Giacometti en la Coupole
En los a?os sesenta, en Par¨ªs, yo dedicaba todos los domingos a escribir un art¨ªculo. Ten¨ªa un acuerdo con una publicaci¨®n de Lima que, a cambio de esas colaboraciones semanales, me pagaba un pasaje de avi¨®n que me permit¨ªa pasar mis vacaciones anuales en el Per¨². Esos art¨ªculos me costaban un trabajo infernal. Eran s¨®lo cuatro o cinco cuartillas a doble espacio, de tema libre, que, cada fin de semana, desde que comenzaba a escribirlos hasta que les pon¨ªa el punto final, me ten¨ªan atado a la m¨¢quina de escribir, fumando como una chimenea, rompiendo y rehaciendo papeles, ocho o diez horas por lo menos. Cuando acababa, ya entrada la noche, y si lo permit¨ªa el presupuesto, me premiaba yendo a La Coupole, en Montparnasse, a despachar un Carr¨¦-d'agneau con una cerveza de barril y unos huevos a la nieve, de postre.All¨ª estaba, sin fallar nunca, Alberto Giacometti. Su cara caballuna surcada a hachazos, su hirsuta melena, sus grandes manazas de campesino preindustrializado aparec¨ªan infaliblemente en las mesas de la terraza, o en las del restaurante, entre nubes de un humo que ¨¦l mismo expel¨ªa por un rinconcito de la boca, en la que siempre colgaba, como en las fotos de Jacques Pr¨¦vert, un distra¨ªdo cigarrillo. Nunca cruc¨¦ una palabra con ¨¦l, pero coincid¨ª tantas veces con su llamativa figura en esos domingos de La Coupole que lleg¨® a ser para m¨ª una presencia familiar, algo m¨¢s que un conocido, casi un amigo. Siempre le tuve admiraci¨®n y, adem¨¢s, un respeto que no recuerdo haber sentido por ninguno de los otros grandes artistas que tronaban y reinaban en el Par¨ªs de aquellos a?os, incluso aquellos, como Picasso, cuya genialidad estaba fuera de toda duda. Ocurre que Giacometti me dio siempre la impresi¨®n, en todas las obras que vi de ¨¦l -esculturas, dibujos o pinturas-, y en todos los testimonios sobre su propio trabajo que le¨ª, de ser constitutivamente incapacitado para la pose o el embauque, un enemigo ac¨¦rrimo y permanente de toda forma de facil¨ªsimo o concesi¨®n, un artista que nunca se distrajo de la b¨²squeda obsesiva de la perfecci¨®n. En el ensayo que le consagr¨®, Sartre dec¨ªa que hasta en las piezas m¨¢s m¨ªnimas de Giacometti transpiraba ese empe?o de tocar el absoluto que guiaba su vocaci¨®n.
En la gran retrospectiva que le dedica en estos d¨ªas la Royal Academy de Londres, uno descubre que aquello no era s¨®lo un empe?o o una b¨²squeda, pues, desde sus primeras pinturas de adolescente, hasta el busto del fot¨®grafo Elie Lotar en el que trabajaba cuando muri¨®, Giacometti alcanz¨® un nivel de excelencia sostenido, sin ca¨ªdas, mientras desarrollaba una obra cuya originalidad y profundidad quedar¨¢n sin duda como uno de los m¨¢s altos logros cuando se haga el balance del arte contempor¨¢neo. La ¨¦poca se refleja en esa obra, por supuesto; pero en ella hay mucho m¨¢s que un pronunciamiento sobre la sensibilidad o los mitos reinantes, los valores est¨¦ticos en boga o la tradici¨®n: una visi¨®n de lo humano que desconoc¨ªamos y que se nos impone como cierta y aut¨¦ntica, aunque no sea estimulante ni bella, sino, m¨¢s bien, lastimosa y tr¨¢gica.
