La mirada de fuera
Nadie presta m¨¢s atenci¨®n a las cosas que un reci¨¦n llegado, nadie se fija tanto como el forastero con ganas de descubrir y saber, porque ¨¦l no da nada por supuesto, a diferencia de los naturales o de los habituados, y cada tarea que para los dem¨¢s es rutinaria para ¨¦l constituye una peripecia, poblada de sorpresas, de incertidumbres y hasta de peligros. El reci¨¦n llegado, el extranjero de ojos abiertos y buena voluntad, disfruta de cada hallazgo m¨ªnimo como de un tesoro, de una palabra nueva que aprende igual que de las habilidades necesarias para viajar en autob¨²s, y vive tan volcado hacia afuera, tan ensimismado en sus aventuras y descubrimientos, que no tiene tiempo ni ganas de ensimismarse en los h¨¢bitos consabidos de su propia conciencia, y le parece que no es del todo quien era antes de llegar.Hay, desde luego, quien no se entera de nada, quien se mantiene cori¨¢ceamente recluido en su identidad, y s¨®lo responde a lo nuevo con un instinto de rechazo, o ni siquiera eso, sin mirar a su alrededor. Pero igual que existe la xenofobia, que es uno de los mayores venenos de la historia humana, existe, por fortuna, la xenofilia, palabra que no s¨¦ si est¨¢ en el diccionario, pero que ser¨ªa urgente incluir: el gusto por conocer y disfrutar lo que no se nos parece, por viajar con la lentitud necesaria a otros pa¨ªses, a otros climas y a otros idiomas, por no dejar que le crezca a uno ese caparaz¨®n de crust¨¢ceo mental de quien s¨®lo sabe amar lo que considera que es suyo, lo que cree que le corresponde por privilegio de su nacimiento.
Con frecuencia de quien m¨¢s se puede aprender sobre el propio pa¨ªs es de un visitante extranjero, de un visitante cultivado y asiduo que carece de las anteojeras y las rigideces del nativo y tambi¨¦n de los apresurados lugares comunes del turista. Dec¨ªa Borges que el patriotismo es la menos perspicaz de las pasiones: una de las m¨¢s perspicaces, sin embargo, es la pasi¨®n del forastero por la ciudad o el pa¨ªs donde no ha nacido, pero donde lo ha llevado un sistema de instituciones y de afinidades electivas que se parece al de la amistad y al del amor. Hay pa¨ªses en los que esa mirada de fuera es m¨¢s necesaria que en otros: en Espa?a yo creo que es imprescindible, en parte por nuestra tendencia a la cerraz¨®n, en parte por nuestra desidia.
Es probable que la Alhambra no se hubiera salvado de la absoluta ruina en el siglo XIX de no ser por el empe?o de viajeros como el norteamericano Washington Irving o el ingl¨¦s Richard Ford, que cuando lleg¨® a ella por primera vez vio que no era m¨¢s que una fortaleza devastada en la que hab¨ªa un polvor¨ªn con un pararrayos y un gobernador tuerto, cojo y beodo que romp¨ªa los frascos vac¨ªos de vino contra las paredes de azulejos. Por mediaci¨®n del c¨®nsul brit¨¢nico en Sevilla, Ford logr¨® que al- menos el pararrayos no estuviera justo encima de la torre que albergaba el polvor¨ªn. La memoria espa?ola ha quedado con mucha frecuencia tan en ruinas como los mejores monumentos espa?oles, y tambi¨¦n ha sido preciso, para restablecerla o salvarla, la pasi¨®n perspicaz y la generosa xenofilia de los viajeros de otros pa¨ªses.
No hablo de los embusteros, de los inventores o propagadores del lugar com¨²n m¨¢s caricaturesco y despectivo, que van de Th¨¦ophile Gautior a Ernest Hemingway. Me refiero a otros, de mirada m¨¢s atenta e inteligencia m¨¢s serena, sobre todo a unos cuantos historiadores, alguno de los cuales est¨¢ apareciendo en los peri¨®dicos estos d¨ªas. A John Elliott le acaban de dar el Premio Pr¨ªncipe de Asturias, y Henry Kamen, cuya historia espl¨¦ndida de la Inquisici¨®n le¨ªmos todos en aquel tomo inolvidable de Alianza, anuncia en este peri¨®dico la pr¨®xima publicaci¨®n de su biograf¨ªa de Felipe II. Pero yo pienso tambi¨¦n en Gerald Brenan, que quiso que- lo trajeran de Inglaterra para morirse en Alhaur¨ªn el Grande, en Gabriel Jackson, que escribe con la misma claridad y perspicacia sobre nuestras guerras pasadas y nuestras confusiones y parodias del presente, en Ronald Frazer, a quien debemos una espl¨¦ndida historia oral de la guerra civil, en Ian Gibson, que en los a?os sesenta fue el ¨²ltimo o el pen¨²ltimo viajero rom¨¢ntico por Andaluc¨ªa, y ha exhumado y restablecido para siempre la biograf¨ªa de Federico Garc¨ªa Lorca, el relato terrible de los ¨²ltimos d¨ªas y las ¨²ltimas horas de su vida.
Hay muchos m¨¢s, en general dispersos por las universidades de Europa y Am¨¦rica, viajeros eficaces que vienen a investigar en la soledad de los archivos y a disfrutar de la vida y de la luz de las calles, del idioma espa?ol, de las comidas y las conversaciones espa?olas. Con alguna frecuencia ellos hacen lo que nosotros no sabemos hacer, por la ceguera de quien est¨¢ demasiado cerca de las cosas, por la aturdida negligencia y la charlataner¨ªa que nos van contagiando los energ¨²menos de la baja pol¨ªtica. A Paul Preston le debemos sin duda la mejor biograf¨ªa del general Franco. De pocos libros de ficci¨®n he disfrutado yo tanto como de los dos vol¨²menes de la Espa?a de los Austrias, de John Elliott, o de su biograf¨ªa del conde-duque de Olivares, que es a la vez. el retrato de un tiempo y de un car¨¢cter y un manual absorbente sobre- la psicolog¨ªa de la ambici¨®n pol¨ªtica. Sin Jonathan Brown sabr¨ªamos mucho menos sobre la vida y la pintura de Vel¨¢zquez. Sin Juan Marichal, que es espa?ol, pero ha conocido la distancia del exilio y cultivado en ¨¦l la disciplina anglosajona de la investigaci¨®n hist¨®rica, la tradici¨®n progresista y liberal espa?ola ser¨ªa a¨²n m¨¢s desconocida de lo que ya es. Ahora que la historia de Espa?a desaparece de los planes de estudio, o es sustituida por mitolog¨ªas y tebeos al gusto de cada s¨¢trapa comarcal, miradas extranjeras y fieles como las de Elliott, Kanien o Brown se nos vuelven m¨¢s necesarias que nunca para saber qui¨¦nes somos. Hay que, estudiar historia, dice Elliott,. porque la ignorancia, lleva al recelo, y al odio. Hay que estudiar historia y hay que volverse un poco extranjero.
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