La privatizaci¨®n de la nobleza
Va uno de sorpresa en sorpresa. Supon¨ªa que la reciente sentencia del Tribunal Constitucional que declara v¨¢lida la referencia del hombre sobre a mujer para la sucesi¨®n de titulos nobiliarios hab¨ªa de suscitar las protestas de las despechadas herederas y las cr¨ªticas e sus valedores. Lo que no imaginaba era que las mujeres socialistas se unieran al coro e las protestas ardientes y que las pasiones desatadas por la sentencia llegaran a obnubilar mentes habitualmente l¨²cidas hasta el punto de llevarlas a invitar p¨²blicamente al Tribunal Supremo a la rebeli¨®n contra el Constitucional. La sorpresa causada por lo encendido y generalizado de las pasiones se acrecienta por la banalidad de sus motivos.Sin duda est¨¢ muy mal que las ni?as tengan menos posibilidades que los ni?os de heredar el marquesado (siempre que sean primog¨¦nitas, claro est¨¢, porque la discriminaci¨®n de los menores no parece sublevar a nadie), pero al fin y al cabo somos muchos m¨¢s los espa?oles discriminados por carecer de t¨ªtulo nobiliario que las herederas frustradas en sus aspiraciones de alcanzarlo por culpa de su hermanito. Dicho e otra manera: el problema real del que hay que hablar y se habla poco no es el de las reglas de sucesi¨®n de los t¨ªtulos nobiliarios, sino el de la existencia misma de ¨¦stos en un Estado organizado a partir del principio de igualdad.
Un problema que se puede eludir aferr¨¢ndose al car¨¢cter meramente simb¨®lico de los t¨ªtulos, como al parecer se ha hecho ahora, o a la inexistencia e derechos (salvo el de usarlo defenderlo) anejos a su posesi¨®n, como hicimos en el pasado, en la primera ocasi¨®n en la que el Tribunal se enfrent¨® con ¨¦l, pero que no se resuelve as¨ª. Los tribunales no han de resolver sino los problemas que a ellos llegan, y cumplen con su funci¨®n al evitar los ajenos a su incumbencia, pero naturalmente los problemas subsisten en una sociedad libre hay que hablar de ellos.
En esa primera ocasi¨®n de a que hablo, el Tribunal Constitucional ten¨ªa que responder a petici¨®n de amparo de un ciudadano que no hab¨ªa conseguido convencer al Supremo de que era contrario al principo constitucional de igualdad hacer depender la sucesi¨®n en un marquesado de la condici¨®n de "casar con persona noble". El hab¨ªa casado, al parecer, con plebeya y el t¨ªtulo hab¨ªa sido atribuido a otro aspirante que s¨ª pudo demostrar que su c¨®nyuge era persona de linaje nobiliario. El amparo se deneg¨® en ¨²ltimo t¨¦rmino porque, dice la sentencia, ser¨ªa contradictorio considerar "la nobleza causa discriminatoria, por ende inconstitucional, a la hora de valorar la condici¨®n para adquirir el t¨ªtulo, pero no a la hora de valorar la existencia misma y la constitucionalidad del t¨ªtulo en cuesti¨®n". La contradicci¨®n era sin duda m¨¢s aparente en aquella ocasi¨®n que en la reciente, pero no m¨¢s real.
Invocar la prohibici¨®n de discriminaci¨®n por raz¨®n de sexo para obtener un t¨ªtulo incompatible con la prohibici¨®n de discriminaci¨®n por raz¨®n de nacimiento, que es la primera que la Constituci¨®n anuncia, es l¨®gicamente tan absurdo como reivindicar un t¨ªtulo de nobleza negando que sea v¨¢lida, por discriminatoria, la cl¨¢usula que se lo niega a quien no estuviera casado con noble. Como dijo Weber (y pod¨ªa haber dicho cualquiera), el principio de igualdad no es un tranv¨ªa del que uno pueda apearse cuando le conviente.
