Seis soldados
El primero, FernandoPor BERNARDO ATXAGA
N0 S? EXACTAMENTE CU?NDO ca¨ª en la cuenta de que mi forma de ser era distinta a la de los dem¨¢s, pero calculo que fue a los trece o catorce a?os, la primera vez que fui a pescar truchas. Sospecho que la gente se daba cuenta de ello desde bastante antes, porque me pongo a repasar las cosas que me fueron pasando en la infancia y recuerdo muy bien que los otros chicos del barrio me dejaban siempre solo, que siempre era yo quien sobraba en el equipo a la hora de jugar al f¨²tbol o quien no ten¨ªa sitio en las tiendas de campa?a cuando el cura del barrio nos llevaba al monte a pasar un fin de semana. Pero, en aquel tiempo, yo no conoc¨ªa la verdad y atribu¨ªa aquel rechazo a mi torpeza; me consideraba un burro, m¨¢s patoso que los dem¨¢s, y pensaba que ¨¦sa era la raz¨®n por la que no me aceptaban. ?Qui¨¦n iba a querer andar conmigo, que no era bueno en nada? Adem¨¢s, proven¨ªa de una familia de inmigrantes, y no pod¨ªa aportar mis juguetes, ni siquiera un bal¨®n de cuero o una pelota de tenis, y en ese sentido tambi¨¦n me ve¨ªa limitado, m¨¢s colgado que los otros torpes del barrio. Quiero decir con esto que no era yo el ¨²nico torpe del barrio, que hab¨ªa otros que a¨²n lo eran m¨¢s, pero que a ellos nunca les faltaba algo que prestar o regalar a los dem¨¢s chicos, lo grande. de esa manera un prestigio y un cari?o que los convert¨ªa en cabecillas del barrio. ?sa era la raz¨®n por la que el hijo del due?o del supermercado, el tal Ra¨²l, triunfaba en el barrio: porque sus bolsillos siempre se encontraban llenos, no por su destreza con el bal¨®n ni por sus resultados en las competiciones de nataci¨®n que se celebraban en las piscinas municipales.Sin embargo, el d¨ªa que fui a pescar truchas lo vi todo muy claro, y supe que yo era especial. Sucedi¨® que me acerqu¨¦ hasta un remanso del r¨ªo situado m¨¢s o menos a un kil¨®metro de nuestro barrio y que, enseguida de lanzar la ca?a, sent¨ª un fuerte tir¨®n y una enorme trucha apareci¨® dando coletazos en el otro extremo de la pita. Tuve que sujetar la ca?a con las dos manos para que no se me escapara, y luego, alej¨¢ndome de la orilla, arrastr¨¦ mi presa hasta un yerbal y me qued¨¦ all¨ª sentado mientras ella saltaba y botaba como una pelota. Pero no fue la captura lo fundamental del asunto, sino la alegr¨ªa que sent¨ª mientras dur¨® la agon¨ªa de la trucha. Primero desde cierta distancia, luego m¨¢s de cerca, no perd¨ª un solo detalle de c¨®mo era y de c¨®mo se ,retorc¨ªa: una de, sus mitades, lo recuerdo bien, era de plata, mientras que la otra mitad, la del lomo, era verde con motas rojas y anaranjadas; en la boca, el anzuelo le atravesaba el paladar. Cuando me fij¨¦ en sus ojos, me di cuenta de que tambi¨¦n ella me observaba, y que su mirada era severa y al mismo tiempo espantada, -como la que a veces suele poner mi madre. Sin embargo, aguant¨¦ aquella mirada perfectamente, con una valent¨ªa que era nueva en m¨ª.
De pronto, la trucha hizo un esfuerzo extraordinario y se elev¨® casi un. metro en el aire. Sacud¨ª entonces la ca?a, por puro reflejo, y la lanc¨¦ contra el tronco de un ¨¢rbol que se alzaba en el yerbal. La alegr¨ªa que hab¨ªa sentido hasta entonces se acentu¨® y me ech¨¦ a re¨ªr.
"Te gusta lo que est¨¢s haciendo, ?verdad?", o¨ª entonces. Comprend¨ª que mi fiesta hab¨ªa tenido un testigo, y me sobresalt¨¦. El coraz¨®n comenz¨® a latirme con fuerza. "?A que s¨ª? ?A que es verdad?", insisti¨® la voz sin dar tiempo a que me recobrara.
