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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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En ausencia de Blanca

Antonio Mu?oz Molina

Por Pas¨® el fin de semana pregunt¨¢ndose qu¨¦ pasos podr¨ªa dar a continuaci¨®n, cu¨¢l ser¨ªa la manera m¨¢s propicia de acercarse otra vez a Blanca. A los veintiocho a?os, la experiencia sentimental de Mario era sumamente limitada. Hasta los veinticinco tuvo una novia con la que planeaba casarse, pero que lo dej¨® varios meses antes de la boda, sin duda por aburrimiento, aunque ella pretextara que se hab¨ªa enamorado de otro. A todo el mundo le gusta atribuir motivos nobles a sus actos, y Juli, la novia de Mario, que llevaba siete a?os ya saliendo con ¨¦l, debi¨® de pensar que el amor infiel era una justificaci¨®n m¨¢s s¨®lida o m¨¢s prestigiosa que el tedio: hab¨ªan compartido uno de esos eternos noviazgos de provincias que empiezan al final de la adolescencia y terminan una d¨¦cada despu¨¦s en un matrimonio de antemano let¨¢rgico, m¨¢s pr¨®ximo, por su inevitabilidad y su inmutabilidad, al reino de la naturaleza que al de los sentimientos y los actos humanos, uno de esos noviazgos en los que el futuro es m¨¢s invariable que el pasado, no s¨®lo el vestido blanco en la puerta de la iglesia, el piso con muebles nuevos imitaci¨®n roble, el viaje de novios a Canarias o a Mallorca y el embarazo inmediato, sino tambi¨¦n la rec¨®ndita y mutua sospecha de estafa, la aburrida amargura de los paseos dominicales, con o sin cochecito infantil, el dulce embrutecimiento familiar, tan semejante al sopor de despu¨¦s de una comida.Que Juli tuviese la entereza inusitada de romper con Mario, y que inventara una infidelidad inexistente para justificarse, eran indicios del grado de aburrimiento y desilusi¨®n en que se hab¨ªan ido sumergiendo al cabo de los a?os. Al principio, Mario soport¨® mal la humillaci¨®n

de haber sido abandonado, y tendi¨® a confundir su despecho con el sufrimiento del amor. Escribi¨® algunas cartas suplicadoras o insultantes, en las que no faltaban lugares comunes dictados por la literatura, reflexion¨® sobre la inconstancia de las mujeres, rond¨® algunas tardes el edificio donde estaba la gestor¨ªa en la que trabajaba su ex novia, con la novelesca idea de sorprenderla junto a su rival, palabra ¨¦sta muy utilizada entonces en los seriales sudamericanos de la televisi¨®n.

Luego, despu¨¦s de las vacaciones de verano, empez¨® a descubrir que pasaba d¨ªas enteros sin acordarse de ella, y un poco m¨¢s tarde cay¨® en la cuenta de que en realidad nunca la hab¨ªa echado de menos. El piso que hab¨ªa comprado para compartir con ella le parec¨ªa ahora un lugar en el que era muy agradable vivir solo. Eligi¨® los muebles a su gusto, se impuso una apacible austeridad a fin de encarar sin agobios las mensualidades de la hipoteca, se

hizo socio de un videoclub y del C¨ªrculo de Lectores. En la Diputaci¨®n le reconocieron el primer trienio. Empez¨® a trabajar algunas horas por las tardes en el estudio de aparejadores que acababan de poner unos antiguos compa?eros suyos de pensi¨®n. Se administraba tan cuidadosamente que este segundo sueldo pudo ahorrarlo ¨ªntegro en el plazo de un a?o.

Sus padres, ya jubilados, viv¨ªan solos en el pueblo, y su ¨²nico hermano, ocho a?os mayor que ¨¦l, era un sargento primero de la guardia civil destinado en Ir¨²n: Mario se cre¨ªa en la obligaci¨®n de traerse a sus padres a vivir con ¨¦l a Ja¨¦n, y aunque les ten¨ªa mucho afecto, sobre todo a su madre, era consciente de que se hallaban muy cerca de las primeras dificultades de la vejez, y de que a la vuelta de unos pocos a?os su compa?¨ªa iba a ser una esclavitud. Un d¨ªa, contra toda costumbre, su padre lo llam¨® a la oficina, y le dijo no sin solemnidad que ¨¦l y su madre iban a ingresar el mes siguiente en una residencia de la Seguridad Social en Linares.

