Guerra y paz
En pocos d¨ªas se ha producido un vuelco en el comportamiento de los ciudadanos vascos. No en el modo de pensar ni en el de sentir, pero s¨ª en el de expresarse p¨²blicamente. ?Por qu¨¦ ahora? Tres factores han podido conducir a esta especie de insurrecci¨®n contra el peso de una opresi¨®n manejada desde el terror de ETA y desde el amedrentamiento de HB: el lento, pero creciente, sentimiento de opresi¨®n; el golpe que ha producido en la conciencia y en sensibilidad la visi¨®n de Ortega Lara, demacrado y espantado, y la explosi¨®n desencadenante que se produce por una "ejecuci¨®n" anunciada y cumplida en el perentorio plazo de dos d¨ªas.La pregunta podr¨ªa invertirse: ?por qu¨¦ no antes? Pero la respuesta tiene por hoy poco sentido. A lo sumo, por adelantar v¨ªas de explicaci¨®n, cabr¨ªa apuntar la desmovilizaci¨®n que causan acciones y omisiones pol¨ªticas equivocadas, y algo que toca al centro de la relaci¨®n del ciudadano democr¨¢tico con los poderes p¨²blicos: cuando el ciudadano se niega a considerar que estamos en guerra, esta negativa le desmoviliza frente a los violentos, pues traslada la exigencia de respuesta a los poderes p¨²blicos.
Los terroristas explican sus acciones desde la l¨®gica de la guerra. En el centro de sus decisiones ni siquiera est¨¢ la distinci¨®n entre culpables o inocentes, sino la de enemigos. Si se llega a una selecci¨®n de objetivos, no se hace por introducci¨®n de un criterio moral, sino por el de eficacia para la lucha. Nosotros pensamos, por el contrario, que vivimos en una sociedad de ciudadanos y que construir la ciudad supone sentar las bases de la convivencia: organizar el orden pol¨ªtico por medio de la participaci¨®n libre de sus miembros.
Pero la consideraci¨®n nuestrade que no estamos en guerra y la de los terroristas, que afirman lo contrario no es principalmente un juicio de hecho, sino un acto de voluntad. No estamos en guerra porque lo decidimos nosotros. Pero la decisi¨®n se hace m¨¢s dif¨ªcil si, por una parte, la violencia aumenta y, por otra, la regla del derecho no es capaz de imponerse. Felizmente, la situaci¨®n en Espa?a y, en particular, en Euskadi y en Navarra, ha permitido siempre, aun en los peores momentos, decidirnos por la paz no s¨®lo como un acto de voluntad, sino tambi¨¦n como el an¨¢lisis m¨¢s coherente, m¨¢s justo y m¨¢s ¨²til.
Tambi¨¦n desde el lado de la democracia se ha llegado a afirmar en ocasiones que s¨ª est¨¢bamos en guerra con ETA. Pero esta afirmaci¨®n, seg¨²n quien la pronunciara, dec¨ªa dos cosas distintas y ambas malas: bien que las armas a utilizar contra ellos no ten¨ªan que ser las del orden de derecho, bien que ten¨ªamos que pactar con ellos porque las armas del orden de derecho nos llevaban indefectiblemente a la derrota, esto es, que est¨¢bamos ante una guerra perdida que solamente pod¨ªa resolverse mediante negociaci¨®n entre la democracia y la falta de democracia. Lo cierto es que, aceptando unos la situaci¨®n de guerra y nosotros la afirmaci¨®n del orden del derecho, al mismo tiempo aceptamos una situaci¨®n de desventaja. Con la implicaci¨®n negativa de que, si desde el sistema democr¨¢tico negamos el orden del derecho, aunque sea con la finalidad de afirmar la democracia, incurrimos en una funesta contradicci¨®n que degrada nuestro propio sistema de valores. Si no estamos en guerra, las armas de la guerra nos est¨¢n vedadas. Y de aqu¨ª deriva una de las mayores paradojas: el enemigo lo sabe y nos plantea dos alternativas diferentes: la primera consiste en, por una parte, afirmar la legitimidad de su guerra, pero la necesidad de que le apliquemos las garant¨ªas del Estado de derecho; la segunda, que reconozcamos no s¨®lo su legitimidad para ejercer contra nosotros las pr¨¢cticas de la guerra, sino adem¨¢s que "el problema vasco" no se resuelve por medio del orden del derecho, sino entrando en negociaciones que equivalen a una capitulaci¨®n, esto es, a una derrota del derecho frente a las armas.
