Los hombres rid¨ªculos
Hace exactamente dos a?os publiqu¨¦ en este peri¨®dico un art¨ªculo suscitado por la contemplaci¨®n de una foto de Franco y Mill¨¢n Astray en sus tiempos m¨¢s beligerantes y facinerosos. La hab¨ªa visto, junto con otras que tambi¨¦n merecieron su comentario, unos d¨ªas antes en un reportaje. Ahora ha sido un libro que se encuentra a buen precio en nuestras tiendas (150 Years of Photo Journalism, en dos vol¨²menes, material procedente de la Hulton Deutsch Collection) el que me ha hecho detenerme de forma parecida ante dos fotograf¨ªas de Hitler. Su imagen se ha visto ya tantas veces que en realidad es dif¨ªcil que nos llame la atenci¨®n, es un icono de la maldad tan conocido y reproducido -tan consabido- que hay la tendencia a no mirarlo, a pasarlo por alto, a identificarlo demasiado r¨¢pidamente con su significado y por supuesto con su nombre: ah, Hitler. Por as¨ª decirlo, es una anomal¨ªa asumida, un d¨¨j¨¢ vu excesivo, tan familiar que no extra?a ni escandaliza, se podr¨ªa calificar de anomal¨ªa normalizada. Hay centenares de im¨¢genes en las que el sujeto aparece en las actitudes m¨¢s histri¨®nicas y grotescas, con frecuencia hecho un energ¨²meno en mitad de una arenga, disfrazado de soldado o a¨²n m¨¢s, disfrazado de s¨ª mismo. Se lo confunde con sus propias parodias y caricaturas, sobre todo con la que le hizo Chaplin en El gran dictador, y por todo ello es en cierto modo un icono desactivado y privado de su verdadero horror, como puede serlo el del Diablo en su versi¨®n m¨¢s manida, con cuernos y pezu?as, tridente y rabo. Hoy casi nadie se toma en serio ni teme a esa figura, ni siquiera cuando la vemos pintada por quienes cre¨ªan en ella, m¨¢s bien invita a la piedad o a la risa.
Por eso encuentro meritorio que estas dos fotograf¨ªas me hayan hecho detenerme y ver a Hitler casi como si no lo conociera, como si fuera un personaje al que uno todav¨ªa se est¨¢ acostumbrando, del modo en que deb¨ªan verlo los ojos que contemplaran la primera foto en su d¨ªa, 1935, mucho antes de la II Guerra Mundial, incluso antes de nuestra guerra civil, cuando hac¨ªa s¨®lo dos a?os que se hab¨ªa hecho con el poder en Alemania ganando democr¨¢ticamente las elecciones que bien se cuid¨® en seguida de que no volvieran a repetirse con limpieza. En esa foto -as¨ª reza el pie- Hitler est¨¢ pasando revista a la guardia de honor antes de recibir al nuevo embajador espa?ol en el palacio presidencial. No va vestido de militar ni de paramilitar, sino de diplom¨¢tico; est¨¢ ya arreglado y listo para la ocasi¨®n, y es de suponer, por tanto, que el embajador espa?ol a¨²n no hab¨ªa llegado. Como es improbable que nadie se permitiera hacer esperar al F¨¹hrer, no cabe imaginar un retraso de nuestro compatriota -ser¨ªa republicano-, sino m¨¢s bien que Hitler dispuso de algunos minutos de asueto, es decir, que pod¨ªa estar desocupado hasta el punto de molestarse en comprobar personalmente que la guardia de honor formaba como es debido y que todo estaba en orden, alguien muy pendiente del protocolo o -tal vez- a quien gustaba sobremanera jugar con soldados. Es fundamental -es lo chocante- que Hitler est¨¦ vestido de civil frente a 39 guardias con casco, botas altas y armados. Es m¨¢s bajo que el m¨¢s bajo de ellos, o as¨ª parece, y esa primera fila podr¨ªa convertirse, con un solo movimiento de los brazos, en algo bien distinto, un pelot¨®n de ejecuci¨®n acaso demasiado nutrido. El individuo que los desaf¨ªa a la izquierda no es desde luego un condenado sino quien dict¨® condenas sin descanso, y aunque no est¨¦ uniformado su mirada altanera denota que tiene el mando. Son unos ojos tan severos que resultan rid¨ªculos, tan exagerados que parecen los de un impostor que finge y est¨¢ representando el papel de inspector de la guardia en ese instante. Todav¨ªa en los brazos se mantiene algo de ese fingimiento: el derecho ca¨ªdo, recto, con simulacro de marcialidad, el izquierdo doblado como si en esa mano llevara una fusta invisible. Pero los pies, santo cielo, esos pies enrevesados, el paso titubeante lo delata y convierte la imagen entera en una escena vodevilesca o bufa, son los pasos de un borracho haciendo eses, y uno piensa en lo costoso que debi¨® de resultar dar el siguiente que ya no recoge la foto, hacer avanzar -arrastr¨¢ndola, desenganch¨¢ndola- esa pierna derecha rezagada en la instant¨¢nea. Si esto fuera el fotograma de! una pel¨ªcula, en el lugar de Hitler s¨®lo podr¨ªamos colocar al propio Chaplin, o a Jerry Lewis, o a Peter Sellers, al buf¨®n ensimismado y beodo que se beneficia de un equ¨ªvoco o una usurpaci¨®n o del cr¨¦dito otorgado a su locura, un fantoche, un necio. No es de extra?ar que lo despreciara el Ej¨¦rcito, en, realidad parece inofensivo.
La segunda foto lo muestra en la presentaci¨®n del Volkswagen, d¨¦ 1938, deleitado ante la minialtura. A su alrededor hay otras nueve figuras visibles que semejan un ep¨ªtome de la sociedad alemana, para entonces ya devota y militarizada. Se ve al viejo con rasgos campesinos y a los j¨®venes de buena familia, se ve al tendero con el bigotito imitativo y al industrial que va tapando su calva con el peinado de pronunciada raya, quiz¨¢ al funcionario que le ense?a los secretos del veh¨ªculo. El grado de sumisi¨®n se advierte en que ni siquiera miran a Hitler, sino lo qu¨¦ ¨¦l est¨¢ mirando: no lo ven a ¨¦l, sino con sus ojos. El F¨¹hrer sonr¨ªe con gesto pueril rayano en la imbecilidad, embobado ante el maletero que le abren, qu¨¦ ricura. Pero a pesar de la inocuidad de la escena, la boca retra¨ªda y los cadav¨¦ricos p¨®mulos provocan un escalofr¨ªo, se adivina al hombre irascible bajo la apariencia ufana, esos p¨®mulos parece que tengan autonom¨ªa.
Es f¨¢cil hablar a toro tan pasad¨ªsitmo, pero uno se pregunta c¨®mo fue posible que naciones enteras -no fue s¨®lo una- confiaran en semejante individuo y lo idolatraran. Tal vez fue que precisamente su aspecto bufonesco y risible induc¨ªa a pensar que el poder en sus manos era menos poder que en otras m¨¢s imponentes. Nada tan peligroso como el desprecio. Quedamos desarmados ante quienes nos hacen re¨ªr o nos inspiran algo de piedad burlona, aquellos sobre quienes sentimos tanta superioridad que creemos que no vale la pena salirles al paso ni rebajamos al hacerles frente, del mismo o parecido modo en que antiguamente los caballeros desde?aban o se prohib¨ªan batirse en duelo con quienes no eran de su condici¨®n, jerarqu¨ªa o grado. Pero a esos caballeros, como todo el mundo sabe, hace tiempo que los hombres rid¨ªculos los borraron de la faz de la tierra.
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