Picasso, Picasso, Jacqueline, Jacqueline y Montecarlo
En una semana se abarca un universo y hasta se descubre que los sabios meten la pata ruidosamente, por suerte. El ¨²ltimo d¨ªa 13 del mes en el que vivimos, el diario La Vanguardia, de Barcelona, public¨® una amplia entrevista con John Richardson; ese mismo d¨ªa, en la Ciudad Condal, Richardson recibi¨® el Premio Don Juan de Borb¨®n al libro del a?o 1995; el tal galard¨®n lo ofrece la Fundaci¨®n Conde de Barcelona, promovida por La Vanguardia. La obra exitosa en esta ocasi¨®n es el segundo tomo de una biograf¨ªa gigantesca que escribe Richardson sobre Picasso; su proyecto abarca cuatro tomos, en los que participan sus colaboradores, aunque recalca que "las entrevistas claves las he realizado yo", muy particularmente, advierte, las muchas que mantuvo con Picasso y con Jacqueline.Tras mi primer contacto con Richardson, en Barcelona, me traslad¨¦ a Niza y, por nada muy particular, me acerqu¨¦ a Mougins, donde Picasso vivi¨® los ¨²ltimos 20 a?os de su vida con Jacqueline, la esposa que m¨¢s le dur¨® antes de ser enterrado delante de su castillo de Vauvenargues, no lejos de Aix-en-Provence, el castillo del que dijo un d¨ªa, "lo he comprado s¨®lo para ver de cerca la monta?a de Sainte Victoire", inmortalizada en sus lienzos por C¨¦zanne. Picasso vivi¨® en una simple mansi¨®n campestre llamada Notre Dame de Vie. Muchas veces com¨ªa en Le Moulin de Mougins, de Berger, c¨¦lebre en la gu¨ªa gastron¨®mica francesa.
Richardson desliza en la entrevista citada que Jacqueline cree que "en realidad no se suicid¨®, sino que sigui¨® un ritual como el de las viudas indias que se tiraban al fuego junto al cad¨¢ver de su marido". Yo trat¨¦ a Jacqueline tanto o m¨¢s, supongo, que Richardson, y jam¨¢s atisb¨¦ en ella esa historieta que suele contarse de las viudas de personajes c¨¦lebres. Jacqueline, desde que muri¨® Picasso, en 1974, padeci¨® durante ocho a?os por una raz¨®n fundamental: por lo que le hicieron sufrir los herederos del pintor; en ese tiempo envejeci¨® descaradamente y se le cay¨® mucho pelo; yo la conoc¨ª por entonces, y pude seguir su evoluci¨®n. Cuando se qued¨® sola en Mougins y cuando la herencia la dej¨® en paz, Jacqueline recordaba a Picasso, pero no como cuentan las leyendas refiri¨¦ndose a una viuda enlutada de negro y de l¨¢grimas por el monstruo malague?o. Jacqueline lo ten¨ªa todo materialmente, pero le faltaba un hombre, y no Picasso precisamente, cuya vida con ¨¦l, adem¨¢s, no fue un paseo aromatizado por fragancias y rosas. Jacqueline quer¨ªa un hombre al que pudiese tocar. Ese hombre exist¨ªa: se llamaba Fr¨¦d¨¦ric Rossif, el cineasta autor de Morir en Madrid. Fue ¨¦l quien me la present¨® a m¨ª, y yo fui quien la tranquiliz¨® muchas veces asegur¨¢ndole que Rossif no viv¨ªa con otra mujer. Un buen d¨ªa la llam¨¦ y sent¨ª que algo grave le ocurr¨ªa; y al d¨ªa siguiente vol¨¦ a Mougins; por delicadeza, fui directamente al restaurante Le Moulin y le envi¨¦ una nota rog¨¢ndole que bajara a cenar conmigo; no vino, y me telefone¨® y me dijo llorando: "No quiero ver a nadie, s¨®lo quiero morirme". Llam¨¦ a su hija Catherine a Par¨ªs y le cont¨¦ lo que sab¨ªa. Y regres¨¦ a Madrid sin verla. Una semana despu¨¦s se conoci¨® su suicidio. La leyenda de la viuda inconsolable se infl¨®, y la enterraron en Vauvenargues, al lado de Picasso. Todos los silencios, sobre ella y su colecci¨®n, desde entonces, han sido brutales. El otro d¨ªa pase¨¦ por Mougins y luego fui a Montecarlo, y com¨ª y cen¨¦ en el Caf¨¦ de Paris, una brasserie t¨ªpica francesa, bell¨ªsima, belle ¨¦poque, donde por menos de 300 fancos (no es nada en M¨®naco) se degusta la cocina tradicional francesa. Frente por frente est¨¢ el Casino y el Hotel de Par¨ªs, y aqu¨ª, en el restaurante Louis XV, se puede so?ar todo en el paladar, pero a su precio.
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