Como era amigo de Sartre y Genet, que escribieron sobre ¨¦l y lo adoptaron, se ha convertido en un lugar com¨²n decir que Giacometti fue un creador 'existencialista', algo que no quiere decir gran cosa, o dice tantas cosas a la vez que no sirve para definir lo que hay en su obra de espec¨ªfico e intransferible. Pero 'eso' que tienen de propio y ¨²nico sus figurillas ahiladas, a las que el artista parece haber rescatado in extremis, cuando, inmersas en un proceso de progresiva escualidez, estaban a punto de desintegrarse, de volver a la inexistencia y a la nada, lo percibimos y sentimos, con absoluta nitidez, cuando nos encaramos con ellas, y las observamos dentro de esos cubos carcelarios en que a veces se encuentran, y nos sentimos observados por ellas, desde su remot¨ªsima soledad, y descritos, revelados en lo que hay en nosotros, bajo las apariencias enga?osas, de insignificancia, nader¨ªa, soledad y perecimiento. Aunque la obra art¨ªstica de Giacometti representa un vasto dominio -un universo- por su significaci¨®n y resonancias, los materiales y experiencias con que fue elaborada son m¨ªnimos: su padre, su madre, su hermano Diego, un par de amantes y Annette, su mujer. Es verdad que vivi¨® y trabaj¨® cerca de cuarenta a?os en Par¨ªs -en dos cuartitos min¨²sculos de la Rue Hippolyte Maindron, que aparecen como fondo de alguno de sus cuadros-, pero no le hizo falta. Da la sensaci¨®n, por la ol¨ªmpica indiferencia que mostr¨® a las modas transe¨²ntes, que este provinciano suizo hubiera hecho lo mismo aun si no hubiera salido nunca del valle de Bregaglia. Sus escarceos con el, cubismo y el surrealismo, en los a?os veinte, no lo apartaron de, pero s¨ª sublimaron y estilizaron, su tem¨¢tica recurrente y mani¨¢tica -la representaci¨®n de la figura humana-, de modo que, pese a "las diferencias formales y t¨¦cnicas, sus piezas cubistas o surrealistas no constituyen una ruptura en ese medio siglo de que hacer art¨ªstico de Giacometti, que ahora aparece como una rectil¨ªnea e incesante recreaci¨®n, en telas, cartulinas, piedras y metales, de rostros y cuerpos, aislados de su entorno geogr¨¢fico y social, trasladados de lo hist¨®rico a un plano metaf¨ªsico o abstracto y encapsulados en un espacio intemporal, que, en contraste o simbiosis con esas figuras, adquiere una presencia poco menos que visible y siempre sobrecogedora.
No es una- met¨¢fora decir que el espacio es un personaje en las piezas de Giacometti. Lo es en un sentido literal, tanto en sus esculturas, donde las figurillas esmirriadas e incomunicadas nos parecen estar siendo constre?idas, adelgazadas, por ese ¨¢mbito vac¨ªo tan amenazador que las circunda, como en sus maravillosos retratos al ¨®leo -el de Annette, el de su madre, el de Genet, el de Diego y tantos otros-, donde las personas se hallan subsumidas, atrapadas, en una invisible tela de ara?a, por la presi¨®n feroz de un entorno que las va disminuyendo y deshaciendo. El espacio es, en estas obras, el tiempo, el gran erosionador, el lento e implacable sepulturero de lo existente, un escurridizo personaje al que las manos brujas de Giacometti consiguieron capturar y retratar de una manera sutil. Por eso, se podr¨ªa decir de ¨¦l que fue el artista moderno que reflej¨® mejor en su obra la condici¨®n humana, existencia fugaz abocada a la extinci¨®n.