A Mario le dio tanta alegr¨ªa la noticia que se sinti¨® un canalla. Dijo sinceramente, con una presi¨®n de l¨¢grimas y de congoja en el pecho, que mientras ¨¦l pudiera hacerse cargo de ellos eso no iba a suceder. Al ponerse en el tel¨¦fono, su madre estaba llorando: era lo mejor para todos, repet¨ªa, con las mismas palabras que su padre, as¨ª ninguno de los dos ser¨ªa nunca una molestia. Ese fin de semana Mario condujo hasta el pueblo y llev¨® a sus padres a la residencia, que era un lugar amplio, melanc¨®lico y limpio, con capilla moderna y dormitorios como de hostal, con una sorprendente animaci¨®n en la cafeter¨ªa y en los salones sociales.

El domingo se le hizo de noche mientras conduc¨ªa de vuelta hacia Ja¨¦n, oyendo tristemente en la radio los resultados deportivos. Pero lo que sent¨ªa era la tristeza liviana y en el fondo saludable de la libertad, y cuando entr¨® esa noche en su piso le pareci¨® que por primera vez le pertenec¨ªa ¨ªntegramente, igual que la vida futura, en la que ya no estar¨ªa atado por los v¨ªnculos de la primera juventud, sus padres y su novia, los recuerdos opresivos del pueblo a donde seguramente ya no volver¨ªa, puesto que no le quedaba all¨ª nadie a quien visitar. Con una calmosa aprobaci¨®n hacia sus propias decisiones pr¨¢cticas examin¨® los muebles, todav¨ªa escasos, la cocina impoluta, el dormitorio que iba a ser de matrimonio y en el que ahora s¨®lo dormir¨ªa ¨¦l, las pocas l¨¢mparas que ya ten¨ªa instaladas. Cen¨® sentado a la mesa de la cocina, sin permitirse ese mal¨¦fico abandono de los que comen siempre a solas y de cualquier manera. Vio una pel¨ªcula en la televisi¨®n y se qued¨® dormido en el sof¨¢ antes de que terminara. A medianoche lo despert¨® el tel¨¦fono. S¨®lo al comprobar que era una llamada err¨®nea se dio cuenta de las ganas que hab¨ªa tenido de hablar con alguien aquella noche de domingo. Apag¨® la televisi¨®n, orden¨® un poco el comedor, aunque no hab¨ªa casi nada fuera de lugar, se lav¨® los dientes, aclar¨® el cepillo y tap¨® con cuidado el tubo de dent¨ªfrico, eligi¨® un pijama limpio en el armario que ahora era demasiado grande, entr¨® con placer adelantado en las s¨¢banas, que hab¨ªa cambiado el viernes por la tarde, antes de viajar a su pueblo. Apag¨® la luz, crey¨¦ndose todav¨ªa muerto de sue?o, y al quedarse en la oscuridad comprendi¨® que por alg¨²n motivo el sue?o se hab¨ªa disipado. Volvi¨® a encender la luz: se le hab¨ªa olvidado conectar el despertador, precauci¨®n que cumpl¨ªa siempre, pero que era innecesaria, pues se despertaba autom¨¢ticamente todas las ma?anas hacia las siete y cuarto.

Unos d¨ªas despu¨¦s, mientras hac¨ªa cola ante la ventanilla de un banco, se encontr¨® con Juli, y ninguno de los dos supo al principio qu¨¦ decir, ella porque hab¨ªa enrojecido y estaba nerviosa, Mario porque en el curso de muy poco tiempo hab¨ªa perdido todo inter¨¦s en ella. La vio menos joven de la edad que ten¨ªa, un poco antigua y vulgar, con su falda tableada y sus botas altas y marrones, llevando un archivador de pl¨¢stico negro con el escudo en letras doradas de la .gestor¨ªa Nuestra Se?ora de la Cabeza. Charlaron unos minutos, mientras le llegaba el turno a Mario en la ventanilla. Juli -de pronto su nombre parec¨ªa rid¨ªculo- le dijo que se hab¨ªa acordado mucho de ¨¦l, que no quer¨ªa que perdieran todo el contacto: podr¨ªan llamarse de vez en cuando, a charlar como viejos amigos. Mario se mostr¨® de acuerdo, si bien tuvo la destreza de postergar hac¨ªa un futuro impreciso la cita que ella estaba proponi¨¦ndole. Fue un alivio salir del banco y no verla. Si Juli no hubiera roto con ¨¦l ahora llevar¨ªan tres semanas casados. Qu¨¦ raro, pens¨® mientras volv¨ªa a la oficina, he estado a punto de casarme con una desconocida, he sufrido por una mujer que en realidad no me gustaba.

