El retorno a la utop¨ªa democr¨¢tica
La democracia espa?ola, ese hermoso sue?o ut¨®pico hecho realidad tras dos siglos de sangre, sudor y l¨¢grimas, ha devenido, en un periodo d¨¦ apenas veinte a?os, en un inmenso estercolero en el que las ansias de libertad e igualdad han resultado asfixiadas por la inmundicia de los GAL, la corrupci¨®n, el chantaje, la violaci¨®n de la intimidad, el abuso de poder, etc¨¦tera. Resulta ciertamente inquietante que nuestra democracia haya sido capaz de completar, en un periodo tan corto, lo que Josep Ramoneda ha calificado atinadamente como "el c¨ªrculo completo de las conductas mafiosas" (EL PA?S, 25-11-97). Pero mucho m¨¢s inquietante y desolador resulta el hecho de que tal degradaci¨®n haya sido protagonizada, en buena medida, por los miembros de aquella misma generaci¨®n que hizo posible el sue?o democr¨¢tico.Como es obvio, resulta imposible abordar aqu¨ª, tan siquiera de forma aproximativa, las m¨²ltiples y muy complejas razones que nos han conducido a la lamentable situaci¨®n presente. Por ello, quisiera centrar mi comentario tan s¨®lo en una de esas razones que considero verdaderamente crucial. Me estoy refiriendo al abandono de la utop¨ªa democr¨¢tica.
El fracaso de las grandes utop¨ªas decimon¨®nicas tales como el socialismo, el marxismo, etc¨¦tera, y la ausencia de proyectos ut¨®picos alternativos han provocado, en los ¨²ltimos a?os, la emergencia de una poderosa oleada de hiperrealismo en el seno de los sistemas democr¨¢ticos El logro de esa gran utop¨ªa que constituy¨® la ca¨ªda del franquismo y el advenimiento de la democracia ha hecho que esa oleada haya resultado a¨²n m¨¢s acentuada, si cabe, en Espa?a.
Ese hiperrealimo ha propagado una idea, interesadamente falsa y peyorativa, del contenido y significado real de la utop¨ªa, hasta el punto de identificarla con los conceptos de ingenuidad, idealismo, irrealidad, o cuando no con la pura demencia. Nada m¨¢s lejos de la realidad. Toda utop¨ªa supone una cr¨ªtica de una realidad existente y una representaci¨®n de lo que esa realidad debiera ser. Ello implica un proyecto de modificaci¨®n de un orden social vigente, pero no necesariamente la b¨²squeda de un orden social de dif¨ªcil o imposible realizaci¨®n. Utop¨ªa y realidad no s¨®lo no son aspectos antag¨®nicos, sino que resultan mutuamente interdependientes e imprescindibles. La pol¨ªtica no puede prescindir de ninguno de los dos, y todo intento en tal sentido no hace sino provocar graves disfunciones en el desarrollo y avance de la democracia.
Ahora bien, es preciso no confundir la realidad con el realismo. La utop¨ªa resulta profundamente real, y a su vez, no cabe una pol¨ªtica real sin elementos ut¨®picos. La cuesti¨®n no radica, por lo tanto, en enfrentar la realidad a la utop¨ªa o viceversa, sino en establecer una gradaci¨®n y proporci¨®n adecuada entre ambas, en funci¨®n del momento hist¨®rico concreto.
Lo que define a lo ideal es el valor de la perfecci¨®n absoluta. La realidad siempre resulta, por el contrario, imperfecta. Los ideales no se construyen para ser literalmente convertidos en hechos, sino para poner en cuesti¨®n permanente esos hechos. Por ello resulta imprescindible el mantenimiento de un ideal democr¨¢tico que act¨²e como gu¨ªa o punto de referencia y que sirva para poner en cuesti¨®n de forma constante los hechos que configuran la democracia real. Los ideales no pueden ser realizados totalmente pero s¨ª pueden ser satisfechos parcialmente. El problema no radica, por lo tanto, en maximizar ni tampoco en renunciar a los ideales, sino en optimizarlos.
