De vuelta y media
Cuando uno se aleja de lo mejor y anda incluso fuera de s¨ª, por ah¨ª, pero al final comprende que ha de abandonar Ganga por Espa?a, y se viene, pues resulta que, a fuerza de fijarse a conciencia en lo recobrado o sabido -por si acaso, cambiaron, en nuestra ausencia, las farolas o de ministros-, no pocas de las leves quisicosas de siempre adquieren de repente relieve inusual ante los ojos de quien tanto lo tuvo en otra parte, perdidos en la pulpa de lascivas quimeras. Por eso, al volver con el mono de querer comprenderlo todo, eso que ¨²ltimamente nos faltaba, empezamos a preguntamos: "?Y por qu¨¦ hacemos eso?" Y eso bien puede ser, pongamos aqu¨ª por caso, el h¨¢bito creciente -en debates televisivos, parlamentos y conferencias- de, en llegado el momento solenme de citar, sea verso, de Pem¨¢n o de Machado, levantar el que habla las dos manos; asi, arrugan do dos dedos de cada una, casi a la misma altura de sus dos hombros respectivos, para significar que entonces est¨¢ abriendo, o cerrando comillas. O sea, como Chiquito de la Calzada en fino. O como jota liliputiense, acompa?ada de casta?uelas invisibles am¨¦n de lelas. O como vergonzantes banderilleros que airearan, para pasmo de Espl¨¢, dos romos, mondadientes, ?qu¨¦ asco!, en lugar de dos palos patri¨®ticos, coloristas y puntiagudos. Y, de tanto comerse el tarro con este tipo ruin de observaciones, casi se olvida uno, uno mismo, de acudir a la cita establecida con uno de los ni?os de la guerra, Ernesto, que ha vuelto, anciano ya, de Rusia a Espa?a y sabe que, hasta la hora de la muerte, no se pueden cerrar las comillas.Pero no nos pongamos quisquillosos, cursis o trascendentales, que est¨¢n las Navidades muy cerca. Hace unos 25 a?os que conoc¨ª por primera vez a Ernesto, en Mosc¨². Un Mosc¨² navide?o, engalanado de bombillas multicolores, abedulitos y papanoeles. M¨¢s banderolas, letreros volanderos y carteles que proclamaban: "?Gloria al Partido!" Con unas letras gord¨ªsimas, pero, eso s¨ª, no desprovistas nunca de geometr¨ªa. (Y el santo se me va de nuevo a Ganga, a aquel reclamo en negro sobre la pared azulada de una c¨¦ntrica tienda: "M¨¢quinas de coser. Soda c¨¢ustica. Coronas f¨²nebres. Queso fresco"). Los moscovitas, que es a lo que ¨ªbamos, andaban cabreados, pese al j¨²bilo partidista, porque nevaba poco aquel invierno. Ernesto, desde luego, compart¨ªa el cabreo. Sin embargo, esgrim¨ªa adem¨¢s otras razones: "Aqu¨ª nos tratan a todos como en un parvulario".
Ahora vuelvo a hablar con Ernesto de aquello, pues dice que de esto ("Salvo que hablara de Tamames... ") no sabe qu¨¦ opinar. Aquella Nochebuena, por el televisor, Fidel Castro se echaba un discurso, con subt¨ªtulos en cir¨ªlico, que figura en la historia de la elocuencia revolucionaria como el m¨¢s diminuto que el l¨ªder m¨¢ximo haya pronunciado jam¨¢s; dur¨® tan s¨®lo un cuarto de hora. Y en los grandes almacenes, el GUM, que antes al menos daban a la Plaza Roja, nada mas el turista se extra?aba de que las respetables matronas medioconsumistas se abrieran paso pellizc¨¢ndote por la espalda un poco m¨¢s arriba o un poco m¨¢s abajo. Ahora, claro, nos re¨ªmos Ernesto y yo. Pero es que era un pellizco renacentista: natural, eficaz y equ¨ªvoco, tres gracias proletarias en una sola mano desclasada. Para, al final, tener que decidirse todas las pellizconas entre los dos productos estrella de la semana: sujetadores asalmonados, de generosa talla, o banderines con el perfil granate de Lenin. Y, en la avenida de Kalinin, los chavales te cambiaban una insignia con la hoz y el martillo por un ex¨®tico chicle, fuera ¨¦ste de fresa o dementa. Y los mayores suspiraban por un guante de Sara Montiel, unas gafas ahumadas de Michel o un foulard de Raphael. As¨ª andaba aquel patio con respecto a lo nuestro. Entre toses, vuelve a re¨ªrse Ernesto.
Y luego, "?no te acuerdas de aquel tugurio elegant¨®?", las orquestas interpretaban melod¨ªas de Gilbert B¨¦caud. Y uno iba del icono al cohete, sin la menor voluntad rijosa, entre aturdido y fascinado, entre sujetado y abanderado, masticando dos versos de Leonid Gubanov: "En algo / somos culpables todos los inocentes". Por esa v¨ªa, en plena atm¨®sfera de telenovela de esp¨ªas, conoc¨ª al poeta Andr¨¦i Vosnessenski, el rival de Evtushenko, el m¨¢s "experimental", el que me dio una mu?eca de estropajo y madera, firmada, para que yo se la entregara en Par¨ªs a Garc¨ªa M¨¢rquez. Aquel poeta, como recuerda- Ernesto, acab¨® escribiendo piropos muy rimados en homenaje a Jacqueline Kennedy. El deshielo es as¨ª de caprichoso.
Entonces, en Mosc¨², todo quisque te agasajaba con el chiste pol¨ªtico del momento. Y era aqu¨¦l del ni?o que le pregunta a su padre en voz baja: "Oye, pap¨¢, ?y el camarada Breznev es bueno o malo?". A lo que el padre le responde: "Tranquilo, hijo, que ya nos lo dir¨¢n".
Este anciano, un ni?o de la guerra, que no quiere opinar del lugar al que ha vuelto, que s¨®lo rememora el pasado de donde estuvo, que tose demasiado, decide, al fin, cegarse en el presente: "En el caso de Yeltsin, ni siquiera tendremos que esperar a que nos lo digan".
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