Ya no volvieron a verse. Era posible que ella se hubiera cambiado de ciudad, o que hubiera regresado a su pueblo: sol¨ªa decir que las capitales tan grandes y ruidosas como Ja¨¦n la agobiaban. Durante a?os a Mario le pareci¨® que Juli se le hab¨ªa borrado de la vida y de la memoria sin dejar ni una huella, sin interferir en el destino que lo guiaba hacia Blanca. S¨®lo mucho m¨¢s tarde, en la plenitud irrespirable de su desgracia, volvi¨® a pensar en su primera novia y en el porvenir con ella que no hab¨ªa llegado a suceder, y temi¨® que por un colosal malentendido, por una equivocaci¨®n en las leyes del mundo, alguien le hubiera asignado una biograf¨ªa que en realidad no era la suya, haci¨¦ndole casarse con una mujer obviamente adecuada para otro, tal vez no el pintor Naranjo, ni el desalmado On¨¦simo, pero en cualquier caso, otro, no ¨¦l, Mario, otro m¨¢s alto, m¨¢s rubio, m¨¢s culto, m¨¢s viajero, m¨¢s imaginativo, m¨¢s parecido a ella, no un delineante de la Diputaci¨®n provincial de Ja¨¦n cuyas expectativas vitales se correspond¨ªan en realidad no con las de Blanca, por mucho que los dos quisieran intentarlo y creerlo, sino con las de la secretaria de una gestor¨ªa, con el tipo de mujer que encarnaba exactamente Juli, una mujer que nunca sufrir¨ªa por no poder asistir¨¢ la Bienal de Venecia o a la premi¨¨re de Madama Butterfly en el Covent Garden de Londres, es m¨¢s, que no sabr¨ªa nada sobre arte moderno ni sobre ¨®pera, ni sobr¨¦ el Covent Garden, sin ser por eso imb¨¦cil, ni funcionaria mental, como dec¨ªa Blanca tarifas veces, como si en ser funcionario hubiera algo de deshonra...

En los peores d¨ªas, en sus m¨¢s negras diatribas contra s¨ª mismo, en tantas noches de no dormir y de estar tendido en la oscuridad junto a la lejan¨ªa inviolable de

Blanca, a Mario le dio por lacerarse con el pensamiento de que tendr¨ªa que haberse casado con la otra, con Juli, que tendr¨ªa que haber acudido a aquella cita que ella le propuso cuando se encontraron en el banco: se acus¨® de insensata soberbia, de vanidad masculina, de ambici¨®n, de haber aspirado a lo que no le correspond¨ªa, se imagin¨® abandonando fr¨ªamente a Blanca y yendo en busca de Juli, calcul¨® que si no hubiera roto con ella ahora tendr¨ªa ya dos o tres hijos, el mayor de diez a?os, y en su delirio rencoroso se representaba tan vivamente aquella vida con otra que sin remedio se sent¨ªa desleal a Blanca, y lo asustaba el peligro de no haberla conocido, y por un fervoroso mecanismo de compensaci¨®n y consuelo se entregaba al recuerdo ilimitado de todas las cosas que hab¨ªa disfrutado gracias a ella y con ella, y comparaba aquellos a?os de entusiasmo y pasi¨®n con los trienios de estabilidad conyugal y paternal que habr¨ªa ido cumpliendo en compa?¨ªa de Juli, tan rutinariamente como cumpl¨ªa trienios en la diputaci¨®n. No era s¨®lo que estuviese loco por Blanca, que le gustara m¨¢s que cualquier otra de las mujeres que ve¨ªa en la realidad, en las pel¨ªculas o en los anuncios, o que se le encendiese el deseo nada m¨¢s que record¨¢ndola desnuda o roz¨¢ndose con ella en la cocina, mientras fregaban los platos: era que en todos los a?os de su vida s¨®lo hab¨ªa estado enamorado de ella, de modo que su idea del amor le resultaba inseparable de la existencia de Blanca, y corno hab¨ªa probado el amor y ya no sab¨ªa estar sin ¨¦l y no imaginaba que se le pudieran ofrecer otras mujeres, no le quedaba otro remedio para seguir viviendo que vivir siempre junto a ella, en las condiciones que fuesen, comprendi¨® casi al final, vencido, tal vez indigno, m¨¢s enamorado que nunca: en las que Blanca, o la desconocida o la sombra que la suplantaba, le quisiera dictar.

