El ocaso de la desmemoria
Pocos han sido quienes, con ocasi¨®n de una reciente pol¨¦mica, han salido en defensa del periodista Jaime Capmany, cuyo pasado ideol¨®gico y actuaci¨®n personal resultan tan coherentes con su presente como incongruentes con sus pretensiones en el terreno intelectual y moral. Resulta l¨®gico que nadie quiera embarcarse en suscribir, ni siquiera por v¨ªa de solidaridad ocasional, pasados que tienen tan poco de ejemplar. Pero en estas ¨²ltimas semanas hemos tenido un caso chocante tambi¨¦n relacionado con el empleo del pasado en la pol¨¦mica del presente. Jim¨¦nez Losantos, uno de quienes no dudan en aceptar lo que sea en el pasado de aquellos con quienes hoy se alinea, con tal de que mantengan bien prietas las filas junto a ¨¦l, ha tenido la mala fortuna de hacer un reproche a La¨ªn que, adem¨¢s de carente de veracidad, sobreabundaba en mala intenci¨®n. Parece que eso ha contribuido a desplazar la ubicaci¨®n period¨ªstica de sus art¨ªculos. Estas an¨¦cdotas coinciden, en un entorno ideol¨®gico muy distinto, con la aparici¨®n de un desmitificador libro sobre Tierno Galv¨¢n del que es autor Alonso de los R¨ªos. En ¨¦l se cuentan las muchas mentiras que el profesor fabul¨® acerca de s¨ª mismo construyendo un pasado que no ten¨ªa nada de veraz.No s¨¦ si estaremos en la etapa final de la desmemoria, pero lo que todos estos indicios parecen indicar es que no existe entre nosotros un criterio moral ni intelectual para enfrentarnos con una situaci¨®n como ¨¦sta. ?Es el recuerdo del pasado una tentaci¨®n o una obligaci¨®n? ?Debe convertirse en sistem¨¢tico reproche inquisitorial o sirve para comprender el presente y construir el futuro?
En realidad el pasado es sencillamente inevitable. Los franceses trataron de eludir durante mucho tiempo la mala conciencia de que buena parte de ellos hab¨ªan colaborado con el ocupante nazi. Medio siglo despu¨¦s se ha producido una eclosi¨®n de denuncias respecto de la presunci¨®n de un supuesto alineamiento masivo de la clase dirigente del pa¨ªs vecino en la Resistencia. Hoy sabemos que Mitterrand tuvo sus momentos de seguidor de P¨¦tain, aunque acabara luego cambiando. No s¨®lo eso: un libro acerca de c¨®mo vivi¨® Sartre en Par¨ªs durante la primera mitad de la d¨¦cada de los cuarenta ha podido ser denominado Una ocupaci¨®n tan dulce. Pero la voluntad iconoclasta acerca del pasado colectivo o individual puede ser tambi¨¦n muy injusta. Bernard Henri L¨¦vy denunci¨® las concomitancias, durante alg¨²n tiempo, entre algunas de las figuras m¨¢s se?eras de la intelectualidad francesa, como el fil¨®sofo Mounier o el director de Le Monde Beuve-M¨¦ry, y la colaboraci¨®n con el ocupante alem¨¢n. Esa interpretaci¨®n, como escribi¨® Aron, resultaba muy simplificadora y no ten¨ªa otra raz¨®n de ser que el esc¨¢ndalo o el consumo de cara a la pol¨¦mica de corto radio en tomo a cuestiones de actualidad. Mucho m¨¢s magn¨¢nimo, el general De Gaulle ya dijo en su momento que en 1940 Francia necesitaba a la vez la soluci¨®n que ¨¦l representaba y la personificada por P¨¦tain. Otra cosa es el rumbo que sigui¨® ¨¦ste con el paso del tiempo.
Si la obsesi¨®n por el reproche retrospectivo puede ser enfermiza, la voluntad de borrar el pasado conduce a una especie de permanente juego de la gallina ciega en que, por ejemplo, no se perciben las consecuencias de la demagogia ni parece posible tomar decisiones correctas sobre el futuro colectivo de una sociedad. Recientemente dec¨ªa en Madrid Bronislaw Geremek, uno de los art¨ªfices fundamentales de la transici¨®n polaca, que ¨¦l era partidario de la amnist¨ªa y no de la amnesia. La inmensa mayor¨ªa de las transiciones a la democracia en los a?os setenta y ochenta han sido de terciopelo, es decir, con voluntad y resultado pac¨ªficos. Pero eso no ha supuesto un olvido del pasado. Reconciliaci¨®n y juicio hist¨®rico al mismo tiempo que moral deben ser compatibles.
