Casa de Fieras
Desde hace ya muchos a?os se organiza en Madrid una gran feria de libros nuevos. Hay otra de libros viejos, desde bastantes puntos de vista m¨¢s interesante, pero es la otra, la de libros nuevos, la que congrega a una gran poblaci¨®n cada a?o, gente de Madrid mayormente, pero tambi¨¦n de toda Espa?a.A una la adorna el silencio monacal de los coleccionistas; la otra, en cambio, es ruidosa. Una es refugio de mis¨¢ntropos, y la otra, verbena de optimistas. Una est¨¢ basada en escritores muertos; la otra, en escritores vivos. Siempre que inauguran estas ferias de libros los alcaldes de Madrid dicen frases oportunas. Una de ellas, que siempre he encontrado bonita, es ¨¦sta: "La fiesta del libro es para todos"; cuando el alcalde era de izquierdas, tambi¨¦n dec¨ªa frases con un gran sentido: "?sta es una actividad l¨²dica", dec¨ªa con entusiasmo. No s¨¦ de qui¨¦n fue la idea, pero la feria de libros nuevos la pusieron en el mismo lugar en el que estuvo anta?o: la Casa de Fieras. Se llevaron las jaulas y trajeron las casetas de libros, trasladaron los monos y los viejos tigres y convocaron a los escritores para que la gente les echara un vistazo. Se pas¨® de la fiera a la feria.
Hubo un tiempo feliz, no tan lejano, en que un lector no conoc¨ªa el aspecto de los escritores contempor¨¢neos a los que le¨ªa. No sab¨ªa si eran altos, guapos, ricos, pobres, inmorales, escrupulosos, con los dientes podridos como Stendhal o Balzac o los ojos claros como Keats, si eran don juanes o sanbrunos. Tripudos y desaseados como Flaubert o elegantes como Larra. No sab¨ªa de ellos m¨¢s que lo que le permit¨ªan conocer sus libros. Se mov¨ªan por emociones y sentimientos. Ni siquiera por ideas est¨¦ticas. Es m¨¢s: hab¨ªa grandes lectores que, si se hubiesen cruzado con su librero, tampoco lo habr¨ªan reconocido, porque toda su relaci¨®n con ¨¦l no pasaba de epistolar, limit¨¢ndose a minuciosos, corteses y puntuales pedidos y consultas.
Desde el romanticismo, en que las se?oritas y se?oras en edad de merecer empezaron a exigir de los editores la efigie de sus autores predilectos para ponerle rostro a sus pasiones, la edici¨®n de libros conoci¨® algunos cambios irreversibles, y se extendi¨® la pr¨¢ctica de incluir un retrato del autor en cada volumen.
Desde entonces, tal retrato ha conocido diferentes emplazamientos. Del interior salt¨® a la portada, volvi¨® al interior, sali¨® para quedarse en la contraportada, y luego bail¨® su minu¨¦ en la camisa, en una faja, en las solapas... La gente, que ha aprendido tambi¨¦n mucho de las mismas fieras, es, sin embargo, insaciable, y ya no se contenta con la fotograf¨ªa de los autores, sino que exige verlos, hablarlos y, si se dejan, tocarlos, lo cual nos pone ante la interesante paradoja de ver que hoy, en muchos casos, m¨¢s que tal novela o tal poema es importante la cara, labia y palmito de su autor.
Ignoro de cu¨¢ndo data la costumbre de rubricar el ejemplar de un libro. No es, sospecho, muy antigua, y, generalizada, podemos suponerla de la segunda mitad del siglo XIX. Mi ejemplar de La Fontana de Oro lleva la firma aut¨®grafa y una dedicatoria de Gald¨®s a Jos¨¦ Mar¨ªa de Pereda. Por qu¨¦ raz¨®n Pereda se des hizo de ese ejemplar o por que raz¨®n lleg¨® a los arroyos del Rastro (el libro, no Pereda, que tambi¨¦n) es cosa de gran misterio, pero que no viene al caso. Se conocen ediciones de Les fleurs du mal de dicadas de Gautier, incluso anteriores, de Greorge Sand y de Beyle. Conozco un ejemplar de la Metamorfosis dedicada por su autor a un amigo, y los insignificantes folletos de sus poemas ingleses, dedicados por Pessoa a Adriano del Valle. En todos los casos se ve que son dedicatorias a gentes del gremio, a camaradas, a colegas, bien como ejercicio de la amistad, bien para perseguir el bombo, la gacetilla...
