El Madrid que habit¨® Vel¨¢zquez
De c¨®mo viv¨ªan los 1.200 residentes de la Casa del Tesoro en la Villa y Corte del siglo XVII
Un sirviente de Felipe IV, a la pregunta de d¨®nde y c¨®mo viv¨ªa en la mitad del siglo XVII, contestar¨ªa, m¨¢s o menos, as¨ª:"Mi nombre no importa. Mi cargo algo m¨¢s: ahora trabajo de ayudante en las cocinas reales. Y como cualquier servidor de Felipe IV, vivo en la Casa del Tesoro, al lado del Alc¨¢zar. Es un lugar c¨®modo y amplio, aunque oscuro. En esto, en lo de la oscuridad, se parece al palacio: me han contado que las habitaciones del Alc¨¢zar tampoco son m¨¢s luminosas. Constituye una costumbre de los Austrias: largos corredores y estrechos pasillos adornados con tapices y ricas pinturas, pero l¨²gubres y algo tristones.
Oscuro, s¨ª; pero no silencioso. En esta Casa del Tesoro, por lo menos en la planta destinada a los servidores, hay un desbarajuste, un trasiego y un ruido de mil demonios. No es para menos. Aqu¨ª vivimos cerca de 1.200 personas, enteramente dedicadas a servir al rey. Hay sumilleres, ayudas de c¨¢mara, mayordomos de semana, el que le cuida los ¨²tiles de torear, los encargados de los perros de la caza, el que controla la plata y los manteles de la mesa, el que coloca la alfombra cuando el rey s¨¦ dispone a entrar al comedor, el que le viste y el que le desnuda. Claro que estos ¨²ltimos son servidores de alto rango, nobles de sangre limpia y ¨¢rbol geneal¨®gico ancho. Nosotros, por as¨ª decir, servimos a los servidores.
La Casa del Tesoro -parecida al edificio que acaban de construir en la calle Mayor y que sirve de Ayuntamiento al corregidor [alcalde]- se construy¨®, por mandato del padre del actual rey, a principios de siglo. La raz¨®n era simple: el ej¨¦rcito de servidores que abarrotaba el palacio.
Ahora nos encontramos m¨¢s desahogados. La construcci¨®n, cuadrada tiene tres plantas: en la baja vivimos los servidores m¨¢s humildes. Y un mont¨®n de viudas, ya que aqu¨ª es privilegio de las viudas quedarse con la vivienda una vez muerto el marido sirviente.
La primera planta est¨¢ reservada a los criados de m¨¢s categor¨ªa o a los visitantes ilustres. Cuentan, los que las han visto, que las habitaciones de esta planta son espl¨¦ndidas, con tapices y pinturas en todas las paredes. Ah¨ª se han alojado nuncios, cardenales, pr¨ªncipes y princesas. Y ah¨ª vive don Diego Vel¨¢zquez, cuyo cargo oficial, y el que le da rango, es ayudante de aposentador, algo as¨ª como decorador, pero que, en realidad, es el pintor de c¨¢mara del rey. La tercera planta est¨¢ reservada para los criados de los que viven en la segunda.
No siempre estamos aqu¨ª. Cuando el rey quiere trasladarse a sus otras residencias, al palacio del Buen Retiro, por ejemplo, viajamos con ¨¦l 700 personas. Atravesamos toda la, ciudad en una comitiva de gran aparato que asombra siempre a la poblaci¨®n.
Y tardamos, porque la capital ha crecido. En Madrid residen ahora 100.000 habitantes -hace 100 a?os no llegaban a 8.000- Su per¨ªmetro alcanza desde el Alc¨¢zar al paseo del Prado, y desde la plazuela de San Bernardo a la Puerta de Toledo y Atocha. Por la noche es una ciudad peligrosa y oscura; aqu¨ª la gente tira de espada para cualquier cosa. El Campo del Moro, por ejemplo, es famoso como escenario donde se resuelven los desaf¨ªos.
Sin embargo, por la ma?ana es distinto: los madrile?os somos madrugadores. A las seis (siete en invierno) ya desayunamos donde nos gusta y lo que nos gusta: en los bodegones de la Puerta del Sol, tocino asado. Hay otro desayuno t¨ªpico callejero que nos encanta y que es capaz de sacudirle a uno el fr¨ªo que baja de la sierra en invierno: el letuario. Lo pregonan y lo venden por todas partes, y no consta sino de aguardiente ali?ado con c¨¢scaras de naranja y confitura.
