Defender a los jueces
No est¨¢ muy lejano el tiempo en que los abogados -y todos los que nos acerc¨¢bamos a la justicia- nos dirig¨ªamos a los jueces con un sentimiento reverencial de nada f¨¢cil justificaci¨®n, pero sencillo de explicar.El juez distante, severo, con cara de pocos amigos (cara de juez, se dec¨ªa entonces), sin sentido del humor, que cre¨ªa, incluso de buena fe, que "la justicia era la sanci¨®n de las injusticias establecidas", era hasta hace no muchos a?os el modelo estereotipado que parec¨ªan producir la endogamia judicial, los tribunales de oposiciones y las escuelas judiciales.
Eran como esos fil¨®sofos que Erasmo de Rotterdam describe como "encapuchados y con barba para infundir respeto, que afirman que s¨®lo ellos poseen la sabidur¨ªa y que todos los dem¨¢s mortales no son sino errantes sombras. La suya es", concluye Erasmo, "una forma agradable de locura que les lleva a construir innumerables universos".
Yo sigo recordando todav¨ªa con cierto sobresalto que en mis primeros a?os de abogado os¨¦ pensar que, al comienzo de una audiencia, un juez de instrucci¨®n que ejerc¨ªa en San Sebasti¨¢n me estaba tendiendo la mano. Alargu¨¦ mi mano para corresponder a lo que yo cre¨ªa un saludo, y mi mano qued¨® en el vac¨ªo. Al comenzar el acto judicial, su se?or¨ªa lo inici¨® con estas palabras: "Me ha parecido que el letrado de la parte demandante ha intentado, al entrar, estrechar la mano del juez. No es costumbre, pero, excepcionalmente, hoy lo haremos... ".
Desde aquel d¨ªa, a pesar de que ahora tengo muchos amigos y amigas jueces, me cuido mucho de extender mi mano a un juez en gesto de saludo al principio o al fin de un acto procesal como no preceda un signo inequ¨ªvoco por su parte. Me conformo con el cabezazo de rigor (esa inclinaci¨®n de cabeza leve o profunda, seg¨²n el entusiasmo de cada uno) que los mayores nos ense?aron como lo "pol¨ªticamente correcto" cuando uno viste la toga y oficia ante magistrados.
Afortunadamente, los jueces han cambiado. De aquella familia de jueces distintos y alejados todav¨ªa quedan algunos, pero, hay que reconocerlo, son ya una especie en peligro de extinci¨®n.
Ahora, al calor de la democracia, ha surgido una nueva generaci¨®n de jueces. Jueces en mangas de camisa. Partidarios del jurado. Con otro estilo de hacer justicia. Jueces din¨¢micos e innovadores que distinguen, en las viejas leyes procesales, el grano de la paja. Jueces que creen en la Constituci¨®n y en la necesidad de su aplicaci¨®n inmediata a los ciudadanos. Jueces que tienden la mano, no como aquel de mi historia. Jueces enamorados de su funci¨®n. No de su poder. Que saben que su oficio es tambi¨¦n un servicio. Que saben, como Azor¨ªn, que "la justicia pura, limpia de ego¨ªsmos, es una cosa tan rara, tan espl¨¦ndida, tan divina, que cuando un ¨¢tomo de ella desciende sobre el mundo los hombres se llenan de asombro y se alborotan".
Y esos jueces se afanan, todos los d¨ªas, en traer a este mundo y a esta sociedad ese ¨¢tomo que s¨®lo llegar¨¢ si pasa por sus manos.
Este fen¨®meno. de la nueva judicatura no es s¨®lo espa?ol. Por lo menos, yo lo he apreciado en toda Europa.
Pero a esos jueces, en Espa?a, la ley los hace mudos. En el proceso hablamos todos, menos ellos. Los jueces solamente escriben y escriben lo m¨¢s importante: las resoluciones definitivas o las que sin ser definitivas encierran las decisiones m¨¢s importantes para los derechos de los ciudadanos. Para los directamente afectados y para todos los dem¨¢s, porque la justicia nos concierne a todos.