De la dedicatoria como muestra de amistad o de estrategia literaria a la, dedicatoria indiscriminada se pas¨® en muy poco tiempo, apenas en 30 a?os. Esta dedicatoria que llamaremos boba tiene todas las trazas de haber sido una ocurrencia diab¨®lica de alg¨²n director de marketing americano de los a?os treinta o cuarenta como cebo para vender m¨¢s libros.; seguramente fue la obra de alguno de esos demagogos dispuestos en todo momento a confundir la democracia con las cuatro t¨¦mporas si con ello pod¨ªa obtener un peque?o beneficio. fue cuando la literatura cambi¨® de nombre y se llam¨®. mercado. S? la dedicatoria hab¨ªa tenido hasta entonces un sentido, dej¨® de pronto de tenerlo y pas¨® a no perseguir otro fin que vender ese mismo ejemplar en el que se estampaba la firma de su autor con el se?uelo de que de ese modo se valorizaba el libro, cosa absurda. La mayor¨ªa de las dedicatorias no valen nada, porque la mayor¨ªa de los libros est¨¢ llamada a ser eso que los estilistas llamaron finamente "pasto del olvido". En cuanto al autor, la cosa no puede resultar m¨¢s deprimente: cada vez que firma un libro puede ganar unas 100 o 200 pesetas. Conozco a algunos colegas que pagar¨ªan de su bolsillo para ahorrarse el trago.
Al principio s¨®lo llevaban al Retiro a los consagrados, pero pronto los avispados editores y libreros comprendieron que quiz¨¢ podr¨ªan consagrar, a base de ponerlos a firmar libros, a los noveles y desconocidos, lo que, unido a la vanidad de no pocos de nosotros, hace que las listas de firmantes le¨ªdas por los altavoces sean ya tan interminables como las de los ca¨ªdos por la patria.
A la mayor parte de los escritores que conozco les gusta, sin embargo, venir a esta feria madrile?a. Unos adoptan la pose de la esfinge; otros, la del payaso, o sea, unos de le¨®n, otros de babuino, pasando por todas las fases intermedias. Cuando les preguntan por qu¨¦ acuden a firmar, dan explicaciones muy convincentes, hablan de contacto con el p¨²blica y de lectores de carne y hueso que los bajan de sus nubes, que los sacan de sus torres de marfil. Entonces ali?an unas frases tan bonit¨ªsimas como las de los alcaldes, quiz¨¢ un poco m¨¢s ¨¦levadas, que no persiguen, como se ve, la adulaci¨®n indecente: "Necesito, del lector, saber que existe, saber que es ¨¦l quien va a tenderme una mano para sacarme del abismo de la soledad, etc¨¦tera". En fin, esa clase de rancho.
Una vez llevaron a Borges a firmar a una de esas barracas, cuando Borges estaba ya ciego. Se form¨® una cola de 300 o 400 personas. El viejo garrapateaba algo indescifrable y pon¨ªa esa cara que se les pone a los ciegos, que porque no ven creen que no les ven, expresi¨®n ser¨¢fica que hac¨ªa imposible saber si se re¨ªa de los dem¨¢s o de ¨¦l mismo, o de la escena, bastante c¨®mica. La gente, en cambio, se lo tomaba muy en serio. Un partidario del autor de Otras inquisici¨®nes me mostr¨® con gran unci¨®n el raro ejemplar que acababa de dedicarle su maestro. Le dije que si le plac¨ªa, y a falta de Borges, yo mismo pod¨ªa hacerle algo parecido no s¨®lo en los libros de este escritor argentino, sino prepararle otras frasecitas muy finas de Petrarca, de Shakespeare, incluso de Cervantes, lo cual ser¨ªa muy l¨²dico tambi¨¦n, muy altruista y surrealista, que son corrientes del arte perfectamente entronizadas hoy d¨ªa en todas las academias.