Mi sobresalto fue a¨²n mayor cuando vi con el rabillo del ojo unas zapatillas blancas muy limpias y unos calcetines azules. Sin necesidad de mirar abiertamente, supe de qui¨¦n se trataba: aquellas prendas s¨®lo las pod¨ªa llevar la madre de Ra¨²l, la mujer del due?o del supermercado.
"He pescado una trucha. Es muy grande", le dije nervioso, como un ni?o,que en lugar de trece o catorce a?os s¨®lo tuviera diez. Inmediatamente, me avergonz¨¦ y me enfad¨¦ conmigo mismo. No era ¨¦se el comportamiento que me atribu¨ªa en mis enso?aciones y fantas¨ªas. Entonces me ve¨ªa mayor de lo que era, e imaginaba que ella se tumbaba en mi cama completamente desnuda con los brazos y las piernas abiertos en cruz, y que yo me montaba sobre ella cogi¨¦ndola por las tetas.
Aquel d¨ªa, la madre de Ra¨²l llevaba un vestido de color amarillo a juego con el azul de los calcetines, y, como cada verano, estaba muy morena. "No deber¨ªas andar solo", dijo con un suspiro. "Siempre andas solo. ?Por qu¨¦ no vas con Ra¨²l y todos los dem¨¢s?".
Baj¨¦ la mirada y clav¨¦ los ojos en el suelo. La hierba estaba muy verde. En el extremo de los tallos se mov¨ªan unos insectos que eran como hormigas, pero con alas. "No s¨¦ d¨®nde se meten", le respond¨ª enfurru?ado. Mi comportamiento segu¨ªa siendo m¨¢s propio de un ni?o de diez a?os. Sent¨ª- odio por m¨ª mismo.
"?Que no lo sabes?" ?C¨®mo puedes decir eso!", me replic¨® ella. "Sabes perfectamente que suelen ir a nadar". Apoy¨® sus palabras levantando el brazo y se?alando la zona del r¨ªo donde est¨¢n las piscinas municipales. El pelo de su sobaco era negro y rizado.
"S¨ª, ya lo s¨¦. Pero ellos no me han invitado a ir en el grupo", le respond¨ª con brusquedad, mostrando por fin cierta firmeza. Entonces apareci¨® su perro, a todo correr, y se dirigi¨® husmeando hasta donde estaba la trucha. Era un dobermann. La gente del barrio dec¨ªa que lo hab¨ªa comprado su marido, el gordo, y que hab¨ªa hecho que lo adiestraran antes de regal¨¢rselo a su mujer. Para que se sintiera m¨¢s segura en sus paseos, dec¨ªa la gente.
"lMoro! ?Aparta de ah¨ª!", chill¨® ella de repente. El perro agarraba y soltaba una y otra vez la trucha, como si le costara decidir si aquella carne le gustaba o no. Me ech¨¦ a re¨ªr, pero sin ganas. "No deber¨ªas andar solo. Los que andan solos acaban por volverse raros", continu¨® despu¨¦s de que el perro le obedeciera y todo volviera a la tranquilidad. "M¨ªrame a m¨ª, si no. Yo tambi¨¦n tengo esa man¨ªa y ya empiezo a sentirme rara" concluy¨® en tono de broma.
Hac¨ªa calor, unos treinta grados por lo menos, y pens¨¦ que. bajo el vestido amarillo su cuerpo deb¨ªa estar resbaladizo por el sudor, y que su teta se me escurrir¨ªa de la mano si en aquel momento intentaba agarrarla con fuerza. "Te dedicas a pasear sola porque te acuestas con ese cerdo del supermercado y no eres feliz", pens¨¦ a continuaci¨®n. Me sent¨ªa muy excitado.
"?Qu¨¦ tal est¨¢ tu padre?", me pregunt¨®. Tuve la impresi¨®n de que hab¨ªa le¨ªdo mi pensamiento y quer¨ªa cambiar de tema.
"Para ser alcoh¨®lico, no tan mal", respond¨ª. Me hab¨ªa limitado a repetir lo que dec¨ªa siempre mi madre, pero ella lo interpret¨® de otra manera. Pens¨® que me hab¨ªa molestado.
