El esc¨¢ndalo
Muchos espa?oles y europeos est¨¢n pensando en estos d¨ªas que la sociedad norteamericana est¨¢ loca o se ha vuelto loca. Merece, sin embargo, poner atenci¨®n. Pronto, mucho antes de lo que pueda pensarse, seremos nosotros tambi¨¦n sujetos de la misma enfermedad. Puede creerse que en la base de lo que ocurre en Estados Unidos hay un abono de puritanismo que determina el sabor de las reacciones, pero eso, siendo cierto, no es toda la verdad. Una buena parte de los habitantes de Estados Unidos tienden al fundamentalismo, pero hay otra gran masa de la poblaci¨®n que sin dejar de leer la Biblia comprende, tan bien como aqu¨ª, que el adulterio no es una monstruosidad y que los pol¨ªticos, si no sistem¨¢ticamente, mienten casi todos los d¨ªas. ?Se puede confiar en alguien que enga?a? Efectivamente no, y ¨¦sta es la clave de que Clinton se encuentre en dificultades para presidir el pa¨ªs. Pero la pregunta est¨¢ mal hecha. Los pol¨ªticos mienten, Clinton es un pol¨ªtico, ?se concebir¨ªa que pudiera pertenecer al mismo oficio sin mentir?Como en todas partes, en Estados Unidos funciona una doble moral. Una moral de dos caras que como los gabanes reversibles sirven para protegerse contra el fr¨ªo o contra el fr¨ªo y la lluvia a la vez. La corrupci¨®n pol¨ªtica est¨¢ a la orden del d¨ªa en Estados Unidos, forma parte intr¨ªnseca del pa¨ªs m¨¢s libre o proclive a orientarse por cuestiones de dinero. Esta corrupci¨®n sin embargo s¨®lo aparece en asuntos sutiles, como si los fondos de la campa?a se recaudaron con tel¨¦fonos de la Casa Blanca y no desde la casa de al lado. Lo mismo ocurre con las cuestiones de sexualidad. Si nadie se escandaliza en la vida diaria de las infidelidades conyugales ?a qu¨¦ este esc¨¢ndalo con Bill?
La respuesta se encuentra en que el presidente de la naci¨®n se pretende en Estados Unidos mucho m¨¢s que un hombre. No es, desde hace d¨¦cadas, un tipo superior: lo ¨²nico que lo diviniza es el aura que la sociedad le presta como encarnaci¨®n de la naci¨®n. No es pues ese hombre el que produce esc¨¢ndalo, sino la imagen de la patria deteriorada en la estampa de un personaje que va acumulando las tachas t¨®picas del patrimonio moral. Se evadi¨® del Vietnam, se lucr¨® de forma presuntamente ilegal con asuntos inmobiliarios, adquiri¨® fama de fulero como gobernador de Arkansas, no ha cesado de enga?ar a la mujer. En fin, para una persona puede ser una biograf¨ªa poco airosa, pero para el representante de la patria es un vendaval.
?Por qu¨¦, sin embargo, puede contagiarse a Europa y a Espa?a una cosa as¨ª? Simplemente porque la mayor diferencia entre el ser norteamericano y el ser europeo ya no radica en la sensibilidad en la sensacionalidad. Un primer ensayo general de esta locura contagiosa se vivi¨® con la muerte de Lady Di. No era para tanto y fue capaz de llenarlo todo. Apenas se ve¨ªan conexiones pol¨ªticas, pero hasta se reconoci¨® un antes y un despu¨¦s para la Corona. Estados Unidos no parecer¨ªa tan delirante sin el delirio de sus medios de comunicaci¨®n. De hecho, los flirts, mentiras y trapicheos de Kennedy eran cien veces m¨¢s interesantes y trascendentes que los de Clinton, pero faltaba, en primer lugar, el desarrollo de la industria de la comunicaci¨®n para atronar el planeta. Y otra cosa m¨¢s. Faltaba, en segundo lugar, el inter¨¦s que estos a?os han acrecentado sobre la intimidad de los individuos.
A m¨¢s incomunicaci¨®n personal, a mayor aislamiento entre los ciudadanos, a mayor p¨¦rdida del vecindario, mayor demanda del chisme. A mayor abstracci¨®n e incomprensi¨®n de la contemporaneidad mayor deseo de concretar la atenci¨®n sobre argumentos de toda la vida. Vuelve el romanticismo, Shakespeare, el melodrama. La novela le gana el lugar al ensayo, el reportaje al art¨ªculo de fondo, la an¨¦cdota a la categor¨ªa, el suceso a la Historia. En Estados Unidos o aqu¨ª, en Washington o en Madrid, la enfermedad de las vacas sagradas se ha convertido en la enfermedad de las vacas locas. Y todos vamos siendo consumidores de la misma nutrici¨®n.
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