La cuesti¨®n no est¨¢, por tanto, en las condiciones incompatibles con el principio de igualdad en cualquiera de sus formas que las Cartas de fundaci¨®n o las Leyes de Partidas (que alguien ha propuesto declarar inconstitucionales) imponen para adquirir por herencia los t¨ªtulos nobiliarios, sino en la existencia de ¨¦stos. M¨¢s precisamente a¨²n: no en la existencia de los t¨ªtulos, sino en la intervenci¨®n del Estado en su creaci¨®n, su rehabilitaci¨®n y su transmisi¨®n, pues esa intervenci¨®n del poder para consagrar diferencias por raz¨®n de nacimiento lo coloca irremediablemente al margen del art¨ªculo 14 de la Costituci¨®n, del principio de igualdad; todo lo que venga despu¨¦s es ya intrascendente.
As¨ª se ha entendido generalmente en la Rep¨²blicas, en las nuestras como en las ajenas. No frecuentemente en las Monarqu¨ªas del pasado, que no como Monarqu¨ªas "doctrinarias", intentaron la componenda entre el principio democr¨¢tico y el mon¨¢rquico. La nuestra no lo es, sino puramente parlamentaria y tambi¨¦n en este punto deber¨ªa actuar conforme a su naturaleza.
Es cierto que, como se dice en esa sentencia de 1982 a la que antes me refer¨ªa, la Constituci¨®n no prohibe el otorgamiento de t¨ªtulos de nobleza, pero tampoco lo prev¨¦ expresamente. Hasta puede admitirse, si se quiere, que al reconocer al Rey la facultad de conceder "honores y distinciones con arreglo a las leyes", lo autoriza para otorgar nuevos t¨ªtulos, puesto que la ley de 1948, que restableci¨® la vieja legislaci¨®n nobiliaria abolida por la Rep¨²blica, ofrece esa posibilidad al Jefe del Estado. M¨¢s dif¨ªcil (quiz¨¢s imposible) es aceptar que esta facultad, cuyo uso requiere el refrendo del Gobierno, que es el responsable de la decisi¨®n, permita el otorgamiento de t¨ªtulos hereditarios, cuya existencia choca frontalmente con la prohibici¨®n de la discriminaci¨®n por raz¨®n de nacimiento. Y nada justifica, por fin, que a trav¨¦s del Ministerio de Justicia, del Consejo de Estado y de los tribunales, el Estado contin¨²e produciendo actos cuya incompatibilidad con el principio de igualdad puede ser ignorada mirando hacia otro lado, pero no negada.
No significa esto, claro est¨¢, que deban considerarse abolidos los t¨ªtulos hereditarios existentes, o prohibido uso. La Constituci¨®n no obliga por igual a la Sociedad y al Estado y en el seno de aqu¨¦lla son l¨ªcitos muchos actos que para ¨¦ste no lo son. Lo ¨²nico que hay que hacer, en este terreno como en tantos otros, es sacar el Estado de all¨ª en donde no debe estar, y no han sido s¨®lo las funestas doctrinas socialdem¨®cratas las que han echado sobre ¨¦l tareas que no debi¨® asumir o que ahora debe abandonar. Tambi¨¦n el conservadurismo para el que el tiempo no pasa es responsable de algunos excesos; entre otros, de ¨¦ste. La devoluci¨®n a la sociedad de lo que le es propio, la privatizaci¨®n de servicios p¨²blicos, no es aconsejable s¨®lo por razones econ¨®micas, tambi¨¦n puede venir impuesta por razones de principio, para no obligar al poder del Estado a realizar actos constitucionalmente impropios. La privatizaci¨®n de esta especie de servicio p¨²blico de las vanidades con el que hasta ahora ha cargado el Estado es bien simple; hay muchas f¨®rmulas para llevarla a cabo y hasta para ganar dinero con ella, pero eso no es ya de mi incumbencia.
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