"No te pongas as¨ª, por favor. Se lo preguntar¨ªa a tu madre, pero suelo irme de la tienda antes de que ella empiece con la limpieza", se disculp¨®.
"?No quieres ba?arte ah¨ª conmigo?", le dije de pronto,se?alando el remanso donde hab¨ªa estado pescando. La voz me sali¨® segura, pero no pude evitar sonrojarme. Sent¨ªa que las orejas me ard¨ªan.
La madre de Ra¨²l se qued¨® inm¨®vil, mir¨¢ndome fijamente. El dobermann continuaba a su lado.
"Qu¨¦ especial eres, Fernando. Eres muy distinto a los dem¨¢s", dijo. Son¨® como si las palabras le salieran desde muy adentro. Luego se qued¨® pensativa, sin saber qu¨¦ hacer. Parec¨ªa un poco asustada. "?Vamos, Moro!", dijo al fin poni¨¦ndose a caminar hacia el barrio.
La segu¨ª con la mirada hasta que se alej¨® unos cien metros. Luego, tras recoger la trucha del suelo, me fui hasta una roca que hab¨ªa en la orilla del r¨ªo y me qued¨¦ mirando el agua. Bajaba a mucha velocidad, formando crestas, chocando contra las piedras y produciendo espuma; pero, justo delante de donde yo me hab¨ªa colocado, la corriente se frenaba de golpe y el agua segu¨ªa su curso desliz¨¢ndose con extrema suavidad y formando un remanso, una especie de vientre redondo y oscuro. Me encaram¨¦ a la roca y lanc¨¦ la trucha muerta al centro de aquel vientre. ?Se quedar¨ªa all¨ª? En un primer momento tuve esa impresi¨®n, que permanecer¨ªa para siempre all¨ª, quieta, panza arriba; pero, a pesar de las apariencias, el r¨ªo no hab¨ªa dejado de fluir, y la trucha muerta acab¨® por moverse, primero un mil¨ªmetro, luego un cent¨ªmetro, un metro, tres metros, y luego se alej¨® definitivamente de m¨ª. Por un momento, la imagin¨¦ atravesando las mallas met¨¢licas y entrando en la piscina donde nadaban Ra¨²l y los otros, y esa imagen tambi¨¦n me alegr¨®. No, yo no era como los dem¨¢s, era especial. Y no deb¨ªa avergonzarme por ello. Al contrario, deb¨ªa reforzar mi personalidad.
A partir de aquel d¨ªa, como dice la canci¨®n, pasaron m¨¢s d¨ªas, pasaron los meses y los a?os, y mientras tanto sucedieron muchas cosas, primero la muerte de mi padre, luego el nuevo matrimonio de mi madre, m¨¢s adelante el cambio de casa y de barrio; pero todos esos hechos resbalaron sobre m¨ª como un pu?ado de arena por la pendiente de una roca, y lo ¨²nico que perdur¨® con fuerza en mi memoria fue la experiencia que hab¨ªa vivido junto al r¨ªo. De vez en cuando, sobre todo cuando las noches eran calurosas, volv¨ªa a ver a la madre de Ra¨²l con su vestido amarillo y sus calcetines azules, y mi imaginaci¨®n, prolongando lo que hab¨ªa vivido en la realidad, me hac¨ªa verla ba?¨¢ndose conmigo, a veces completamente desnuda, a veces con unas peque?as bragas empapadas de agua. Era un juego que me gustaba mucho, y hab¨ªa d¨ªas, durante la temporada de pesca, en que me acercaba al remanso y me quedaba sentado en el yerbal, esperando. Pero la madre de Ra¨²l nunca apareci¨®, y mi esperanza de volver a verla se fue desvaneciendo. Cab¨ªa, naturalmente, la posibilidad de acercarme al supermercado donde trabajaba con su marido, pero yo no quer¨ªa verla all¨ª, sino en la orilla del r¨ªo, como la primera vez. ?sa era la situaci¨®n cuando me encontr¨¦ con su hijo, Ra¨²l. De pronto, como cuando se lanza al agua la trucha que se acaba de pescar y que est¨¢ a