y su mejor personaje, un neur¨®tico digno de figurar en las historias anarquistas de Conrad o en las intrigas cat¨®lico-pol¨ªtico-policiacas de Graham Greene: el coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, te¨®rico y pr¨¢ctico de la Seguridad, estratega del rumor c¨®mo pilar del Estado, verdugo y v¨ªctima del cuerpo insepulto de Evita, que hace de ¨¦l un alcoh¨®lico, un paranoico tenebroso, un fetichista, un amante necrofilico, una piltrafa humana y un loco.
No es la menor de las artima?as de Santa Evita hacemos creer que est¨¦ personaje existi¨®, o, mejor dicho, que el Moori Koenig que existi¨® era como la novela lo pinta. Esto es tan falso, por supuesto, como imaginar que la Eva Per¨®n de carne y hueso, o la embalsamada, o el sobreexcitado o sobredeprimido escribidor que con el nombre de Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez se entromete en la historia para retratarse escribi¨¦ndola, son una transcripci¨®n, un reflejo, una, verdad. No: son un embauco, una mentira, una ficci¨®n. Han sido sutilmente despojados de su realidad, manipulados con la destreza morbosa con que el doctor Ara -otra maravilla de invenci¨®n- sac¨® el cuerpo de Evita del tiempo impuro de la corrosi¨®n y lo traslad¨® al impoluto de la fantas¨ªa, y transformados en personajes literarios, es decir, en fantasmas, mitos, embelecos o hechizos que trascienden a sus modelos reales y habitan ese universo soberano, opuesto al de la Historia, que es el de la ficci¨®n.
El poder de persuasi¨®n de una novela que produce estas prestidigitaciones reside en lo funcional de su construcci¨®n y lo hechicero de su escritura. El orden con que est¨¢ organizada Santa Evita es asim¨¦trico, laber¨ªntico y muy eficaz; tambi¨¦n lo es su lenguaje, dominio en que el autor ha arriesgado mucho y ha estado varias veces a punto de romperse la crisma. Ese abismo por cuyas orillas anduvo al elegir las palabras con que la cont¨®, al frasearla y musicalizarla, es el fascinante y peligros¨ªsimo de la cursiler¨ªa. En la novela los m¨²sicos no interpretan sino "enturbian" el Verano de Vivaldi, "desmigajan" el Ave Mar¨ªa de Schubert, los pacientes no son sometidos a sino que "afrontan cirug¨ªas consecutivas", y un guionista describe el rugido de una multitud con estas efusiones ret¨®ricas: "El incontinente 'ahora' despliega sus alas de murci¨¦lago, de mariposa, de nomeolvides. Zumban los '?ahora!' de los ganados y las mieses; nada detiene su frenes¨ª, su lanza, su eco de fuego". Y, para describir un d¨ªa sin sol y con fr¨ªo, el narrador estampa esta locura futurista: "Por las calles desiertas se desperezaban las ovejas de la neblina y se las o¨ªa balar dentro de los huesos" (por alegor¨ªas menos pastoriles llam¨® D.'Annunzio a Marinetti "poeta cretino con rel¨¢mpagos de imbecilidad").
Ahora bien, si separadas de su contexto ¨¦stas y otras frases similares dan escalofr¨ªos, dentro de ¨¦l son insustituibles y funcionan a la perfecci¨®n, como ocurre con ciertas cursiler¨ªas geniales de Garc¨ªa M¨¢rquez o Manuel Puig. Tengo la certeza de que, narrada con una lengua m¨¢s sobria, menos pirot¨¦cnica, sin los excesos sensibleros, las insolencias melodram¨¢ticas, las met¨¢foras modernistas y los chantajes sentimentales al lector, esta historia truculenta y terrible ser¨ªa imposible de creer, quedar¨ªa aniquilada a cada p¨¢gina por las defensas cr¨ªticas del lector. Ella resulta cre¨ªble -en verdad, conmovedora e inquietante- por la soberbia adecuaci¨®n del continente al contenido, pues su autor ha encontrado el preciso matiz de distorsi¨®n verbal y est¨¦tica necesario para referir una peripecia que, aunque congrega todos los excesos del disparate, el absurdo, la extravagancia y la estupidez, resuella por todos sus poros una profunda humanidad.
La magia de las buenas novelas soborna a sus lectores, les hace tragar gato por liebre y los corrompe a su capricho. Confieso que ¨¦sta lo consigui¨® domingo, que soy baqueano viejo en lo que se refiere a no sucumbir f¨¢cilmente a las trampas de la ficci¨®n. Santa Evita me derrot¨® desde la primera p¨¢gina y cre¨ª, me emocion¨¦, sufr¨ª, goc¨¦ y, en el curso de la lectura, contraje vicios nefandos y traicion¨¦ mis m¨¢s caros principios liberales, esos mismos que iba explicando esta semana, entre las llamas y la lava del verano, a los amigos rosarinos, porte?os, tucumanos y mendocinos. Yo, que detesto con toda mi alma a los caudillos y a los hombres fuertes y, m¨¢s que a ellos todav¨ªa, a sus s¨¦quitos y a las bovinas muchedumbres que encandilan, me descubr¨ª de pronto, en la madrugada ardiente de mi cuarto con columnas d¨®ricas -s¨ª, con columnas d¨®ricas- del Gran Hotel Tucum¨¢n, deseando que Evita resucitara y retomara a la Casa Rosada a hacer la revoluci¨®n peronista regalando casas, trajes de novia y dentaduras postizas por doquier, y, en Mendoza, en las tinieblas de ese hotel Plaza con semblante de templo mas¨®nico, fantaseando -?horror de horrores!- que, despu¨¦s de todo, ?por qu¨¦ un cad¨¢ver exquisito -luego de inmortalizado, embellecido y purificado por las artes de ese novio de la muerte, el doctor Ara- no pod¨ªa ser deseable? Cuando una ficci¨®n es capaz de inducir a un mortal de firmes principios y austeras costumbres a esos excesos, no hay la menor duda: ella debe ser prohibida (como hizo la Inquisici¨®n con todas las novelas en los siglos coloniales por considerar el g¨¦nero de extremada peligrosidad p¨²blica) o le¨ªda sin p¨¦rdida de tiempo.
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