El precio de la seducci¨®n
Bien sab¨ªa yo al escribir Unos y otras (25 de noviembre) que no las tendr¨ªa todas conmigo: seguramente ni las razones ni las lectoras iban a estar en masa de mi lado. Luego ha sucedido que ni siquiera mi querido Fernando Savater (... Y pasa lo que pasa, 9 de diciembre) se ha privado de darme un tir¨®n de orejas. Pero que sean bienvenidos ¨¦l y su rega?ina si de este modo algunos hablamos en p¨²blico de lo que la convenci¨®n ordena callar hasta en la intimidad.Algo deb¨ª de hacer mal en mi art¨ªculo cuando una persona de la perspicacia de Savater lo ha entendido de manera tan sesgada. Seg¨²n el resumen que ofrece, se dir¨ªa que era mi prop¨®sito descargar en parte la responsabilidad de la agresi¨®n sexual sobre sus propias v¨ªctimas. Dios me libre. Yo condenaba sin paliativos la violaci¨®n como conducta patol¨®gica y criminal, descartaba toda provocaci¨®n deliberada en su desencadenamiento..., pero (y ¨¦ste fue el brinco al parecer excesivo, mea culpa) prefer¨ªa preguntarme por "la calidad de nuestras relaciones sexuales de cada d¨ªa" con vistas a "alcanzar v¨ªnculos m¨¢s humanos entre los sexos". Claro que la ley en este punto y en todos ha de salvaguardar las libertades individuales, como me recuerda Savater. Pero el ideal de autonom¨ªa no se agota en la libertad de elecci¨®n ni en la civil. Por eso agregaba que, m¨¢s all¨¢ de las barreras legales contra el delito, el ejercicio de nuestro erotismo merece una reflexi¨®n moral que no se contente con lo tenido por normal o por legal ni se limite a repudiar o bendecir la doctrina de un obispo o la opini¨®n de un fiscal.
As¨ª que insist¨ªa, e insisto, en preguntarme por "Ia patolog¨ªa posible de esa presunta normalidad", en concreto de esa femenina coqueter¨ªa provocativa (as¨ª la llama Simmel) que se practica con bastante m¨¢s fervor que conciencia cr¨ªtica. Mejor dicho, como si ante tal fen¨®meno no hubiera derecho alguno al pensamiento libre y s¨ª s¨®lo un oscuro deber de complicidad. Porque, es verdad, entonces pasa lo que pasa. Y lo que pasa no suele ser la violencia sexual, que tiene causas distintas, sino otros riesgos m¨¢s comunes: desde la sumisi¨®n femenina a su papel secular hasta la falsificada comunicaci¨®n entre unos y otras.
La seducci¨®n, esa ambig¨¹edad del "s¨ª pero no", del avance y retroceso, esa "estrategia de las apariencias... ", por ah¨ª anda el problema y la ra¨ªz de nuestra amistosa discrepancia. Nada me cuesta, confesar mi torpeza en este juego ni m¨ª contenida decepci¨®n cada vez que uno se siente llamado y resulta no ser el elegido. Pero creo que no me anima aqu¨ª un af¨¢n imposible de hacer inequ¨ªvoco lo que por naturaleza, as¨ª parece, es equ¨ªvoco. A fin de no equivocamos todos, eso s¨ª, nos interesa al menos hablar inequ¨ªvocamente de lo equ¨ªvoco. Aceptemos entonces que, para merecer tal nombre, el disimulo debe disimularse; ?tambi¨¦n ha de quedar disimulado ante el mismo simulador? La seductora no puede revelar su secreto al seducido en mitad de su faena, de acuerdo; pero ?ni siquiera se lo contar¨¢ a si misma? Pues en tal caso es de temer que sea ella la primera seducida por sus propios encantos y enga?ada con sus mismos ardides. No a la coqueter¨ªa, sino a la, que se ignora o finge ignorarse, llamaba yo mentira y farsa.
