Los caracteres del espect¨¢culo
Por lo que se desprende de la lectura de su ¨²nico libro y de los escasos apuntes biogr¨¢ficos que conocemos sobre ¨¦l, Jean de La Bruy¨¦re -de cuya muerte se cumplen este mes de mayo 300 a?os- padeci¨® una dolencia poco frecuente entre los maestros literarios de la s¨¢tira, en cuya n¨®mina m¨¢s bien acerba figura sin disputa: debi¨® ser muy buena persona. No se percibe en sus p¨¢ginas la presunci¨®n del sabio contrariado, al que parece ofender personalmente la patente imperfecci¨®n del g¨¦nero humano, ni el regodeo certeramente resentido de quien se venga del mundo y sus desdenes por medio de la pluma, ni la turbulencia concupiscente de los que castigan en los dem¨¢s las debilidades que torturan su propia carne o humillan su esp¨ªritu. Tampoco sabemos que hiciera ning¨²n esfuerzo por ganarse gracias a la admiraci¨®n el temor o el respeto que pudiesen inspirar sus s¨¢tiras la primac¨ªa social. que se le negaba por falta de linaje o de riqueza. Como se?ala Pierre Sipiriot, "La Bruy¨¦re es uno de los raros polemistas que no pretende hacerse m¨¢s poderoso que los poderosos maldici¨¦ndoles". Un detalle simp¨¢tico, contado por uno de sus contempor¨¢neos, le retrata: durante a?os estuvo al servicio de los pr¨ªncipes de Cond¨¦ en Chantilly, primero como preceptor, luego como bibliotecario y finalmente como hu¨¦sped de buen consejo, pero se las arregl¨® para hacerse impopular ante valedores tan influyentes por sus constantes esfuerzos por evitar toda pedanter¨ªa. Insist¨ªa en restar originalidad o ¨¦nfasis a su obra diciendo que "s¨®lo se trata de pensar y hablar como * es debido (juste)". Le rode¨® el esc¨¢ndalo, desde luego, pero sin que ¨¦l condescendiera a hacerlo rentable ni negociara provechosamente con su mordacidad.Y sin embargo Los caracteres, el libro que aument¨® y puli¨® durante toda su vida, es cualquier cosa menos una obra pl¨¢cida o complaciente: encierra en una de las prosas francesas m¨¢s perfectas y variadas del Gran Siglo un contenido vendaval de indignaci¨®n contra la injusta ridiculez de la sociedad en que viv¨ªa. Denuncia tanto m¨¢s eficaz por apoyarse en atinad¨ªsimas descripciones concretas de modos, modas y actitudes. El moralismo de su coet¨¢neo La Rochefoucauld se basa en un presupuesto teol¨®gico, de raigambre agustiniana pasada por Jansenius: el de que cada ser humano se prefiere siempre a s¨ª mismo incluso cuando parece sacrificarse por otro y ese pecado original de amor propio corrompe cual quier esfuerzo virtuoso. La historia y la sociedad son consecuencias de tal grieta perversa en nuestra condici¨®n, no sus causantes. En cambio La Bruy¨¦re, cuyo pesimismo es menos quietista, considera que el devenir de la sociedad ha causado la corrupci¨®n de costumbres en la que vive. Nuestra mala ¨ªndole no proviene de una ca¨ªda pr¨ªstina, sino que vamos poco a poco cayendo, aunque cada vez m¨¢s aceleradamente. Y no todo el mundo cae. del mismo modo, ni siquiera es forzoso que todo el mundo caiga: los artesanos honrados, la gente modesta y caritativa, los que rechazan filos¨®ficamente las ilusiones monstruosas de la sociedad actual resisten en la pendiente.
Mientras La Rochefoucauld va directamente a la ¨ªntima motivaci¨®n de las personas y desde?a entretenerse en lo circunstancial de los gestos que la revelan, La Bruy¨¦re es un excelente pintor de las apariencias. Pues ah¨ª est¨¢ precisamente el pecado en que nos movemos, el primado de la apariencia sobre la sustancia, pues son apariencias la riqueza y la pobreza, la virtud y el vicio, la grandeza y el m¨¦rito intelectual. La sociedad entera se nutre de apariencias, las persigue, las aplaude y se pavonea en perpetua representaci¨®n: todo es espect¨¢culo social, tal como 300 a?os m¨¢s tarde proclamar¨¢ famosamente Guy Debord. Por eso la cr¨ªtica moral no puede ser meramente abstracta e ¨ªntima como la de La Rochefoucauld, sino que debe concretarse en paradigmas reconocibles. La Bruy¨¦re retrata con destreza los principales t¨ªteres de la farsa, los prototipos que se barajan una y otra vez en el escenario de los salones encarnados por actores que se creen inconfundiblemente originales... Crea aut¨¦nticos personajes y algunos de ellos, como el distra¨ªdo Menalco, son verdaderos cl¨¢sicos del humorismo universal. Por eso hay algo de teatral en el moralismo de este contempor¨¢neo de Moli¨¦re, aunque sea un parentesco de estilo y no de fondo: nada menos moralista, incluso m¨¢s inmoralista a veces, que la ¨®ptica aristocratizante y s¨®lo por ello antiburguesa del burl¨®n dramaturgo.
