Un para¨ªso burgu¨¦s
Aunque la palabra civilizaci¨®n no est¨¢ de moda y la idea que ella representa ha pasado a ser pol¨ªticamente incorrecta, la verdad es que, en los ¨²ltimos a?os, cada vez que el azar me trajo a Holanda, ¨¦sa ha sido la noci¨®n que inmediatamente me impuso la visita: un pa¨ªs civilizado. O, tal vez, mejor, empe?ado en civilizarse, en aumentar los espacios de libertad, de cultura, de elecci¨®n y los derechos humanos de sus ciudadanos.Salvo en la promoci¨®n c¨ªvica de la mujer, en que Noruega la ha dejado atr¨¢s, no creo que haya sociedad en el mundo que encare los grandes desaf¨ªos de nuestro tiempo con tanta audacia como la holandesa. Sea en el tema de las drogas, del aborto, de la eutanasia, de las minor¨ªas -sexuales, de la integraci¨®n social y pol¨ªtica de los inmigrantes, de la religi¨®n y las iglesias, del apoyo al Tercer Mundo, Holanda ha ido m¨¢s lejos que ning¨²n otro pa¨ªs, con pol¨ªticas permisivas, tolerantes, encaminadas a garantizar, en el torbellino contempor¨¢neo europeo, esos ideales democr¨¢ticos por excelencia que son la soberan¨ªa individual y la coexistencia en la diversidad. Que algunas de las iniciativas tomadas en todos esos asuntos no hayan dado los resultados previstos (como parece ocurrir con la legalizaci¨®n de las drogas llamadas blandas) o sean objeto todav¨ªa de feroces controversias (como los matrimonio homosexuales o la descriminalizaci¨®n de la muerte voluntaria) no empa?a, m¨¢s bien realza, la valent¨ªa de las instituciones y personas que, en vez de jugar al avestruz, enfrentan con lucidez y audacia una compleja poblem¨¢tica que, por primera vez en la historia, sale de las catacumbas para ocupar el centro de la actualidad.
Todo esto est¨¢ hecho sin estruendo ni jactancia intelectual, sin dar lecciones al resto del mundo, e incluso procurando evitar el antagonismo y la controversia con los gobiernos, las iglesias y los medios que critican estas reformas desde afuera, present¨¢ndolas a veces como signos anunciadores del apocalipsis. Esta discreci¨®n ha sido uno de los rasgos de la tradici¨®n cultural de Holanda, que, pese a ser riqu¨ªsima, es una de las menos publicitadas que yo conozca y cuyas grandes figuras -de Rembrandt a Van Gogh- han sido casi siempre reconocidas como tales por el resto de Europa s¨®lo p¨®stumamente, luego de haber vivido y trabajado, con diligencia y sin aspavientos, en esa apocada penumbra del anonimato burgu¨¦s que da la impresi¨®n de ser la circunstancia preferida de sus pensadores y creadores y algo as¨ª como una propensi¨®n nacional (aunque s¨¦ muy bien que no existen las propensiones nacionales).
?sta fue en todo caso la condici¨®n del misterioso caballero que me ha tra¨ªdo aqu¨ª, en este fin de semana soleado y feliz, en que por fin estall¨® la primavera y los jardines de La Haya y de Delft amanecieron coloreados de tulipanes. No hay vida m¨¢s inconspicua, rutinaria y provinciana que la que vivi¨® Johannes Vermeer (1632-1675), maestro y comerciante en pintura, nacido y muerto en Delft y cuya biograf¨ªa cabe en dos palabras: pint¨® y procre¨®. ?stas son las ¨²nicas ocupaciones sobre las que sus bi¨®grafos tienen una seguridad incontrovertible: que, en sus 43 a?os de vida, trabaj¨® mucho pero pint¨® poqu¨ªsimo -s¨®lo hay documentados 44 cuadros suyos, de los que han sobrevivido 36- y que fue un marido puntual¨ªsimo, pues tuvo 15 hijos con su mujer, Catharina Bolnes, cuatro de los cuales murieron a poco de nacer.