Es que el juego resulta demasiado serio como para dejarlo a la inconsciencia de los jugadores. Si ¨¦stos no dominan su sentido (es decir, si el juego juega con ellos), tan ambivalente es la seducci¨®n como sus resultados, lo mismo puede arrojar ganancias que p¨¦rdidas. De ah¨ª que el problema no est¨¦ en la seducci¨®n misma, sino en el qu¨¦ y el c¨®mo de ella. No es igual de valiosa su forma descocada, la que dispara nuestros resortes m¨¢s seguros por elementales, que la que acierta a poner en juego tambi¨¦n ¨¢reas m¨¢s amplias de la personalidad. Mientras la primera puede f¨¢cilmente degradarnos, la segunda nos eleva porque solicita nuestra libertad... Pero ¨¦stas son hoy tristes palabras de aguafiestas. Ya. digo que una especie de conspiraci¨®n de silencio prohibe entrara valorar el grado de humanidad real alcanzado por el intercambio m¨¢s b¨¢sico y decisivo de nuestra vida.
Y a mantener el misterio concurren hoy varios factores. Pongamos en primer t¨¦rmino ese vago malestar del var¨®n ilustrado, culpable ya de prepotencia por venir al mundo en esta llamada cultura patriarcal, que est¨¢ dispuesto a cualquier autocensura con tal de no exponerse a ser tildado de inmaduro y machista. Por lo dem¨¢s, ?acaso ese cauteloso respeto no le reporta inmediatos beneficios? Qu¨¦dense ellas con los frutos de sus afeites, moh¨ªnes y sugerencias, que ¨¦l seguir¨¢ reserv¨¢ndose la parte del le¨®n en el bot¨ªn. Ah¨ª est¨¢ el mercado, en fin, que las quiere s¨®lo o ante todo tentadoras, para difundir de manera nada subliminal y a cada instante esa consigna que los hombres atendemos con regocijo (por el espect¨¢culo que nos promete) y un buen n¨²mero de mujeres con la fe del creyente. ?Libertad u obligaci¨®n de seducir? Estamos en una cultura voyeurista que manda mirar pero no tocar, consumir incitaciones sexuales m¨¢s que consumar el sexo y, bajo el aluvi¨®n de tanto encantamiento visual, llevar una vida literalmente encantada. No se extra?ar¨¢ Savater, por tanto, de que su razonado alegato en pro de la libertad de seducci¨®n me suene un si es no es -ay, su coqueter¨ªa- halagador para el p¨²blico.
Pero a¨²n cabr¨ªa arriesgar otra hip¨®tesis. Dicen los informes econ¨®micos que la industria de la cosm¨¦tica ocupa el segundo lugar en ventas tras la de armamento: ?ser¨¢ casual esta aparente confirmaci¨®n de nuestra naturalidad respectiva? Convengo sin dudarlo con Baudrillard, a quien mi oponente cita en su apoyo, en que los rituales seductores rescatan al sexo de su pura urgencia bruta. En cambio, me resisto a admitir sin m¨¢s que Ia seducci¨®n nunca es del orden de la naturaleza, sino del artificio". Mi perplejidad nace de que, sobre f¨®rmulas adyacentes como "Ia mujer s¨®lo es apariencia" o lo femenino nunca ha sido dominado: siempre ha sido dominante", aquel pensador concluye que en esa seducci¨®n se contiene todo el poder y la fuerza de la mujer en la historia... Si as¨ª fuera, habr¨ªa que insinuar la sospecha contraria de que, in eroticis, no ha, quien escape del todo al mecanismo pavloviano. O sea, que tan naturalmente condicionada pueda ser la a menudo grosera respuesta masculina como el m¨¢s refinado est¨ªmulo femenino.
Hipocres¨ªas aparte, me refiero al fundado reproche de que en este punto la conducta masculina tiende a acercarse, para su verg¨¹enza, a la del chimpanc¨¦: puesto el est¨ªmulo, all¨¢ que va inmediatamente la respuesta. Y yo acepto esa censura sin reservas, porque aqu¨ª nuestro instinto a¨²n manifiesta a las claras con frecuencia su proximidad al del animal. Pero ?est¨¢ mucho m¨¢s lejano el de la mujer cuando se entrega a sus artes de fascinaci¨®n, a fin de cuentas a disponer aquel acicate para el hombre? A tenor del grado de universalidad y uniformidad, prontitud, apremio, y constancia -en una palabra, naturalidad- conque ella suele aplicarse a la tarea..., qu¨¦ les voy a decir, no estoy seguro. A lo mejor responden tambi¨¦n a una ancestral llamada al cortejo.