Lo curioso para el lector actual es repasar los caracteres viciosos amonestados por La Bruy¨¦re. Uno los habr¨ªa imaginado, distanciados por un costumbrismo cronol¨®gicamente remoto y de pronto comprueba que son demasiado familiares. En el terreno social, La Bruy¨¦re denuncia a los individuos alienados por el dinero que sustituye a todos los dem¨¢s valores respetables y puede comprar la carrera pol¨ªtica, la estima p¨²blica y la benevolencia de los poderosos, mientras corrompe el matrimonio o el afecto familiar. En ese clima en que s¨®lo cuenta lo pecuniario, el rico y el pobre -representados por Git¨®n y Fed¨®n- son c¨®mplices de la misma degradaci¨®n en la relaci¨®n humana, el uno con su satisfacc?¨®n ostentosa y el otro con su inseguridad envidiosa, mezquina. Prevalece la ambici¨®n de ser m¨¢s porque se tiene m¨¢s, dedestacar por la moda indumentaria ("si el m¨¦rito de Filem¨®n son sus vestidos, que me manden los trajes y que se queden con ¨¦l") la hipocres¨ªa domesticada de los cortesanos, arribistas. En el campo intelectual, arremete La Bruy¨¦re contra el literato moderno, que escribe sobre cualquier cosa a toda prisa y sin competencia real, deteriorando el buen gusto con su artificiosidad efectista, contra el rese?ista, que se cree capacitado para juzgar cr¨ªticamente obras que no entiende, y contra el panfletario sat¨ªrico, que vive de chismes, de calumnias y de denuncias partidistas supuestamente justicieras. ?No les suenan a ustedes todos estos prototipos? En tiempos de La Bruy¨¦re corrieron diversas "claves" que pon¨ªan nombre y apellido a cada personaje caracterizado: pero tambi¨¦n hoy mismo podr¨ªamos jugar a identificar en nuestro entorno estas caricaturas censoras... de hace tres siglos. La vigencia de la tipolog¨ªa
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Los caracteres del espect¨¢culo
Viene de la p¨¢gina anteriory sobre todo de la forma de mirar de La Bruy¨¦re ha despertado la admiraci¨®n y hasta el plagio de excelsos costumbristas posteriores como Flaubert o Proust y neomoralistas como Andr¨¦ Gide.
En ciertos aspectos, La Bruy¨¦re fue conservador, incluso reaccionario si se quiere. Su discurso de entrada en la Academia fue un provocador encomio de la literatura del pasado, que soliviant¨® las burlas del partido de "los modernos" como Fontenelle o Thomas Corneille, originando una larga y recurrente pol¨¦mica. Defendi¨® las creencias religiosas tradicionales y atac¨® a los esprits forts que preludiaban las irreverencias enciclopedistas futuras, con argumentos doctrinales que hicieron comentar a Voltaire: "Cuando habla de teolog¨ªa, La Bruy¨¦re est¨¢ por debajo incluso de los propios te¨®logos". Fue mon¨¢rquico ferviente y escamote¨® a su pr¨ªncipe de toda cr¨ªtica; convirti¨¦ndole en una advocaci¨®n melanc¨®licamente impune de una providencia cuyo reino no es de este mundo. Y sin embargo, en muchas ocasiones no s¨®lo se adelant¨® a los ilustrados, sino que fue m¨¢s all¨¢ que la mayor¨ªa de ellos en sinceridad humana socialmente dolorida. Por ejemplo, su repulsi¨®n ante los procedimientos brutales de la ley ("dejando aparte la justicia, las leyes y dem¨¢s necesidades, se me hace siempre cosa nueva contemplar con qu¨¦ ferocidad unos hombres tratan a otros- hombres"), su apunte del gran se?or que al salir de una espl¨¦ndida comida bien regada firma un decreto que podr¨ªa arruinar a toda una provincia ("?c¨®mo va uno a concebir, en la primera hora de la digesti¨®n, que haya gente muri¨¦ndose de hambre en alg¨²n sitio?"), su convicci¨®n cosmopolita ("la prevenci¨®n del pa¨ªs, unida al orgullo de la naci¨®n, nos hace olvidar que la raz¨®n es cosa de todos los climas y que se piensa como es debido en todas partes donde hay hombres").Tambi¨¦n escribi¨® estas l¨ªneas, que resumen la perspectiva de su mirada implacable y justa: "El pueblo no tiene ingenio y los grandes no tienen alma: aquel tiene buen fondo y no tiene apariencias, ¨¦stos no tienen m¨¢s que apariencias y simple superficie. ?Hay que optar? Pues no vacilo: quiero ser pueblo". Es el primer trueno, grave y sobrio, de la tormenta revolucionaria que tardar¨¢ un siglo en estallar.
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