Hermafroditas glotones
Como es bien sabido, los hombres han tratado siempre de explicar la realidad y dotarla de sentido a partir de un modelo dicot¨®mico, cuyos dos t¨¦rminos, personificados o no, les han permitido clasificar lo existente, juzgarlo y sobre todo anatematizar al enemigo. Como correlato de estas dicotom¨ªas universales (Dios y Luzbel, Ormuz y Arim¨¢n, el Ying y el Yang), el pensamiento pol¨ªtico suele contar con las suyas propias. En este plano modesto, en el que el valor normativo de los t¨¦rminos es m¨¢s fuerte que su capacidad descriptiva, sobre la que, sin embargo, pretende apoyarse, la forma m¨¢s actual y potente de este esquema eterno es la famosa contraposic¨ª¨®n entre la sociedad civil y el Estado. Quiz¨¢s no mejor ni peor que otras del pasado, pero que, como todas las que la han precedido, en el elevado plano de la metaf¨ªsica o en el muy terreno de la pol¨ªtica (pi¨¦nsese, por ejemplo, en la menos famosa divisi¨®n del mundo entre burgueses, y proletarios), ni puede explicar con claridad la relaci¨®n entre las dos supuestas mitades del universo ni permite incluir inequ¨ªvocamente en una u otra la realidad entera. Hay cosas que no son ni Estado ni sociedad, ni carne ni pescado, sino lo uno y lo otro. Hermafroditas, si se me permite aplicar anal¨®gicamente a las f¨®rmaciones sociales esta mitol¨®gica categor¨ªa.Aunque no las; ¨²nicas, las m¨¢s conocidas y tal vez m¨¢s importantes de estas estructuras hermafroditas que pululan entre el Estado y la sociedad son los partidos pol¨ªticos, cuya funci¨®n es justamente la de asegurar la conexi¨®n entre aqu¨¦l y ¨¦sta, o m¨¢s precisamente a¨²n, la de poner el poder del Estado en manos de la sociedad considerada como un todo. Son por eso imprescindibles para la democracia, que ha desaparecido cada vez que se la ha querido "purificar", libr¨¢ndola de los partidos, para transformarla en "org¨¢nica" o "popular". Pero dejados a s¨ª mismos, tambi¨¦n los partidos, pese a su imprescindibilidad, o quiz¨¢s en raz¨®n de ella, pueden convertirse en una amenaza para la democracia, bien porque dan armas a sus enemigos, bien porque la pervierten, reduci¨¦ndola para sus propios fines. El origen de esta aberraci¨®n, que hace de los partidos enemigos potenciales de la democracia, est¨¢ en su glotoner¨ªa, en su insaciable apetito de poder y de dinero.De la desmesura del af¨¢n de poder de los partidos, que a veces dan la impresi¨®n de no tener otro principio que el de hacer lo conveniente para conseguirlo o mantenerlo, hemos tenido buenos ejemplos en el pasado y mejores en el presente. Es un mal grave, pero del que no vale la pena hablar porque los sermones son in¨²tiles para curarlo. S¨®lo el convencimiento de que, a la hora de votar, los ciudadanos juzgar¨¢n como indecente lo que efectivamente lo es puede ayudar a remediarlo. Tampoco el apetito de dinero tiene, claro est¨¢, f¨¢cil cura, pero, a diferencia del anterior, es algo de lo que los propios partidos han de hablar, siquiera sea para ponerse de acuerdo sobre los medios de saciarlo. Y si los partidos hablan, parece conven¨ªente que el resto de los ciudadanos hablemos tambi¨¦n.
