El regresado
Hay algo inmemorial en ese gesto atrapado instant¨¢neamente por la fotograf¨ªa, en la actitud tan simple y com¨²n del padre que lleva en brazos a su hijo de cuatro a?os, y lo sostiene y lo acaricia a la vez, en la del ni?o que le ha echado los brazos alrededor del cuello al tiempo que aprieta los talones en tomo a la cintura del padre: asido a ¨¦l, acogido a su fuerza, a su gran estatura de ¨¢rbol, que le parece prodigiosa cuando levanta los ojos para mirarlo desde el suelo. Tal vez las leyendas de gigantes que hay en todas las tradiciones populares proceden simplemente del tama?o desproporcionado que los seres adultos tienen para los ni?os, y por eso no s¨®lo hay en los cuentos gigantes malvados y can¨ªbales, sino tambi¨¦n gigantes bondadosos que son el padre y la madre entrevistos en la bruma de los dos o tres primeros a?os de la vida, antes de que el dominio de las palabras vaya permitiendo la acu?aci¨®n de recuerdos n¨ªtidos.El ni?o lleva pantalones vaqueros y zapatillas deportivas, pero en el modo en que se abraza a su padre hay una actitud primitiva de ternura y de b¨²squeda de refugio, de confianza absoluta, de privilegio, hasta de protecci¨®n: tal vez ese ni?o intuye, como les sucede a otros, con un brusco arrebato de responsabilidad, que en la fortaleza del adulto hay algo muy fr¨¢gil, de modo que al echarle los brazos alrededor del cuello no s¨®lo disfruta de la proximidad y de la altura, sino que adem¨¢s se ofrece, ¨¦l tambi¨¦n, como refugio y parapeto del padre.
El hombre, Jos¨¦ Antonio Ortega Lara, sonr¨ªe por encima del abrazo de su hijo, al que durante casi dos a?os de tormento incesante pens¨® que nunca volver¨ªa a ver, sonr¨ªe de una manera est¨¢tica, casi dolorida, como si lo tras pasara la conciencia de lo que est¨¢ disfrutando justo en ese momento, de lo que crey¨® perdido. Es como ese padre que ha estado enfermo mucho tiempo, y del que se le dice al hijo peque?o que no debe ser molestado, que no hay que hacer mucho ruido para que pueda dormir. Yo apenas hab¨ªa vuelto a ver su cara desde que la Guardia Civil lo rescat¨® de la ultratumba de un zulo terrorista, donde fue agonizando d¨ªa tras d¨ªa mientras sus guardianes y verdugos llevaban vidas tranquilas y hasta ejemplares en el vecindario. Entonces, cuando apareci¨® a plena luz con la palidez hura?a de los muertos, cuando se le vio tan flaco y encorvado como el espectro de un campo de exterminio, tan perdido entre los polic¨ªas y los familiares y los periodistas como debi¨® de sentirse L¨¢zaro al salir de la tumba, pareci¨® que sus torturadores hab¨ªan prevalecido sobre ¨¦l, y que si ha b¨ªa regresado a la vida nunca podr¨ªa volver de verdad a la comunidad de los vivos. ?sa es quiz¨¢s una de las sensaciones m¨¢s crueles que permanecen en la conciencia de quien ha padecido una desgracia que trastorn¨® de golpe su vida, un accidente, la noticia s¨²bita de una enfermedad, la muerte de alguien tan pr¨®ximo que su p¨¦rdida es una amputaci¨®n: se siente aislado de los otros, expulsado de la normalidad sin fisuras en que imagina que ellos viven, arrojado a un exilio personal que tiene algo de estigma, de inaceptable excepci¨®n: por qu¨¦ yo y no otro, qu¨¦ han hecho o qu¨¦ tienen los dem¨¢s para que a ellos no les sobreviniera lo mismo que a m¨ª, para que no fueran escogidos. En cualquier conciencia humana atribulada por la desgracia surgen como un instinto el lamento y la rebeli¨®n de Job.
Pero este hombre, Ortega Lara, sonr¨ªe y abraza a su hijo como si de verdad hubiera sido capaz de volver: no s¨®lo de la muerte temida y al final deseada, solicitada ansiosamente; tambi¨¦n del sentimiento abismal de la soledad, de la ruptura de los lazos con los dem¨¢s seres humanos, con la multitud inmensa de los que no padecieron su desgracia, de los que no conocieron el infortunio de ser elegidos en la loter¨ªa negra del terror.
Otros no han vuelto, nunca van a volver. Hoy mismo, cuando este peri¨®dico publica en primera p¨¢gina la foto del padre que a¨²n tiene una sonrisa de convaleciente y del ni?o que se abraza a ¨¦l con toda la fuerza experta de sus brazos y piernas, se cumple un mes justo del asesinato de Miguel Angel Blanco. Parece que fue ayer, y tambi¨¦n parece que fue hace mucho tiempo (el tiempo, en verano, adquiere enseguida una gran anchura de distancias, siempre conserva algo de la espaciosidad de las vacaciones escolares). El t¨²nel de oscuridad que atraves¨® Miguel ?ngel Blanco fue mucho m¨¢s breve que el de Jos¨¦ Antonio Ortega Lara, pero ¨¦l no pudo vislumbrar su salida. Se qued¨® como congelado en la sonrisa de una foto que ya tiene una tristeza de recuerdo muy lejano, la sonrisa delicada y p¨®stuma, absorta, como agraviada, de los que mueren muy j¨®venes. Nadie recuerda haber visto la foto de su cara en una camilla, ni amortajada en un ata¨²d: las caras de los muertos son demasiado abstractas, son caras, de otros, o de nadie. En cambio, en esa foto que se convirti¨® en emblema instant¨¢neo de una hermosa sublevaci¨®n popular, reconocemos a Miguel ?ngel Blanco como si lo hubi¨¦ramos visto y tratado con frecuencia, invulnerable a la muerte, intocado por el infortunio.
No ha hecho falta ni un mes para que el nivel de inmundicia pol¨ªtica que lo corromp¨ªa todo antes del 12 de julio, saboteando cualquier tentativa de eficacia, democr¨¢tica contra el terrorismo, haya vuelto a mostrarse con la desverg¨¹enza usual, con el conocido reparto de ayatol¨¢s, aprovechados y voluntariosos cretinos (no son categor¨ªas excluyentes). En este tiempo se ha visto a intelectuales concienciados desde?ar la ira popular y la unanimidad democr¨¢tica contra los terroristas, alegando que en aquellas manifestaciones se defendi¨® "la Espa?a eterna" (sic) y la pena de muerte, lo cual, aparte de una calumnia, es una muestra de la ceguera transitoria que aqueja de vez en cuando a algunos profesionales de la lucidez. Como era tristemente previsible, la vileza y la ineptitud pol¨ªtica han vuelto a ser las mismas. Hay algo, por fortuna, en lo que este tiempo no ha sido del todo est¨¦ril, al menos un reducto de dignidad no contaminado por la infamia: a lo largo de este mes Jos¨¦ Antonio Ortega Lara ha ido regresando a la vida, ha adquirido de nuevo la fuerza necesaria, la destreza inmemorial de subir en brazos a su hijo.
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