Pero a Giacometti no le hubiera gustado que se dijera de su obra nada tan trascendente y solemne. Era un hombre frugal y muy sencillo, no s¨®lo por la modestia con que siempre vivi¨®; tambi¨¦n, porque nunca pudo ver en su obra nada excepcional, sino un esfuerzo, siempre frustrado, en pos de una inalcanzable perfecci¨®n. No hab¨ªa pose alguna cuando lo dec¨ªa; era tan cierto como el malestar que le causaban los elogios, los premios. ?l sab¨ªa, como aut¨¦ntico creador que era, que, a la hora de la verdad, se hallaba tan desvalido e impotente como al principio, cuando descubri¨® su vocaci¨®n y se sent¨ªa abrumado por el p¨¢nico de aventurarse por el sendero del arte, que su padre recorr¨ªa ya con tanto ¨¦xito. Hasta el ¨²ltimo d¨ªa, Giacometti fue un perfeccionista irreductible; todo lo que hac¨ªa le parecia mal, y por eso lo deshac¨ªa y rehac¨ªa hasta rozar el masoquismo y la locura. Hay un maravilloso testigo (y v¨ªctima) de esta dureza autocr¨ªtica a la que Giac¨®metti somet¨ªa su trabajo: el libro de su amigo y bi¨®grafo, James Lord (A Giacometti portrait), contando las horcas caudinas por las que pas¨®, posando para el artista, quien, cada ma?ana, a lo largo de semanas y semanas, deshac¨ªa y rehac¨ªa lo hecho, exigiendo a su modelo, adem¨¢s, una inmovilidad total. La imagen aparec¨ªa y desaparec¨ªa, con modificaciones m¨ªnimas, hasta que, al segundo mes, fue definitivamente fijada.
Un d¨ªa de 1945, al salir de un cinem, Giacometti qued¨® impresionado por el espect¨¢culo que lo rodeaba: "gentes que parec¨ªan una extra?a especie, m¨¢quinas inhumanas, seres mec¨¢nicos que iban y ven¨ªan por la calle como las hormigas, cada cual dedicado, a lo suyo, solitario, ignorado por los dem¨¢s. Se cruzaban y descruzaban, sin mirar y sin verse". El resultado de esta impresi¨®n fue una de sus esculturas m¨¢s famosas: Tres hombres andando (1948). Ella muestra, sobre una plataforma amplia, tres figurillas sin rostro que caminan, mirando adelante y como confinadas cada cual dentro de s¨ª misma, en direcciones diferentes. El efecto es poderoso; la soledad e incomunicaci¨®n que brota del conjunto rebasa lo anecd¨®tico y adquiere una dimensi¨®n vital: esos seres s¨®lo pueden estar solos, aunque est¨¦n juntos y casi toc¨¢ndose, porque la soledad la llevan consigo como una cota de malla impenetrable. Esa visi¨®n del ser humano puede ser, como escribi¨® Sartre, la del hombre alienado por la civilizaci¨®n urbana e industrial, convertido en pieza de recambio, en un mero ¨²til de trabajo. O puede ser tambi¨¦n la condici¨®n metaf¨ªsica del ser humano, prisionero de s¨ª mismo, suspendido en su existencia sobre el abismo del tiempo. Las interpretaciones pueden multiplicarse hasta el infinito. Pero el hecho es que una obra como Tres hombres andando las estimula, porque, ante ella, algo profundo y misterioso de lo que somos se nos revela y encama, algo que tiene que ver no con lo fecundo y exaltante que tambi¨¦n tiene la vida, sino con su vertiente m¨¢s horrenda, aquella que nos asusta y atormenta. La grandeza de Giacometti est¨¢ en haber sido capaz, en una ¨¦poca en que el gesto, el disfuerzo y la improvisaci¨®n brillante se convert¨ªan en valores art¨ªsticos, de resistir todas las tentaciones y perseverar en la exploraci¨®n del m¨¢s antiguo de los temas: qu¨¦ y c¨®mo somos. Sus respuestas pueden no ser definitivas, pero ellas est¨¢n ah¨ª, como un hito de nuestro tiempo, y como prueba magn¨ªfica de que un artista puede ser moderno y revolucionario sin renunciar al rigor y a las preocupaciones de los cl¨¢sicos.
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