Como quiera que sea, no conviene meter a ellos y ellas en el mismo saco. En lo que uno observa, la innegable coqueter¨ªa masculina ocupa un lugar relativamente secundario en su existencia y se ofrece en forma vario pinta. Tanto o m¨¢s que por su mero aspecto f¨ªsico el hombre busca encandilar mediante los signos de su poder social, la mostraci¨®n de su obra o el ejercicio de m¨²ltiples destrezas. Lo espec¨ªfico de la seducci¨®n femenina es que, de modo preeminente y arraigada en un estrato m¨¢s hondo de la persona, se confunde con la exhibici¨®n de su cuerpo, el cultivo de su belleza, el adorno exterior. ?Acaso es una diferencia desde?able?
Tambi¨¦n los hay entre nosotros, no faltaba m¨¢s, pero son ellas sobre todo las que se esmeran en reducir el ideal cl¨¢sico del cuidado de s¨ª al m¨¢s dom¨¦stico cuidado de su cuerpo. Desde el muy habitual saludo entre mujeres ("?est¨¢s mon¨ªsima, hija!") hasta los criterios ordinarios con, que se juzgan, de la crema hidratante matutina a la desmaquilladora vespertina, demasiadas cosas parecen delatar que les gusta mirarse con los ojos del hombre y enseguida medirse por su capacidad de atractivo f¨ªsico para el hombre. Ya no es preciso que el matrimonio ponga fin a su competencia, como daba a entender el espont¨¢neo desahogo de aquella de mi pueblo: "?Qu¨¦ ganas tengo de casame pa no peiname!". Si las modelos en la pasare la encaman el objeto de nuestro deseo, para ellas son un permanente modelo. La tiran¨ªa contempor¨¢nea de la imagen pondr¨¢ lo que falte, aunque luego se lo cobre en forma de anorexia o de compulsi¨®n a la compra del abalorio. As¨ª que, por fortuna, la chica de nuestros d¨ªas podr¨¢ cada vez m¨¢s aspirar a ser lo que quiera; pero deber¨¢ a¨²n querer, antes de nada y en cada momento, mostrarse arrebatadora. Y la cuesti¨®n inquietante es en qu¨¦ medida un empe?o desdice del otro.
Por eso, frente a la c¨®moda complacencia en este juego, no viene mal dar a conocer algunos de sus costes m¨¢s visibles. Para el hombre, el de alentar esa m¨ªsera arrogancia, ese penoso estado de bicho en celo, esos burdos este reotipos sobre el sexo contrario. No es el menor precio para la mujer el de as¨ª prorrogar todav¨ªa su funci¨®n de objeto del deseo masculino, el de recrearse en esta clase de pasividad como la m¨¢s urgente -y a veces m¨¢s continuada- prueba de su actividad. Uno se acuerda entonces de aquella sentencia que escuch¨¦ a Rosa Chacel en son de queja contra su propio g¨¦nero: "Los hombres desean, las mujeres desean ser deseadas". En todo caso, para unos y otras, siempre queda una ¨²ltima pregunta: si tal despilfarro de energ¨ªas er¨®ticas, semejante inversi¨®n en apariencias, un af¨¢n tan agobiante y obsesivo.... resulta compatible con el mucho m¨¢s digno (y gratificante) prop¨®sito de que ellas y nosotros nos hagamos al fin compa?eros. M¨¢s all¨¢ de lo sancionado por la ley, ?c¨®mo llegar a ser de veras libres si a¨²n nos agrada el sometimiento rec¨ªproco, e iguales mientras nos obstinemos en parecer tan diferentes?
"Pero prohibir los gestos seductores ser¨ªa como acabar con la salsa de la vida...". ?Y qui¨¦n pretende cosa tan mustia como descabellada? S¨®lo habr¨ªa que probar a enriquecer esa seducci¨®n para no empobrecemos, recordar que somos sus fines m¨¢s que sus medios, inducirla a que excite tambi¨¦n nuestras mejores pasiones y no s¨®lo las m¨¢s autom¨¢ticas. En suma, aprender a encelamos mutuamente, a ser para el otro, adem¨¢s de deseables, seres admirables. Seguro que mi admirado Savater se apunta conmigo a tan excelente proyecto.
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