De lo que m¨¢s amargamente se acusaba a s¨ª mismo era de falta de vigilancia y de astucia, de un exceso de confianza no en el amor ni en la lealtad de Blanca, a quien nunca reprochar¨ªa nada, sino en la naturaleza masculina, o en su abyecta versi¨®n representada por aquel individuo cuyo nombre Mario hab¨ªa escuchado y le¨ªdo varias veces sin prestarle atenci¨®n, sin darse cuenta de que el ¨²nico y verdadero peligro proced¨ªa de ¨¦l. ?Vio por primera vez el nombre de Lluis On¨¦simo en alguno de los suplementos culturales que Blanca repasaba tan ¨¢vidamente los s¨¢bados por la ma?ana, durante el desayuno, lo escuch¨® en la televisi¨®n, en aquel programa, Metr¨®polis, en mitad del cual siempre se quedaba dormido, o fueron los labios sagrados de Blanca los que formaron sus s¨ªlabas por primera vez, con la misma generosidad reverente y del todo inmerecida con que repetian tantos nombres que en Mario s¨®lo provocaban un eco de desconocimiento o de hostilidad, nombres de artistas, de escen¨®grafos, de core¨®grafos, de literatos envanecidos y miserables a los que ella se acercaba despu¨¦s de sus conferencias, pidi¨¦ndoles con su voz c¨¢lida y rendida una dedicatoria, unos minutos de conversaci¨®n? El rencor le afilaba la memoria: la primera vez que oy¨® el nombre de Lluis On¨¦simo fue un martes cualquiera de junio, un d¨ªa semejante a todos los d¨ªas dulces y mon¨®tonos de su perdida felicidad, y se acordaba incluso del primer plato que hab¨ªa preparado Blanca, una vichysoisse, y de que en el telediario hab¨ªan puesto un reportaje sobre Frida Kahlo que a ¨¦l le alarm¨® mucho, pues ignoraba a¨²n que a Blanca, en uno de sus impetuosos vaivenes est¨¦ticos, hab¨ªa dejado de interesarle la pintura de Frida Kahlo, y que muy pronto, atra¨ªda fatalmente hacia la gravitaci¨®n intelectual del On¨¦simo, abjurar¨ªa de lo que el desalmado artista valenciano llamaba con desprecio "los soportes tradicionales": hab¨ªa terminado la ¨¦poca de los formatos cl¨¢sicos, del lienzo, del ¨®leo, hasta del acr¨ªlico, la ¨¦poca del Pintor con may¨²scula, elitista y excluyente, un residuo del siglo XIX, una parodia cuyo extremo pat¨¦tico ahora resultaba encarnar el obsoleto Jimmy N.

Estas cosas se las oy¨® Mario a Llu¨ªs On¨¦simo durante la primera y ¨²nica comida que compartieron, el d¨ªa en que Blanca los present¨®, y aunque no entend¨ªa nada y le desagradaba mucho el aspecto y hasta el exagerado acento del artista, Mario recibi¨® con una complacencia ruin la denostaci¨®n de su ex-rival Naranjo, y observ¨®, con ternura, con l¨¢stima, casi con remordimiento, que al escuchar esas palabras Blanca bajaba la cabeza y apretaba los labios, y no se atrev¨ªa a defender al hombre a quien hasta no mucho tiempo atr¨¢s hab¨ªa admirado tanto.

Con lucidez dolorosa, con la amargura retrospectiva de no haber adivinado a tiempo, Mario comprendi¨® cuando ya era tarde que el desinter¨¦s s¨²bito de Blanca por Frida Kahlo, que a ¨¦l le hab¨ªa aliviado tanto, era el indicio de que acababa de contraer una nueva y desmesurada admiraci¨®n: lo hab¨ªa aprendido todo sobre On¨¦simo en las revistas de arte y en el suplemento de El Pa¨ªs, hab¨ªa le¨ªdo las cr¨®nicas sobre lo que ella misma llamaba sus "instalaciones", hab¨ªa admirado con el mismo ¨ªmpetu de reci¨¦n convertida sus declaraciones p¨²blicas, con frecuencia escandalosas, su cabeza afeitada, sus ropas negras, el tatuaje oriental que ten¨ªa en el dorso de la mano derecha, sus anillos. Hab¨ªa pensado, con un sentimiento inaceptable de postergaci¨®n e injusticia, que jam¨¢s le ser¨ªa dado asistir en persona a una instalaci¨®n o a una de las performances de Llu¨ªs On¨¦simo, hab¨ªa imaginado como un regalo imposible la maravilla de una conversaci¨®n con ¨¦l, muy larga, de una noche entera, con cigarrillos y copas, hablando de arte, de pel¨ªculas que en Ja¨¦n nadie conoc¨ªa, de libros que en aquella ciudad no hab¨ªa le¨ªdo nadie m¨¢s que ella. Y de pronto un d¨ªa, uno de aquellos d¨ªas suavemente mon¨®tonos que a Mario le gustaban tanto, Blanca ley¨® en el peri¨®dico local que Llu¨ªs On¨¦simo preparaba una exposici¨®n y una conferencia en el Aula de Cultura de la Caja de Ahorros, y pudo hablar con ¨¦l, y se ofreci¨® para ayudarle en el montaje de sus obras, voluntariosa y entusiasta, arrobada, incontenible. Nada m¨¢s verlos juntos, despu¨¦s de aguantar durante dos horas la palabrer¨ªa de On¨¦simo y sus modales vomitivos con la comida -curioso que Blanca, tan exigente en todo, no pareciese reparar en ellos-, Mario L¨®pez pens¨® con pavor y clarividencia que aquel individuo impresentable le iba a quitar a su mujer.

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