punto de asfixiarse, mi esperanza se oxigen¨® y cobr¨® fuerza. ?Por qu¨¦ no? Ra¨²l podr¨ªa ser mi gu¨ªa en el camino que llevaba hasta su Lo intu¨ªa.Nos hab¨ªan llamado para el servicio militar, y todos los viajeros del tren, unos doscientos reclutas y algunos militares de oficio, nos dirig¨ªamos a Madrid en un viaje que, seg¨²n nos dijeron en el cuartel donde todos hab¨ªamos permanecido el d¨ªa anterior, deb¨ªa ser forzosamente nocturno para no entorpecer el tr¨¢fico ferroviario. Previendo la incomodidad del viaje, decid¨ª sentarme en el mismo compartimiento que un grandull¨®n que, por lo que hab¨ªa observado durante la revista que hab¨ªamos pasado aquella ma?ana, llevaba el petate lleno de comida. "Zanguitu", le dije al subir al tren, "?te importa que me siente a tu lado?". Luego le se?al¨¦ un grupo que se
dedicaba a cantar y beber: "No me apetece ir con gente como ¨¦sa". Zanguitu no ten¨ªa mucha facilidad de palabra, y me respondi¨® como lo hubiera hecho un jabal¨ª, encogi¨¦ndose de hombros y emitiendo una especie de gru?ido. "?Qu¨¦ pasa? ?No son lo suficientemente buenos para un santo var¨®n como t¨²?", me solt¨® entonces un tipo que sub¨ªa las escalerillas detr¨¢s de m¨ª. Llevaba dos meses sin afeitarme la barba, de ah¨ª que el tipo me llamara de aquella manera.
"No estaba hablando contigo", le dije gir¨¢ndome hacia ¨¦l. A pesar de que anochec¨ªa y ya est¨¢bamos en el interior del tren, segu¨ªa con sus gafas de sol. Era extremadamente delgado, y su piel parec¨ªa hecha de algo intermedio entre el papel y la cera. "No me gusta la gente que bebe", a?ad¨ª entre dientes. "Mira qu¨¦ delicado nos ha salido el santo var¨®n", dijo ¨¦l aumentando la dosis de desprecio que hasta entonces hab¨ªa puesto en su voz. Pens¨¦ que era igual que mi madre. Ten¨ªa su misma piel, la misma forma repugnante de hablar y de repetir ciertas palabras; incluso las gafas eran iguales. "Te dir¨¦ una cosa, santito. Soy el que m¨¢s bebe de este tren, y pienso viajar a tu lado", me inform¨®. Luego entr¨® en el compartimiento detr¨¢s de Zanguitu y de m¨ª. "Como quieras", le dije. "Me encanta joder a los santitos como t¨²", continu¨® ¨¦l mientras sacaba de su petate un mont¨®n de botellines de licor. Dirig¨ª una mirada de complicidad a Zanguitu, pero no tuve respuesta. Realmente, aquel campesino era como un jabal¨ª.
Una vez que el tren se puso en marcha la algarab¨ªa y los gritos de los que ocupaban el vag¨®n fueron en aumento, y un sargento que gritaba m¨¢s que nadie atraves¨® el pasillo dando ¨®rdenes y pidiendo silencio. Poco despu¨¦s, dos tipos que parec¨ªan estar enfadados entraron en nuestro compartimiento y se sentaron con nosotros. El primero llevaba gafas y parec¨ªa demasiado mayor para ir al servicio militar, mientras que el otro era un gordo de pelo largo que deb¨ªa pesar unos ciento veinte kilos. "?Cerdo miserable!", exclam¨® el gordo nada m¨¢s entrar. Parec¨ªa muy excitado, y no tard¨® en contarnos el castigo que un sargento hab¨ªa impuesto a los reclutas del vag¨®n contiguo.
Yo no le escuch¨¦, no pude prestar atenci¨®n a lo que dec¨ªa. Estaba demasiado asombrado para ello. Reconoc¨ªa aquella voz, aquella forma tan arrogante de hablar. Me vinieron a la mente unas palabras de saludo: ?qu¨¦ tal, Ra¨²l? Sin embargo, prefer¨ª callarme.