Para no caer en tales trampas tiene tanta importancia que afirmemos la paz y neguemos la guerra. Lo que no nos libra de que sintamos un gran espanto cuando vemos que un peque?o grupo, apoyado por una reducida minor¨ªa, haya considerado como el objetivo de su guerra a los ciudadanos que conviven con ellos. Por eso tiene tanta importancia la insurrecci¨®n que ha tenido lugar estos d¨ªas: porque va dirigida en dos sentidos. Por una parte, neg¨¢ndose, desde nuestra condici¨®n de ciudadanos, a aceptar la muerte y el miedo, como medios de acci¨®n pol¨ªtica. Por otra, exigiendo que las diferencias se debatan y se planteen en el campo del orden del derecho. Es una insurrecci¨®n frente a la violencia y, al mismo tiempo, contra las debilidades manifestadas en la defensa de la democracia. La reivindicaci¨®n del orden de los ciudadanos, hecha por los ciudadanos mismos. Ah¨ª est¨¢ nuestra fuerza superior. Y no me refiero a la superioridad ¨¦tica de nuestros valores, que me parece evidente, sino a la superioridad pr¨¢ctica de nuestra pol¨ªtica. En suma, ?d¨®nde estar¨¢ nuestra victoria? En la consideraci¨®n de que, instituida la ciudad como el campo v¨¢lido del enfrentamiento pol¨ªtico, lo es porque los ciudadanos son conscientes de que han aceptado un modo de convivir que les hace soportes individuales de la democracia.
Soportaremos el dolor de los ataques y de las muertes. Pero afirmaremos al mismo tiempo el orden del derecho. Quiere esto decir que, al mismo tiempo que aceptamos que este orden nos limite, tambi¨¦n nos tiene que llevar a todos, ciudadanos, poderes e instituciones, a hacer una profunda autocr¨ªtica sobre si hemos cumplido con la necesaria obligaci¨®n de fortalecerlo.
Aqu¨ª acababa nuestro razonamiento, cuando lo emit¨ªamos en el angustioso momento en que ten¨ªamos un hilo de esperanza de salvar un vida. Al enfrentar, al modelo de guerra, el de paz, mostr¨¢bamos la unidad b¨¢sica de una sociedad de ciudadanos. Pero desde entonces ha sucedido una insurrecci¨®n que no s¨®lo la tenemos que entender por su mensaje principal, la afirmaci¨®n de la paz y de la democracia, sino tambi¨¦n por la reivindicaci¨®n de que se afirme el orden de los ciudadanos. Repitamos, pues, todav¨ªa hoy, la consigna unitaria, pero pensemos que una insurrecci¨®n provoca cambios, que vencen inercias y arrumban l¨ªderes y dirigentes.
En pr¨®ximas reflexiones estamos emplazados a la cr¨ªtica necesaria de los poderes p¨²blicos, incluido , el judicial. A la de instituciones. A la de los l¨ªderes religiosos. A la de los partidos, evidentemente. A la de las organizaciones pacifistas. A la de los medios de comunicaci¨®n. A la de los intelectuales. Cr¨ªtica abierta a todos y que a todos nos puede afectar.
?Por qu¨¦ no empezamos con un debate serio sobre la renovaci¨®n que debe producirse en los dirigentes pol¨ªticos, algo muy distinto de los cambalaches sucesorios, sean ¨¦stos para suceder a Ardanza o a Ram¨®n , J¨¢uregui? ?Y si comenzamos por los tres partidos que gobiernan en el Pa¨ªs Vasco: c¨®mo la rectificaci¨®n de posiciones requiere cambio de muchas personas?
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