Con esto metido en el est¨®mago cada uno va donde le corresponde. Nosotros a palacio; los vendedores de carne al por mayor, al Rastro -as¨ª se llama esta zona de Madrid por el rastro de sangre que dejan las reses-; los agricultores, a sus huertas del Manzanares; los mercaderes de joyas y los prestamistas, a la calle Mayor y alrededores; cerca del r¨ªo, los zapateros y pellejeros; en la calle de las Huertas, los fruteros y labradores; los poetas, al mentidero de la calle de Le¨®n, a intentar colocar sus comedias, y las viudas de soldados, o los mutilados de guerra, o los que han dado un traspi¨¦ en la vida, a los aleda?os de la plaza del Alc¨¢zar, a pedir un favor a los poderosos.
Muchos de estos desdichados se embarcar¨¢n a las Indias y ya no volver¨¢n. Y por todas partes de la ciudad, pedig¨¹e?os, mendigos, saltimbanquis, contadores de romances, charlatanes que en cualquier atrio te venden el ¨²ltimo remedio para la caries o el dolor de huesos por un maraved¨ª. Por las calles se vende cualquier cosa. Hasta pedacitos de barro, que las damas tragan a fin de acentuar la palidez, signo, como todo el mundo sabe, de belleza. Por la tarde, los nobles se acercan al paseo del Prado o al Pardo a pasear en coche de caballos. Est¨¢ prohibido que las mujeres viajen solas con los visillos corridos. Pero todo el mundo sabe que no hacen caso.
Despu¨¦s de trabajar, los madrile?os gustamos mucho de salir al teatro. Todos los d¨ªas hay comedia, excepto en Cuaresma, cuando s¨®lo se representan autos sacramentales. Para hacerse una idea de la importancia que otorgamos a las obras de teatro, s¨®lo hay que recordar al genial Lope de Vega. Madrile?o, muerto en 1635, fue -y todav¨ªa es- una suerte de h¨¦roe popular de su ciudad. Su retrato pend¨ªa en muchos hogares, ya fueran de nobles o no. Su paseo diario se llenaba de mujeres y hombres que le requer¨ªan para besarle o para solicitar su bendici¨®n, como si fuera un santo.
Adem¨¢s del teatro nos gustan, claro est¨¢, los toros. Nadie en Madrid falta a la plaza Mayor cuando hay corrida. Ni el mismo rey, del que dicen, por cierto, que ha toreado alguna vez. Se instalan unos andamios, se tapian las salidas, y los que viven en la plaza tienen que abandonar obligatoriamente su casa para dejar sus balcones a los nobles y a los altos cargos.
En esta misma plaza Mayor se celebran los juicios p¨²blicos de la Inquisici¨®n a las personas acusadas de brujer¨ªa, que terminan por lo general abrasadas en la hoguera.
Otro de nuestros entretenimientos favoritos -aparte de darle al naipe- es el Carnaval. Las mujeres se embadurnan la cara con polvos y arrojan a los hombres c¨¢scaras de naranja. En las calles se colocan cuerdas que el peat¨®n no ve y cuando ¨¦ste tropieza y cae, se le arroja agua maloliente, o un perro, o un gato.
Al Carnaval, le sucede la Cuaresma, y a la Cuaresma la primavera, y a ¨¦sta el verano de aqu¨ª, seco y asfixiante. ¨²ltimamente es moda enfriar todo -hasta el caldo- con nieve que se trae de la sierra en mulas y no hay madrile?o que desprecie el agua fr¨ªa de jazm¨ªn, o de canela, o de clavel.
Los inmigrantes de toda Espa?a que vienen a instalarse en la Corte se asombran de que por las calles se vendan estas aguas heladas, pero a los pocos meses ya se han aficionado como cualquier natural de la Villa. A su vez, los inmigrantes est¨¢n cambiando nuestra ciudad. Pronto el muro que rodea Madrid ser¨¢ incapaz de contener su vertiginoso crecimiento".Este reportaje ha sido elaborado con la colaboraci¨®n de la especialista Virginia Tovar.
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