50.000 refugiados se hacinan en Minuvo
Mujeres, ni?os y ancianos salen de la selva zaire?a y emprenden la vuelta .a sus hogares
ENVIADO ESPECIALPaskaziya es un beb¨¦ arrugado. Con manitas de mu?eca y pulinones de soprano. Apenas tiene unas horas. Naci¨® al alba, cuando el sol despunta t¨ªmido frente al impresionante volc¨¢n Virunga. Su madre, Mukangomeje, est¨¢ a su lado. No puede mover las piernas. Dio a luz sin anestesia, sin medicinas, sin enfermeras, con la sola ayuda de otras mujeres de Minuvo, un pueblo a unos 35 kil¨®metros al sur de Sake, a su vez a unos 20 kil¨®metros al norte de Goma, -donde ayer se hacinaban m¨¢s de 50.000 refugiados-, los ¨²ltimos en salir de la selva zaire?a. Vive en un igl¨² de bamb¨² techado con un pl¨¢stico azul.
Su marido, Segatare, es de Kibuye (Ruanda). Vienen desde Shanje, a unos 150 kil¨®metros de Minuvo. Pregunta sin un halo de desespero c¨®mo llegar a Sake, donde el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) aguarda con galletas hipernutritivas y agua potable.
Los refugiados sanos ya han iniciado la marcha. En silencio. Sin algarab¨ªas. Pueblan el camino, una pista labrada por las lluvias. Se arrastran con la herencia de la vida a cuestas, metida en un telamen que un d¨ªa fue multicolor. Ringleras de ni?os menudos, traviesos, que huyen asustados detr¨¢s de su madre. Mujeres sin bullicio que les reciben con un cap¨®n. Ancianos que se deslizan gracias a una vara de bamb¨², como si fueran g¨®ndolas perdidas... Un joven destaca sobre los dem¨¢s. En vez de hatillo lleva una guitarra el¨¦ctrica sin luz ni cuerdas colgada de la espalda. Los m¨¢s d¨¦biles son transportados en parig¨¹elas. Otros, dejados de lado, donde duermen no se sabe si en busca de un corto reposo o de una muerte pl¨¢cida.
La familia Segatare no puede dejar Minuvo. Al beb¨¦ Paskaziya y su madre hay que sumar una abuela ciega que aleja las moscas con un movimiento mec¨¢nico y eficaz. Lo mismo le sucede a Munyaneza con su mujer, encinta de nueve meses. Y a Habyarimana, que comparte apellido con el ex presidente Juvenal, asesinado por los suyos en abril de 1994. El Habyarimana pobre es padre de gemelos. Nacieron el mi¨¦rcoles. Son ni?as tambi¨¦n. Comparten rasgos de susto y de hambre. Su madre, exhausta, apenas arranca un hilo de leche de sus pezones apergaminados. No hay nadie en Minuvo para ayudarles. Ni ACNUR, ni Cruz Roja, ni M¨¦dicos Sin Fronteras (MSF). Los tres tienen sus primeros puestos en Bwmemaka y Shasta, a unos 10 y 20 kil¨®metros de Minuvo. Los controles militares no les dejan pasar.
"Llevamos caminando casi cuatro semanas", dice Tembasi, un hombre de 30 a?os. "S¨®lo hemos comido ma¨ªz y patatas". Kashusha viene de Bukavu por la ruta que sigue la orilla paradis¨ªaca del lago Kivu. Dice que ha caminado m¨¢s de 500 kil¨®metros. "Regresamos porque no podemos vivir m¨¢s como animales". Ni ninguno de los dos tiene miedo a represalias a pesar de estar en edad de matar "Nunca hemos sido militares ni interahamwes -milicia radical hutu un remedo de las SS nazis- De todos modos, ¨¦se es un riesgo que tenemos que correr". Una mujer que no quiere dar su nombre se tapa la boca al sonre¨ªr. Es coqueta Se cubre para no mostrar sus dientes enmarronecidos. "Soy de Kibuye. Tengo amigos tutsis. S¨¦ que todo ir¨¢ bien", dice confiada. Tembasi no sabe nada del genocidio que los radicales hutus cometieron sobre los tutsis. "No vimos nada Hab¨ªa matanzas y tuvimos miedo". "Nos fuimos por la guerra y volvemos por la guerra", setencia Dakoineza.
El camino se bifurca al llegar a Minuvo como si fuera una Y. En el extremo izquierdo est¨¢ la aldea donde zaire?os tan pobres como los refugiados, venden pl¨¢tanos y tabaco. Los cambian por telas, relojes, sandalias, pantalones... En el lado derecho, la selva se abre en un claro que vomita riadas de ancianos, hombres, mujeres y ni?os atolondrados. Ninguno sabe lo que le espera. Nadie sabe por qu¨¦ se fueron ni por qu¨¦ regresan. "Alguien dijo que deb¨ªamos irnos y alguien dijo que deb¨ªamos volver", dice Dakonieza con una sonrisa. A su lado, un joven con ronchones inflamados en la garganta, espalda y cuello, pugna duro por llegar al centro del grupo. "Yo estoy enfermo". Los ni?os curiosean con los ojos crecidos. A¨²n no han aprendido a pedir chocolatinas. Se conforman con un apret¨®n de manos.
Un cami¨®n de MSF ha logrado franquear uno de los controles de los banyamulenges. Es sencillo si se lleva tabaco y un gu¨ªa local. El conductor y la mujer que le acompa?an son blancos y rubios. Los dos llevan el uniforme y las siglas de la organizaci¨®n impresas en rojo. Alertados por lo que sucede en la ladera de Minuvo, donde late la vida de la peque?a Paskaziya, se dirigen all¨ª a recoger a los enfermos y a los beb¨¦s.
En Sake, un banyamulengue espigado con gab¨¢n negro monta guardia sobre un control militar. La valla ha sido sustituida por tres cubos, sin duda hurtados a los refugiados. Es el jefe del puesto. Pues no se levanta a apartar los cubos con la punta del pie. Un grupo de periodistas aguarda la llegada de los nuevos refugiados. Ellos, los que transitan por el camino labrado por las lluvias, los que se mueven de charco en charco, descalzos, van callados, como animales a un matadero, ignorantes de que su tragedia se ha convertido en noticia internacional.
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