Seg¨²n las informaciones de prensa, nuestros partidos han alcanzado por fin un acuerdo de principio en las conversaciones que desde hace mucho manten¨ªan sobre la reforma de la ley cuerdo se basa, si tales informaciones son veraces, en el mantenimiento de las dos v¨ªas de financiaci¨®n ya existentes, la p¨²blica y la privada, pero sobre todo en la ampliaci¨®n de los l¨ªmites muy estrechos que la ley vigente preve¨ªa para ¨¦sta; no para disminuir e monto de aqu¨¦lla, que es con mucho la m¨¢s importante, sino para hacer posible que la privada sea m¨¢s cuantiosa. Los particulares y las empresas podr¨¢n ahora dar m¨¢s dinero y darlo, he cre¨ªdo entener, con m¨¢s discreci¨®n que antes, con menos publicidad. En definitiva, la preocupaci¨®n dominante de los negociadores, que son al tiempo autores de la regulaci¨®n y beneficiarios de ¨¦sta, parece haber sido m¨¢s la de saciar su propia glotoner¨ªa que la de cubrirla, y hasta donde los simples ciudadanos podemos saber, no se han esforzado por salir de los caminos trillados, yendo m¨¢s al fondo de las cuestiones realmente esenciales: la opci¨®n entre lo publico y lo privado, la forma de financiaci¨®n p¨²blica y el control de los gastos. La discrepancia entre los partidarios de ensanchar las v¨ªas de la financiaci¨®n privada y los de mantenerlas m¨¢s estrechas se salda con un compromiso que no pone en duda su admisibilidad, de la que muchos dudamos, tanto en Europa como sobre todo en Estados Unidos en donde es casi la ¨²nica existente y origen principal, en opini¨®r de muchos respetables estudiosos, de la corrupci¨®n de su vida pol¨ªtica; la maldici¨®n de la pol¨ªtica americana, para decirlo, con el t¨ªtulo de un reciente trabajo de Ronald Dworkin. Como es evidente, esa financiaci¨®n privada no viene de las cuotas de los militantes, sino de las grandes fortunas y sobre todo de las empresas, que act¨²an con su l¨®gica propia, que es la del mercado, y en consecuencia s¨®lo dan dinero con la esperanza de obtener beneficios. Siendo muy ben¨¦volos, puede pensarse que los partidos no se los proporcionar¨¢n sino Cuando el bien de las empresas sea tambi¨¦n, a su juicio, el bien de todos; con menos benevolencia, que eso suceder¨¢ con m¨¢s frecuencia de lo que debiera, porque la claridad de juicio de los partidos se ver¨¢ inevitablemente perturbada por el deseo de congraciarse con sus benefactores; sin benevolencia alguna (pero tambi¨¦n sin malevolencia), que los partidos satisfar¨¢n las pretensiones de quienes les ayudan a ganar las elecciones siempre que eso no cree el riesgo de perderlas. En el mejor de los casos, se habr¨¢ creado la apariencia de corrupci¨®n; en los no tan buenos y m¨¢s probables, se habr¨¢ hecho de la corrupci¨®n parte del sistema, se la habr¨¢ institucionalizado. Eso es, parece, lo que piensa el 84% de los norteamericanos.
Aunque junto a este defecto de la financiaci¨®n privada todos los dem¨¢s quedan empeque?ecidos,- en s¨ª mismos tampoco son desde?ables. Entre ellos el de la desigualdad que potencialmente crea entre los partidos, cuyos adherentes, pese al proclamado interclasismo, no se reparten de modo igual en todas las capas sociales. Por lo dem¨¢s, la llamada financiaci¨®n privada comienza por no serlo del todo, al menos entre nosotros, puesto que al ser desgravables de los impuestos las cantidades donadas, una parte del dinero que va al partido proviene del Estado, cuya participaci¨®n como donante forzoso crece adem¨¢s, en lo que toca a las donaciones de particulares, con la misma progresividad que el impuesto sobre la renta.
