Tarde de laberintos

Lo mejor de la vida sucede algunas veces en la concordancia de lo buscado y lo imprevisto. Es un hecho frecuente de la vida com¨²n, pero tambi¨¦n de la investigaci¨®n cient¨ªfica, de la literatura y del arte. Por eso dec¨ªa Nietzsche que es preciso. estar siempre a la altura del azar. Buscando unos cuadros que al final no me gustaron nada, fui el lunes al Reina Sof¨ªa y encontr¨¦ justo lo que no hab¨ªa buscado, y una suma de casualidades, tan r¨¢pidas como esos fogonazos que seg¨²n los cient¨ªficos transportan las pulsaciones de la sensaci¨®n y del pensamiento a trav¨¦s del tejido cerebral, me llev¨® a mirar de otro modo el atardecer de Madrid, el color del cielo y el de los anuncios luminosos, a percibir de una manera m¨¢s aguda ese sistema de desastre y de orden, de claridad y confusi¨®n, de que est¨¢ hecha la vida en la ciudad'Lo que buscaba result¨® no importarme: lo que no hab¨ªa esperado me hechiz¨®. Sin previo aviso, sin esa cautela del acercamiento y la premeditaci¨®n que tantas veces nos impiden ver de verdad lo que tenemos delante de los ojos, avanc¨¦ por un corredor vac¨ªo y me encontr¨¦ frente a un peque?o cuadro enmarcado en blanco un dibujo a l¨¢piz de las olas del mar. No era un paisaje mar¨ªtimo. No era eso que anticuadamente se llama una marina: no hab¨ªa horizonte, ni puntos de referencia, las copiosas olas dibujadas ocupaban todo el espacio del papel, y lo que atra¨ªa y hechizaba enseguida era esa apariencia de falta de de limitaci¨®n y de prop¨®sito combinada con una voluntad imposible de exactitud. C¨®mo se puede dibujar lo que est¨¢ siempre en movimiento, lo que por definici¨®n carece de m¨¢rgenes y de forma, de quietud, de individualidad, un fragmento de la superficie del mar sin ninguna referencia exterior, sin un barco, ni un ba?ista, ni una l¨ªnea de costa, ni una sugerencia de horizonte. Me acord¨¦ enseguida de ese pintor inventado por Onetti que recorre incansablemente una playa buscando una ola perfecta, una ola ¨²nica, inconfundible con cualquier otra, una ola que tardar¨¢ en desaparecer menos de un segundo, pero que ¨¦l deber¨¢ atrapar y fijar en el instante m¨¢ximo en que se alce sobre la orilla, coronada de espumas, a punto de desaparecer y de convertirse en nada, en tantas otras olas que nunca llegar¨¢n a parec¨¦rsele y que el pintor ya no tendr¨¢ la obligaci¨®n de buscar.

En el Reina Sof¨ªa, mientras declinaba la tarde del lunes, yo era como ese pintor. Segu¨ª avanzando por aquellas paredes, que siempre tienen algo de penitenciario y de cl¨ªnico, y vi m¨¢s fragmentos de mar dibujados a l¨¢piz, cada uno dotado de una individualidad tan poderosa y tan absorbente como la de una cara, con una sugerencia perpetua de inmovilidad y de fuga, de mar sin l¨ªmites, sin presencias humanas, sin otro, tiempo ni otros acontecimientos y azares que los de su propio dinamismo f¨ªsico. Vi luego extensiones pedregosas de desierto tan inhabitadas e ilimitadas como las del mar, desiertos que de pronto se convert¨ªan en fragmentos minuciosos de paisaje lunar, divididos en hojas yuxtapuestas de cartograf¨ªa, tenuemente sombreados de gris, como en las fotos de la Luna, como en las im¨¢genes lunares que ve¨ªamos en los televisores en blanco y negro el verano de 1969. Miro las fechas: entonces fueron pintados estos fragmentos superficie lunar que acaso no deban ser llamados paisajes. Bajo una vitrina hay guijarros y fragmentos casuales de roca y de bronce que me recuerdan otra emoci¨®n de la misma especie, la que sent¨ª al ver en el Museo de Historia Natural de Washington los trozos de rocas lunares tra¨ªdos por los astronautas: blancos y grises como de cal y piedra p¨®mez, de televisi¨®n en blanco y negro, de im¨¢genes borrosas y, lentas, imperfectamente transmitidas por sat¨¦lites primitivos; negruras definitivas de fondo del espacio como las que vieron entonces los astronautas, pobladas por una incandescencia de estrellas que desde la Tierra no se puede ver en toda su fant¨¢stica amplitud.

Estoy viendo la exposici¨®n de a pintora norteamericana Vija Celmins. Una autopista con luz nublada, de verano y coches y paisajes que se vuelven borrosos en la distancia adquiere un misterio que no es ajeno al de la quietud luminosa de Vermeer. Un ventilador pintado contra un fondo negro, una peque?a resistencia el¨¦ctrica que despide su claridad rojiza, se presentan delante de nuestra mirada con esa majestad de lo vulgar que tiene una vasija de barro en un bodeg¨®n de Zurbar¨¢n o de S¨¢nchez Cot¨¢n. La pintura al ¨®leo accede al despojamiento de imitar el dibujo, la fotograf¨ªa de peri¨®dico, del noticiario en blanco y negro, la textura lisa del papel. Mirar con atenci¨®n lo m¨¢s banal da la misma sensaci¨®n de infinitud y de v¨¦rtigo que alzar la cabeza una noche de verano hasta que duele el cuello y quedarse mirando las constelaciones.

Salgo de esos laberintos de Vija Celmins y tan s¨®lo unos pasos m¨¢s all¨¢ encuentro los de Vicente Rojo, y por contraste con el ascetismo visual de los primeros, los laberintos de Rojo hieren la mirada con m¨¢s vehemencia, su gozo de tintas y de guaches sobre papel, su colosal retablo barroco y geom¨¦trico que ¨¦l ha llamado Gran escenario primitivo, y que es como una suma de toda su pintura, de todas sus visiones de ciudades, de torrentes de lluvia de manchas de color y superficies ¨¢speras como de muros gastados por la -intemperie, sucios de carteles su perpuestos y rotos. Los laberintos y las cuadr¨ªculas de Vicente Rojo me traen a la memoria las delicadas invenciones po¨¦ticas de Paul Klee y me hacen buscar en otra sala del museo la concordancia con una de las m¨¢s pudo rosas maravillas que se encuentran en ¨¦l, esa tabla de Torres Garc¨ªa donde el mundo est¨¢ tan resumido como en un jerogl¨ªfico egipcio, con manos, p¨¢jaros, ojos, cuadr¨ªculas de laberinto y de juego de la oca, palabras, signos, incisiones. Salgo a la calle ya de noche, mareado de laberintos, feliz, perdi¨¦ndome en las cuadr¨ªculas de la ciudad, conmovido por un azul ¨²ltimo en el cielo, por el rojo de un letrero luminoso, por los dibujos geom¨¦ tricos que veo de pasada en el escaparaie de una tienda de muebles y tejidos de Asia, por las huellas multiplicadas de las palomas sobre la arena de un parque. Mis ojos miran con m¨¢s agudeza porque tambi¨¦n estoy mirando con los ojos de Vija Celmins, de Vicente Rojo, de Joaqu¨ªn Torres Garc¨ªa. Gracias al azar de esos tres nombres, el anochecer dram¨¢tico y vulgar del lunes se me convierte en un acontecimiento me morable.