Cuando los jueces mandaban a alguien a la c¨¢rcel, sobre todo si ese alguien era un perfecto desconocido, mediante un auto escrito en un solo folio y a veces impreso, argumentando ¨²nicamente que hab¨ªa m¨¦ritos suficientes en la causa para privarle provisionalmente de la libertad, yo no o¨ªa ninguna protesta.
Hoy, cuando un juez razona en un auto de 27 folios las poderosas razones que le obligan -digo le obligan- a enviar a la c¨¢rcel a un poderoso, algunos ponen el grito en el cielo protestando por tal derroche de literatura.
Estamos asistiendo a un espect¨¢culo ins¨®lito: el linchamiento moral de determinados jueces los que la ley obliga a conocer y decidir sobre asuntos de especial trascendencia.
Jueces que se tientan la ropa antes de adoptar determinadas decisiones que, aunque provisionales, afectan a la libertad de alg¨²n procesado, sea ilustre o no lo sea. Decisiones que, en su pavorosa soledad, meditan cuidadosamente, porque saben que "pronto se arrepiente quien juzga apresuradamente" y porque suponen con raz¨®n, lo que leer¨¢n y oir¨¢n, al d¨ªa siguiente, en ciertos medios de comunicaci¨®n.
Yo estoy asombrado ante los presuntos delincuentes -tambi¨¦n presuntos inocentes, pero mucho menos inocentes que el resto de los mortales- que, acusados de delitos tan odiosos como el crimen de Estado o el cohecho, insultan a los jueces ante los que acaban de comparecer, en las propias escalinatas de la casa de la justicia, llam¨¢ndoles prevaricadores porque no es otra cosa manifestar que la resoluci¨®n que acaban de conocer y que ha sido dictada por el juez "a sabiendas" es injusta.
Como estoy asombrado de ciertas solidaridades, de ciertos autohomenajes, de ciertas manifestaciones de quienes han sido nuestros rectores pol¨ªticos hasta ayer, de ciertas veladas o no tan veladas amenazas, de ciertas peregrinaciones a c¨¢rceles que recuerdan sospechosamente a las que Herri Batasuna nos tiene acostumbrados, de ciertas reuniones que, por sus componentes y por su intencionalidad, m¨¢s parecen sesiones de una asociaci¨®n de malhechores que otra cosa, de ciertos lazos verdes que envilecen el honroso lazo azul de la libertad...
Como estoy asombrado ante la osad¨ªa de cierto abogado, procesado por encubrimiento de delitos tan execrables como el secuestro, las torturas o el asesinato, que con insolencia incre¨ªble afrenta a los jueces, tambi¨¦n en la puerta del palacio de justicia, en lugar de combatir sus resoluciones con las armas de la raz¨®n y el derecho, sustituyendo as¨ª la pobreza de su defensa por la desverg¨¹enza de su sinraz¨®n. Pero la verdad es que no debiera de asombrarme de todo esto, porque ?qui¨¦n conoce a un delincuente que no odie a sus jueces?
Este pa¨ªs requiere una limpieza a fondo. Este pa¨ªs necesita que lo llevemos inmediatamente, y todo ¨¦l, a la tintorer¨ªa. Es insoportable tanta inmundicia y tanto hedor.
Y en este momento, ese trabajo ¨ªmprobo de limpieza social gravita sobre la espalda, d¨¦bil porque es humana, de solamente seis o siete jueces. No les podemos dejar solos. Las gentes decentes de este pa¨ªs tienen que cerrar filas detr¨¢s de ellos. Los juristas tenemos la obligaci¨®n de prestarles nuestro apoyo sin reservas. Los abogados que en otros tiempos de turbulencia tuvimos que defender a los m¨¢s desprotegidos, a veces, frente a los jueces, tenemos hoy la obligaci¨®n moral ineludible de alzarnos en la defensa de estos jueces.
Este pa¨ªs, convulso y crispado, se merece severas calificaciones, pero todav¨ªa no, aunque a algunos les duela, la severa sentencia del Talmud: "?Ay de la generaci¨®n cuyos jueces merecen ser juzgados!".Juan Mar¨ªa Bandr¨¦s es abogado.
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