La transformaci¨®n de la sociedad implica una constante b¨²squeda, una serie de permanentes ensayos, a veces radicales y profundos, en muchos casos parciales y peque?os. Un proceso constante de errores y rectificaciones, que s¨®lo pueden ser eliminados mediante un largo y laborioso proceso de constantes ajustes. Ello supone la necesidad de "laicizar" la pol¨ªtica y acabar con el esencialismo de las categor¨ªas absolutas tales como la Revoluci¨®n, el Partido, la Clase, la Huelga General, etc¨¦tera. La Ciudad Ideal como proyecto pol¨ªtico antag¨®nico de la vieja sociedad es un mito Intr¨ªnsecamente totalitario. No existe un estado armonioso de la naturaleza. Por ello, resulta imposible una completa reconstrucci¨®n de la sociedad, haciendo tabla rasa de todo lo existente. Ning¨²n movimiento pol¨ªtico, por en¨¦rgico y vigoroso que sea, produce cambios de una sola vez.
Por ello, es muy importante no confundir la utop¨ªa con el dogmatismo. Una cosa es la aspiraci¨®n a construir un mundo mejor, otra muy diferente, la creencia en una verdad o en un sistema de verdades que una vez aceptadas ya no deben ponerse en discusi¨®n y no aceptan ser discutidas por los dem¨¢s. En el terreno pr¨¢ctico esa actitud lleva inevitablemente hacia un sectarismo.
La utop¨ªa supone el ejercicio de un esp¨ªritu cr¨ªtico, es decir, el uso de la raz¨®n confortada por la experiencia, y ello es incompatible tanto con el dogmatismo como con el conformismo. As¨ª, frente a la resignaci¨®n de los conformistas, la utop¨ªa nos ense?a a pensar por nosotros mismos, nos despierta la duda frente a verdades presuntamente absolutas, y de igual manera, frente a la exaltaci¨®n de los fan¨¢ticos nos ense?a el sentido de la limitaci¨®n y la virtud de la tolerancia.
En la actividad pol¨ªtica como en cualquier otra actividad humana, la racionalidad no consiste tanto en la disposici¨®n a actuar en base a una serie de razones que uno considera correctas, cuanto en la disposici¨®n a escuchar las razones aducidas por otros, y a considerar sus perspectivas e intereses. Aunque exista una ¨ªntima relaci¨®n entre ambos, "raz¨®n" y "verdad" no son conceptos sin¨®nimos. Es cierto que existen m¨¢s probabilidades de lograr la verdad a trav¨¦s de una actitud racional que mediante una conducta irracional. Pero la racionalidad no garantiza por s¨ª misma la verdad, ni ¨¦sta garantiza aqu¨¦lla. La racionalidad no hace referencia, por lo tanto, al contenido -verdadero o falso- de una creencia, sino a la manera en que se mantiene la misma. Una creencia se mantiene racionalmente si la persona
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El retorno a la utop¨ªa democrat¨ªca
Viene de la p¨¢gina anteriorque la defiende puede aducir razones a su favor y est¨¢ dispuesto a volver a evaluarla a la luz de la aparici¨®n de argumentos opuestos.
Un buen sistema pol¨ªtico ser¨¢ aquel que sea capaz de hacer un uso racional de su esp¨ªritu cr¨ªtico de forma que le permita establecer una gradaci¨®n y proporci¨®n adecuadas entre la utop¨ªa y la realidad, es decir, entre fines y medios, en funci¨®n del momento hist¨®rico concreto.
De ah¨ª la necesidad de hacer compatibles utop¨ªa y realidad. Las utop¨ªas no asentadas en la realidad terminan derivando en simple fantas¨ªa, cuando no en puro y duro dogmatismo. Este tipo de utop¨ªas se caracterizan por el mantenimiento de una gran intransigencia formal, una actitud irracional y m¨ªstica, el planteamiento de unos objetivos cuyo logro no depende tanto de la acci¨®n pol¨ªtica diaria cuanto de la espera escatol¨®gica de un futurible estallido social o pol¨ªtico, etc¨¦tera. Por su parte, toda pr¨¢ctica pol¨ªtica ajena a la utop¨ªa desemboca, en el mejor de los casos, en una realpolitik chata y roma, cuando no en un puro y duro dirty realism, es decir, en un brutal y absoluto desprecio de la dignidad humana y de los principios y valores m¨¢s elementales de una sociedad democr¨¢tica, tal como est¨¢ sucediendo ahora en Espa?a.
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