A veces pienso que una de las cosas que me distinguen de los dem¨¢s es la forma en que funciona mi cabeza. Por expresarlo de alguna forma, mi cabeza se mueve por s¨ª misma, independientemente de mi voluntad, y a menudo me cuesta entender ad¨®nde quiere ir a parar. As¨ª me sucedi¨® aquel d¨ªa. Me puse a pensar en los reclutas que el sargento hab¨ªa castigado y me sorprend¨ª a m¨ª mismo afirmando con rotundidad que eran ellos, los propios reclutas, los que ten¨ªan toda la culpa. "Los que no hemos tenido valor para declararnos insumisos tenemos que aceptar cualquier cosa que nos pase en este asqueroso ej¨¦rcito. Al fin y al cabo, nos lo merecemos", conclu¨ª. No s¨¦ por qu¨¦ habl¨¦ as¨ª, sinceramente. Era mi cabeza, mi segunda cabeza, la que ya hab¨ªa hecho sus planes.
Ra¨²l se me qued¨® mirando, y por un momento me pareci¨® que me iba a reconocer. Pero no, hab¨ªan pasado unos siete a?os desde la ¨¦poca del barrio, y adem¨¢s la barba me daba un aspecto distinto. Aparte de que los se?oritos no se suelen. fijar en el ¨²ltimo mono, en la gente que, como yo, pertenece por nacimiento a la zona baja de la sociedad.
"Ese planteamiento es un poco disparatado", dijo entonces el que hab¨ªa venido con Ra¨²l. Ten¨ªa en las manos un libro que acababa de sacar del petate. "No se trata de tener o no tener valor. El problema es si una persona no hace el servicio militar luego no puede acceder a determinados puestos en la Administraci¨®n p¨²blica... ".
"Eso son tonter¨ªas", le interrumpi¨® Ra¨²l apoyando la frase con todo el cuerpo. Luego comenz¨® a lanzar insultos contra el ej¨¦rcito. En algunos momentos, por sus gestos, me recordaba a su madre. Sus ojos oscuros, por ejemplo, eran iguales a los de ella.
"A la m¨ªnima oportunidad pienso pegarle un tiro a un capit¨¢n.O al coronel, si es que puedo", dijo de pronto el de las gafas de sol. Hab¨ªa vaciado ya la mitad de los botellines de licor que hab¨ªa sacado del petate.
"Pues, si necesitas ayuda, p¨ªdela", se ri¨® Ra¨²l. Y lo mismo hice yo, re¨ªrme. Me sent¨ªa cada vez m¨¢s contento.
"Ser¨¢ mejor que habl¨¦is m¨¢s bajo. Como sig¨¢is as¨ª alguien os va a o¨ªr", dijo el del libro. Era prudente. Calcul¨¦ que deb¨ªa tener unos cinco a?os m¨¢s que nosotros.
"El sargento que iba en este vag¨®n se ha pasado al otro, al de los castigados, as¨ª que tranquilo", respondi¨® Ra¨²l. Era terco, igual que cuando ten¨ªa catorce a?os. "?Qu¨¦? ?No nos vas a invitar?", dijo de pronto dirigi¨¦ndose a Zanguitu y se?al¨¢ndole la enorme tortilla que ¨¦ste acababa de plantar sobre sus rodillas.
Soltando uno de sus gru?idos, Zunguitu parti¨® un trocito y se lo pas¨®. Era un trozo min¨²sculo. ",Y para los dem¨¢s? ?No hay nada para los dem¨¢s?", le dije yo. "?No!", respondi¨® con brusquedad aquel jabal¨ª miserable.
Mientras tanto, mi cabeza, mi segunda cabeza, segu¨ªa trabajando, tramando planes secretos.Por eso me acord¨¦ de la licencia de pesca. La llevaba en la cartera, y era muy vistosa, incrustada en una base de cuero y con una bandera espa?ola que la cruzaba de lado a lado. Cuando la ense?aba en la puerta de las discotecas o en la entrada de las piscinas municipales, los porteros siempre me dejaban pasar. Me tomaban por polic¨ªa.
"Volviendo al tema de antes, a m¨ª me parece que algunos insumisos est¨¢n haciendo un buen trabajo", dije casi en un murmullo. "Otros, en cambio, me parecen demasiado agresivos".
"?Demasiado agresivos? ?Por qu¨¦?", me pregunt¨® Ra¨²l con el ce?o fruncido.
Me volv¨ª a acordar de mi licencia. S¨ª, iba a darle una lecci¨®n a aquel se?orito de barrio. Una lecci¨®n o algo m¨¢s. Todo depend¨ªa de las intenciones de mi cabeza, de mi segunda cabeza.
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