Quiz¨¢ en Espa?a todo haya sido un poco diferente, aunque no en su momento inicial. Cada vez resulta m¨¢s evidente que una de las razones m¨¢s poderosas por las que nuestra transici¨®n concluy¨® bien fue porque sobre ella gravit¨® el recuerdo de la guerra civil que, de ser el elemento fundacional de un r¨¦gimen, pas¨® a convertirse en una cat¨¢strofe colectiva que era preciso evitar a toda costa. Este tipo de plantea miento fue positivo pero tuvo el inconveniente, llevado al extremo, de causar un considerable estrago intelectual y moral. Hoy mismo los espa?oles no disponemos apenas de signos de identidad colectiva con los que podamos identificamos como colectividad. A veces se superponen los s¨ªmbolos (como esas estatuas de Prieto y Franco en la cercan¨ªa del Ministerio de Fomento). En otras se han abandonado, sin sustituirlos, s¨ªmbolos del pasado -Valle de los Ca¨ªdos- o se han construido otros nuevos de una extremada discreci¨®n, como la llama a los h¨¦roes de la patria en la madrile?a plaza de la Lealtad. Pero todo esto tendr¨ªa su justificaci¨®n de no estar acompa?ado por una densa capa de silencio y olvido que puede justificar cualquier pasado. Comprender a cada uno de los bandos en la guerra civil y tambi¨¦n a unos y otros durante el r¨¦gimen posterior es una obligaci¨®n intelectual. El reproche sistem¨¢tico y global de una tendencia a la otra con las armas del pasado no tiene nada de constructivo y s¨®lo puede envenenar la convivencia presente. Pero la pretensi¨®n de que es indiferente lo que se hizo en el pasado o de que todos fueron iguales resulta por completo injustificable.
De esta manera se desmerecen las actitudes de quienes, a trav¨¦s de una aut¨¦ntica agon¨ªa personal, fueron capaces de superar un punto de partida comprensible pero injustificado a la larga. El ejemplo de aquella frase de Ridruejo ("porque me equivoqu¨¦ me considero comprometido") o del "descargo de conciencia" de La¨ªn se ha visto reproducido en tantos y tantos disidentes del mundo sovi¨¦tico que han sido capaces luego de contribuir de forma decisiva a la construcci¨®n de una democracia nueva. Por lo tanto, no s¨®lo la consecuencia llevada hasta el extremo a la hora de defender posiciones ¨®ptimas debe ser juzgada como ejemplar. Pero quien en su momento estuvo en el peor de los lugares y posiciones imaginables no debe beneficiarse de la desmemoria y menos a¨²n servirse de ella para conseguir la homologaci¨®n como si nada importara ni la responsabilidad desempe?ada, ni su proyecci¨®n social, ni el lucro propio, ni el papel jugado en perjuicio de otros. En esos casos s¨®lo puede estar justificada la contrici¨®n o, al menos, la jubilaci¨®n. De admitir ese tipo de homologaci¨®n nos condenamos a no poder emitir juicio moral alguno sobre el presente o el futuro. Y esa actitud no lleva a la convivencia, sino a un radical indiferentismo moral.
En Los cuadernos de Wellingtonia Jos¨¦ Luis Cano recogi¨® las opiniones de Vicente Aleixandre hasta poco antes de su muerte. All¨ª, sin que merezca la pena citar nombres, se mencionan los de aquellos cuyo papel en el r¨¦gimen de Franco el Premio Nobel estaba seguro de que no podr¨ªa olvidar. Eran el periodista emblem¨¢tico destinado a despellejar a la oposici¨®n, el ministro de Informaci¨®n que protagoniz¨® las sanciones m¨¢s duras contra la libertad de prensa y el ide¨®logo del r¨¦gimen final. ?C¨®mo se quiere ahora que olvidemos lo que hicieron? ?C¨®mo se va a comparar eso con la, en el fondo, ingenua reconstrucci¨®n de la virginidad pol¨ªtica que pretendi¨® hacer Tierno con su propia biograf¨ªa?
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