Nyamata, el Mauthaussen africano
Los restos humanos de una matanza de tutsis ruandeses en abril de 1994 yacen amontonados en una parroquia
En la parroquia cat¨®lica de Nyamata las moscas y los lagartos somnolientos se pasean, cansinos entre una pila de huesos descoloridos. Yacen rotos en el mismo lugar donde sus asesinos los quebraron a machetazos, disparos y granadas de mano en la ma?ana del 15 de abril de 1994.En Nyamata no se enterr¨® a los muertos, se les dej¨® inm¨®viles, asustados, abrazados unos con otros, tristes, cad¨¢veres eternos para que sirvieran de memoria colectiva del genocidio de casi un mill¨®n de tutsis en 1994. Este Mauthaussen africano, este peque?o museo del horror emparentado con los campos de la muerte camboyanos de Pol Pot, huele a infierno santificado. A 35 kil¨®metros al norte de Kigali, separado por valles de verde pulido, r¨ªos de chocolate y caminos y baches y polvo, Nyamata se ha convertido en un santuario de la barbarie humana.
"No viene demasiada gente", musita Marc Nsabimana, su cuidador. Enfundado en un mono azul, con una gorra de b¨¦isbol descolorida, Marc no esboza sonrisa alguna. Recita los acontecimientos de la ma?ana del 15 de abril con voz de ultratumba. "Todo sucedi¨® entre las ocho de la ma?ana y las dos de la tarde. Llegaron los interahamwe [que significa los que matan juntos] y comenzaron a disparar. En seis horas mataron a 5.000 personas. La inmensa mayor¨ªa mujeres y ni?os. Eran interahamwes de aqu¨ª, de esta misma zona, ayudados por otros llegados desde Kigali y de otros lugares del pa¨ªs. Nadie protegi¨® a las v¨ªctimas. Nadie. Ni el Ej¨¦rcito ni los cascos azules. Fue terrible". Nsabimana mastica las palabras en un zumbido sordo. Tiene el pelo ensortijado y blanco. "Es muy duro pasar aqu¨ª todo el d¨ªa entre muertos", dice Marc como justificaci¨®n de su pena.
Son tres edificios rojos. De ladrillo horneado. Los respiraderos grises en lo alto de la pared tienen forma de rombo, aunque sin duda tratan de imitar una cruz. A la entrada de los dos primeros hay un altar de madera de 18 metros cuadrados, sostenido por ocho postes. Sobre ellos cr¨¢neos dormitan sin mand¨ªbula. Los hay blancos, amarillos, rojizos; limpios y te?idos de barro. A algunos les asoman unos dientes retorcidos, a otros su recuerdo. Todos tienen agujeros de bala, de machete, de odio. Ya en la frente, ya en la nuca o en los occipitales. Son cr¨¢neos inertes que descansan de su muerte retando a la vida desde una quietud asombrosa. Algunas flores blancas y rojas de pl¨¢stico sobreviven entre coronas desmigadas que se quedaron p¨¢lidas de tanto rezar responsos. Una cinta arrugada con la bandera alemana parece que pide perd¨®n. Otra, con la belga, guarda silencio. Hay palabras de condena al genocidio en un lamento que arriba desde Burundi. Frente al altar, protegido tambi¨¦n de la solana y de las lluvias caprichosas por un techo que imita a la uralita negra, se extiende una mesa estrecha y larga; contiene los huesos separados de esos muertos. All¨ª yacen caderas sin due?o, tibias y peron¨¦s abiertos, c¨²bitos y radios en desuso, espinas dorsales diminutas que a¨²n esconden los sue?os felices de su due?o infantil. Tambi¨¦n hay jirones de ropa.
En el edificio principal, una capilla presidida por una cruz de hierro de la que se baj¨® el Redentor, 40 bancas de madera ajada apenas levantan un palmo del suelo. Est¨¢n vac¨ªas. Sus ¨²ltimos moradores habitan repartidos entre el altar de la entrada y el suelo de cemento de la capilla. En medio de platos. de lat¨®n, jofainas heridas, colchones de espuma y juguetes sin cabeza, brotan otros huesos. Detr¨¢s de ese altar, hay 10 l¨¢minas de color con hechos de la vida de la Virgen se mantienen enhiestas. En el extremo opuesto, al fondo de esta capilla con las ventanas reventadas por las explosiones, un cartel del 8 de marzo de 1994 proclama la Jornada Internacional de la Mujer con un lema que hoy resulta descorazonador: "Egalit¨¦, Paix, Development" (igualdad, paz, desarrollo). Afuera, entre la maleza donde los lagartos toman el sol, una ni?a de 10 a?os se apoya en la puertecilla del altar. Se llama Miriam Sebazongu. Su madre es uno de esos cr¨¢neos agujereados.
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