Otra vez pudo verse rodeado de disc¨ªpulos a un escritor c¨¦lebre en Espa?a hace a?os por sus violentos discursos contra el Estado. Daba que pensar ver a un hombre que no cre¨ªa en el Estado y s¨ª en las ferias del libro. Estaba, por cierto, un poco m¨¢s all¨¢ de aquel que acababa de publicar un art¨ªculo en el que confesaba la mucha, pena, y hasta l¨¢stima, que le d¨¢bamos sus colegas, siempre atrafagados, atropell¨¢ndonos y poni¨¦ndonos la zancadilla mientras ¨¦l, ajeno al tr¨¢fico del mundo, miraba desde un virgiliano recreo nuestros insignificantes afanes. Quiz¨¢ esta imagen se la inspiraba al articulista verme a m¨ª en alguna de las dos o tres ocasiones en que me llevaron un a?o a firmar libros. La experiencia no pudo resultar mejor. Es cierto que no alcanz¨® uno a firmar tantos libros como Borges, pero hubo, en cambio, momentos no menos memorables en los que uno olvid¨® no s¨®lo la infamia, sino la ignominia del mundo. En cierta ocasi¨®n, una tarde sofocante, lleg¨® una se?ora y me pregunt¨®: "?Ha escrito usted ese libro?". S¨ª, respond¨ª. Esa es una pregunta que luego me dijeron que hacen mucho. ?De qu¨¦ trata? Yo sonre¨ª como los ciegos, pero la se?ora no se dio por vencida, y volvi¨® a la carga: "?Usted cree que me gustar¨¢?". Fue entonces, lo recuerdo muy bien, cuando le dije: no, se?ora, si hace usted esa clase de preguntas veo dif¨ªcil que le pueda gustar. La mujer se march¨® de all¨ª indignada, me insult¨®, tir¨® del brazo de su marido y se lo llev¨® a otra caseta en busca de alguien un poco menos energ¨²meno. Quiz¨¢ el del retiro virgiliano. Antes de perderse para siempre en mi vida cre¨ª leer en la mirada del marido un desesperado gesto de solidaridad conmigo, al tiempo que ped¨ªa comprensi¨®n para el g¨¦nero humano.
?Qu¨¦ fueron de todas aquellas personas con las que cruc¨¦ entonces unas pocas palabras banales y a las que no he vuelto a ver nunca m¨¢s? S¨¦ que deber¨ªa sentir agradecimiento hacia ellas porque compraron mis libros", y sin embargo, no siento nada, ni indiferencia siquiera. Se conoce que tengo el alma ya un poco podrida por el cinismo, aunque tambi¨¦n es cierto, en favor de mi maltrecha moralidad, que tampoco me imagino a la mayor¨ªa de los escritores que me gustan, a Kafka, a Pessoa, a Proust, por ejemplo, firmando libros en el Retiro.
Si es verdad que los escritores buscan lectores que les entiendan, los m¨ªos han de comprender estas palabras, y sabr¨¢n, si mi mala suerte me lleva de nuevo a una caseta de feria, que uno a?ora la ¨¦poca en que los escritores escrib¨ªan y los lectores le¨ªan, aquella ¨¦poca en que ni siquiera era obligatorio que se tratasen unos y otros. Pienso en esos lectores, es verdad, pero les veo tan desconcentrados como yo mismo, sin demasiadas ganas de juntarse y hablar, amantes de andulear por ah¨ª, sin compa?¨ªa, un poco sueltos, como los perros que hab¨ªa antes en las ciudades, a un tiempo desgraciados y felices de su libertad y de su soledad.
Uno es amante de la vida y poco del sal¨®n, pero uno tambi¨¦n, como el Feijoo de Fortunata, es partidario, aunque no lo parezca, de las formas, y es posible que por las formas acabe uno de nuevo conducido a la Casa de Fieras. No pido gran cosa a los compradores de mis libros. Deseo que se entretengan con ellos, y, si es posible, que hallen en ellos la emoci¨®n que yo he encontrado en otros muchos, pero pedirles, nada. ?Qui¨¦n es uno para pedir nada, y menos a quien lo da todo? Acaso, si alguien se llega adonde yo estoy, le pedir¨¦ un poco de comprensi¨®n para la pregunta que, como el viejo don P¨ªo, puede que haga: "D¨ªgame, caballero (o se?ora, o se?orita),?qu¨¦ prefiere que le ponga, amigo o querido amigo?". Luego, Baroja tampoco se romp¨ªa la cabeza, y escrib¨ªa: "Al amigo Perales, Baroja".
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