Es casi seguro que viera la luz y pasara sus primeros anos en una taberna, El Zorro Volador, que regentaba su padre. Tabernero -era, claro est¨¢, una profesi¨®n muy respetable en esta ciudad donde, en el siglo XVII, la cerveza, con la cer¨¢mica y los pa?os, constitu¨ªa la principal fuente de riqueza. A los veinte a?os, con la oposici¨®n de las dos familias, se cas¨® con una muchacha de la minor¨ªa cat¨®lica de Delft (¨¦l hab¨ªa sido hasta entonces protestante), para lo cual se convirti¨® a la "fe papista" (as¨ª la llamaban). Ese mismo a?o fue admitido en la Cofrad¨ªa de San Lucas, lo que le daba derecho a vender sus pinturas y a comerciar las ajenas. No lleg¨® nunca a la prosperidad de las familias opulentas de esta ciudad de 25.000 habitantes, pero tampoco conoci¨® la miseria. Vivi¨® m¨¢s o menos bien, aunque con per¨ªodicas estrecheces, ayudado por su suegra y mercando de cuando en cuando telas italianas para completar el mes, hasta la tremenda recesi¨®n del a?o 1675, que lo arruin¨® (se sospecha que este disgusto lo mat¨®). Era tan minucioso y exigente en su trabajo que el nacimiento de cada uno de sus ¨®leos semejaba un parto geol¨®gico: el promedio de su producci¨®n fue de un par de cuadros por a?o, a lo m¨¢s. Aunque respetado como artista en su peque?a ciudad, en vida no fue conocido fuera de ella ni siquiera en Holanda. La gloria tard¨® un par de siglos en llegar.
Ahora, ella ha alcanzado su pin¨¢culo, con esta exposici¨®n en la Mauritshuis de La Haya, que re¨²ne 23 de sus cuadros, y la complementaria (y magn¨ªfica) en el Prinsenhof de su ciudad natal, titulada Los maestros de Delft: los contempor¨¢neos de Vermeer. En ambas se api?a una muchedumbre cosmopolita y devota -oigo todos los idiomas habidos y por haber- que ha recorrido a veces muchas millas para llegar hasta aqu¨ª. Atestan las salas, y el visitante, entre tantas cabezas y hombros adventicios, se juega la tort¨ªcolis. No importa: habitar por un par de horas el mundo que invent¨® Vermeer es una de esas experiencias que, por un momento, nos colman de felicidad y de entusiasmo vital, pues nos dan la ilusi¨®n de haber tocado el centro crucial de la existencia, de entender el por qu¨¦ y para qu¨¦ estamos aqu¨ª.
Las palabras que inmediatamente sugiere este mundo son: placidez, sosiego, orden, vida dom¨¦stica, familias y costumbres burguesas, prosperidad de comerciantes diligentes. Es un mundo de rutina y eficiencia, sin hero¨ªsmo ni m¨ªstica, urbano y secular, en el que no hay sitio para Eros y sus desmanes, que desconf¨ªa de los sentimientos extremos, sin mucha imaginaci¨®n, aunque, eso s¨ª, bien educado, aseado y atildado. La fe parece asimilada a la vida material y el esp¨ªritu, dotado de poderosas ra¨ªces terrenales, no re?ido, sino en amigable confraternidad con el cuerpo. De los dos cuadros de tema religioso, uno, Cristo en casa de Marta y Mar¨ªa, ha sido aburguesado y secularizado al extremo de que, sin el t¨ªmido halo que circunda a la figura masculina, se podr¨ªa tomar por una amable tertulia de tres amigos que se disponen a merendar. El otro, Alegor¨ªa de la fe, contrariamente a lo que quiere representar -la apoteosis de la verdadera religi¨®n, encarnada en una
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bella matrona que pisa el globo terr¨¢queo y a cuyos pies una serpiente boquea sangre-, es de un preciosismo glacial, donde la mani¨¢tica precisi¨®n y ali?o de cada objeto distancia todo sentimiento y proh¨ªbe la emoci¨®n.