Por todas estas razones y algunas m¨¢s, en la Europa continental se ha optado desde hace mucho tiempo por la financiaci¨®n p¨²blica, que tampoco est¨¢, claro es, libre de defectos. Uno que muy frecuentemente se se?ala es el de que contribuye a burocratizar los partidos, cuyas c¨²pulas dirigentes se independizan de los intereses sociales e incluso de sus propios militantes, pero no s¨¦ hasta qu¨¦ punto es razonable imputar al modo de financiaci¨®n los efectos derivados de una relaci¨®n entre sociedad y pol¨ªtica de la que ¨¦l mismo es consecuencia. Otro m¨¢s s¨®lidamente fundado es el de que tiende a favorecer el statu quo, impidiendo la aparici¨®n de partidos nuevos y quiz¨¢s potencialmente m¨¢s representativos. Esta congelaci¨®n de la estructura pol¨ªtica se produce por obra del criterio utilizado para determinar las cantidades que cada partido ha de percibir, vinculado siempre a los resultados
obtenidos en las ¨²ltimas elecciones. El criterio es razonable, en cuanto que toma en consideraci¨®n las preferencias expl¨ªcitas de los ciudadanos, pero perturbador, en cuanto alarga durante algunos a?os las expresadas en un determinado momento. M¨¢s din¨¢mico ser¨ªa un sistema en el que, como se hace por ejemplo en el caso de la Iglesia, se dejase a cada ciudadano la decisi¨®n anual sobre el destino de una parte de sus impuestos, aunque como puede imaginar el lector, no ser¨¢ f¨¢cil que los partidos acepten ni siquiera discutir un procedimiento de este g¨¦nero, ni es casualidad que no se les haya ocurrido. No vale la pena por eso insistir en ¨¦l, pero s¨ª en la necesidad de que, si no por esa v¨ªa, por cualquiera otra, se establezca con claridad el monto total de la financiaci¨®n de los partidos y que todo el dinero qu¨¦ se les ha de dar se les d¨¦ por un solo conducto. Lo peor del actual sistema es su estremedecedora opacidad, resultado de la multiplicidad de canales a trav¨¦s de los que llega a los partidos el dinero p¨²blico.
Pero con darles el dinero de manera m¨¢s clara y menos distorsionante no se habr¨¢ atajado el mal. Por mucho que se les d¨¦, los partidos siempre necesitan m¨¢s y lo buscan al margen de la ley. Buen ejemplo de ello nos lo ofrece, tambi¨¦n en estos d¨ªas, el famoso asunto Filesa. Probablemente no sea m¨¢s que la parte emergida del iceberg, y su trascendencia eon¨®mica parece casi rid¨ªcula una vez que los dineros que los partidos logran mediante el empleo del poder ya no se mi den por centenares o miles de millones, sino por el caudal diario del fabuloso cash flow de Telef¨® nica, pero, como s¨ªntoma de voracidad y como expresi¨®n del cinismo de acusados y acusadores no est¨¢ nada mal.
Quiz¨¢s no haya modo de evitar la repetici¨®n de hechos de esta naturaleza, tan frecuentes tambi¨¦n fuera de Espa?a, pero una democracia que se respete ha de intentarlo y para ello no basta ni mucho menos con el endurecimiento de las sanciones. Si los dineros los da el Estado, ¨¦ste deber¨ªa tener algo que decir sobre su empleo. En la actualidad, por el contrario, y salvo en lo que toca a la limitaci¨®n de los electorales, que como puede ver cualquiera que se asome a los informes del Tribunal de Cuentas no son ni de lejos los m¨¢s importantes, los partidos son libres de determinar sus gastos. En contra de lo que la Corte Suprema de Estados Unidos ha dicho (y hecho), la limitaci¨®n de los gastos electorales es cosa razonable; mucho m¨¢s razonable, quiz¨¢s, que premiar a los donantes con fines de semana en la Casa Blanca y a los organizadores exitosos de las campa?as electorales con la Presidencia de la Corte Suprema, aunque el premiado resultara despu¨¦s ser un gran juez. Pero es, desde luego, cosa absolutamente insuficiente. Los partidos son enormes m¨¢quinas burocr¨¢ticas permanentes y no es f¨¢cil de entender por qu¨¦ estas m¨¢quinas, sostenidas con fondos p¨²blicos, pueden determinar con libertad sus dimensiones, dotarse de los medios personales y materiales que quieran y decidir libremente las retribuciones que pagan, perfecta y extra?amente compatibles adem¨¢s con otras retribuciones p¨²blicas. Proponer que se regule lo ahora no regulado es, quiz¨¢s, ir contracorriente, pero la l¨®gica tiene sus exigencias y alguna contradicci¨®n hay entre la exigencia de que el Estado cargue con los gastos de los partidos y la negativa a aceptar que esa financiaci¨®n vaya . acompa?ada de una regulaci¨®n que no obligue a incrementarla indefinidamente.Francisco Rubio Llorente es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional.
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