El altar de los muertos
Una vez fui testigo de c¨®mo un hombre le anunciaba a otro que hab¨ªa escrito su muerte. Sucedi¨® durante el almuerzo en un college universitario ingl¨¦s donde yo ocupaba un puesto de lector y mis dos comensales, luminarias de la ortodoncia, ense?aban e investigaban rodeados de un prestigio internacional. Pero una de las luminarias ten¨ªa, adem¨¢s de la ciencia dental, el vicio de la dipsoman¨ªa, y aquel viernes, contemplando ante s¨ª el largo fin de semana sin obligaciones acad¨¦micas y las botellas de vino de Oporto, se excedi¨®. Por eso al final de la comida, cuando nos quedamos solos los tres en la larga mesa de profesores, le hizo a su colega e ¨ªntimo rival la confesi¨®n: ?Acabo de escribir esta ma?ana tu obituario para el Times? . El muerto en vida le escuch¨® sin mudar su cara de hombre sano, mientras cascaba unas nueces. ?Te dejo bastante bien en lo personal?, dijo el otro sirvi¨¦ndose una copita m¨¢s de Oporto. Yo apur¨¦ mi caf¨¦ y sal¨ª del comedor.La muerte, como todas las circunstancias de la vida, ha inspirado desde su origen un gran arte, cuyo m¨¢s sublime exponente podr¨ªan ser los t¨²mulos funerarios que adornan las catedrales espa?olas e inglesas o algunas iglesias venecianas de dogos yacentes de medio lado; por debajo, en el extremo pr¨¢ctico e informativo, estar¨ªa el g¨¦nero period¨ªstico de las necrolog¨ªas, en el que los brit¨¢nicos, maestros de lo providencial, destacan. Me consta que algunos medios espa?oles ya copian la costumbre del banco anticipado de rese?as necrol¨®gicas, encargadas as¨ª a los mejores y escritas sin el peso de las emociones s¨²bitas. Pero el car¨¢cter puede con el m¨¦todo, y lo que aqu¨ª nadie tolera es que de un muerto amigo o c¨¦lebre o venerado un vivo pueda decir, como hacen famosamente los anglosajones, lo que estima justo.
El mes pasado, Haro Tecglen fue v¨ªctima, al margen de las represalias laborales, de una campa?a de injuria (?vileza?, ?miseria?, ?desverg¨¹enza?, ?odio escondido?) por haber expuesto en su texto Qu¨¦ m¨¢s da el m¨¢s templado de los sentimientos: la indiferencia. Siendo el objeto de su comentario la muerte accidental de un ?l¨ªder de opini¨®n? (eufemismo con el que cada vez m¨¢s se describe al demagogo) era natural que esas respuestas vejatorias fuesen de signo ideol¨®gico, especialmente ostensible en la carta al director que este peri¨®dico public¨® suscrita por Mat¨ªas Antol¨ªn y 16 firmas m¨¢s en la m¨¢s florida prosa falangista. Alguna vez o¨ª, en un taxi o a trav¨¦s de la ventana abierta a un patio interior, el programa del difunto Herrero, cobijo de insultadores profesionales. Haro no insultaba en su columna. Expresaba lo que en este pa¨ªs supersticioso e hip¨®crita como todos los que han sido colonizados por el catolicismo a¨²n provoca anatema: que la muerte, penosa como toda derrota de la naturaleza, tr¨¢gica siempre en el c¨ªrculo de los allegados, no cambia la personalidad del muerto ni reviste con la bula de lo intrascendente su trayectoria. En el caso de los hombres p¨²blicos, pero tambi¨¦n en el ¨¢mbito de una familia que sufre la tiran¨ªa de un padre o los abusos dominadores de una madre, la muerte no puede instant¨¢neamente relativizar la maldad, la bajeza o la falta de calidad. S¨®lo dentro de cada coraz¨®n se produce tal vez con el tiempo la operaci¨®n -voluntaria, no obligada por el rito fariseo- del perd¨®n.
Thoreau, que proven¨ªa de una cultura mucho menos id¨®latra y santurrona que la nuestra, escribi¨® algo de gran inteligencia contra la propensi¨®n a improvisar monumentos f¨²nebres ?sin esperar a que los huesos empiecen a deshacerse?. Es una ofensa a la imaginaci¨®n, a?ade el autor de Walden, ?ver a los muertos ponerse r¨ªgidos como estatuas a esa velocidad?.
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