Este mundo es extremadamente sencillo y previsible, amasado en lo cotidiano y enemigo de lo excepcional. Sus motivos son pocos y recurrentes: se?oras y muchachas en elegantes interiores mesocr¨¢ticos, de pulcras baldosas blancas y negras dispuestas en damero, con paisajes y naturalezas muertas vistiendo las paredes y grandes ventanas de cristales l¨ªmpidos que dejan pasar la luz sin macularla. Se cultiva la m¨²sica y se lee, pues aparecen libros entre los brocados y sobre los s¨®lidos muebles, y abundan los instrumentos musicales -clavecines, virginales, mandolinas, flautas- con los que las damas distraen el ocio. El amor de las mujeres por los trapos y las joyas se exhibe sin la menor verg¨¹enza, con la buena conciencia que da a los industriosos mercaderes de Delft el ¨¦xito de los negocios (los barcos de la Compa?¨ªa salen cada semana al Oriente cargados de telas y cacharros de la cer¨¢mica local y repletos de toneles de espumante cerveza para la larga traves¨ªa). Pero, m¨¢s todav¨ªa que los suntuosos vestidos de seda, raso o terciopelo, y los primorosos encajes, lo que deleita a estas acomodadas burguesas son las perlas. Est¨¢n por todas partes, centelleando en las p¨¢lidas orejitas de las muchachas casaderas, enroscadas en los cuellos de las casadas y en todos los adornos imaginados por los astutos joyeros para halagar la vanidad femenina: en broches, diademas, anillos, prendedores y en sartas que regurgitan los tocadores.
Esta prosperidad, sin embargo, no es nunca excesiva, est¨¢ como contenida en el l¨ªmite mismo donde la elegancia se convierte en amaneramiento y el lujo en exhibicionismo y frivolidad. Todo parece tan medido y congenian tan bien en estos hogares las personas y las cosas de que se rodean que es imposible no aceptar a unas y otras como unidas por un v¨ªnculo secreto y entra?able, por una suerte de necesidad. Es un mundo que se puede llamar culto, respetuoso de la ciencia, curioso de lo que hay al otro lado del mar -figura entre sus personajes un ge¨®grafo rodeado de mapas y armado de un comp¨¢s- y convencido de que las artes -sobre todo, la pintura y la musica- enriquecen la vida.
Ahora bien, describir el mundo de Vermeer como yo acabo de hacerlo es una pretensi¨®n in¨²til. ?l fue concebido y realizado con formas y colores, no con palabras, y adem¨¢s, al ser traducido a un discurso conceptual, pierde lo que lo hace irrepetible y ¨²nico: el ser perfecto. No es f¨¢cil definir la perfecci¨®n, pues las definiciones son imperfectas por naturaleza. La mayor¨ªa de los cuadros que pint¨® el maestro de Delft merecen esta alta y misteriosa calificaci¨®n porque en ellos nada sobra ni falta, ning¨²n elemento desentona y todos realzan el conjunto. Los pobladores de esas telas -militares de espad¨®n y sombrero de plumas, doncellas de alabastro, mendrugos de pan o diminutas escorias de una pared- est¨¢n unidos por un v¨ªnculo que parece anteceder a lo que hay en ellos de estrictamente pl¨¢stico, y la belleza que mana de su apariencia no es s¨®lo art¨ªstica, pues, adem¨¢s de deslumbrarnos, nos inquieta, ya que parece dar sentido y realidad a esas hermosas e incomprensibles palabras que la religi¨®n suele usar: gracia, alma, milagro, trascendencia, esp¨ªritu.
Cuando un creador alcanza las alturas de un Vermeer descubrimos qu¨¦ insuficientes siguen siendo, a pesar de todo lo que sabemos, las explicaciones que han dado los cr¨ªticos, los fil¨®sofos, los psic¨®logos, de lo que es el genio de un artista. Los pinceles de ese met¨®dico y anodino burgu¨¦s transformaron el mundo peque?o, sin vuelo imaginativo, sin deseos ni sentimientos impetuosos, de mediocres apetitos y aburridas costumbres en el que vivi¨® y en el que se inspir¨® en una realidad soberana, sin defectos ni equivocaciones, ni ingredientes superfluos o da?inos, en un pa¨ªs de inmanente grandeza y suficiencia est¨¦tica, colmado de coherencia y dichoso de s¨ª mismo, donde todo celebra y justifica lo existente. No s¨¦ si existe el cielo, pero si existe es posible que se parezca al para¨ªso burgu¨¦s de Johannes Vermeer.
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