Mil Disneylandias
Las recientes declaraciones del se?or Rebolledo, vicesecretario de Exteriores de M¨¦xico, denunciando el ?turismo revolucionario? de los observadores italianos expulsados por su Gobierno y resumidas en el titular No toleraremos que Chiapas sea una Disneylandia son una buena excusa para volver sobre el problema de fondo.Me parece dif¨ªcil negar que, en la efervescencia de la ola de solidaridad que parece dominar un Norte tan opulento como cada vez m¨¢s acomplejado por su mala conciencia, haya piratas que naveguen obteniendo provecho de esa nueva mercanc¨ªa. Por supuesto que, para algunos desaprensivos, lugares como Chiapas u otros similares pueden llegar a promocionarse como destino de ?turistas solidarios?, nost¨¢lgicos de Mayo del 68 o de tantas derrotas de la revoluci¨®n permanente, un fil¨®n casi virgen. A fin de cuentas, es la diversificaci¨®n que impone el mercado: para los reci¨¦n casados, Canc¨²n. Para las parejas con ni?os y posibles, alguno de los parques tem¨¢ticos que crecen como hongos en nuestras geograf¨ªas. Si se trata de aventureros, giras por las ex rep¨²blicas sovi¨¦ticas, como describiera genialmente Forges hace unos meses. Para los amantes de emociones fuertes, viajes en avi¨®n por esas mismas ex rep¨²blicas. Y lo dicho, si uno pertenece a ese grupo de ?solidarios? o nost¨¢lgicos, Chiapas.
Casi da verg¨¹enza tener que insistir en que la mayor parte de los observadores y cooperantes internacionales presentes en esa zona no parecen responder a ese clich¨¦, groseramente difundido hace unas semanas y que ha rozado el esperpento al llegar a hablar de ?turismo sexo-revolucionario?. Tuve la oportunidad de participar en un seminario organizado por la Comisi¨®n Nacional de Derechos Humanos de M¨¦xico precisamente a lo largo de la semana en la que se produjeron esos hechos y se llev¨® a cabo la expulsi¨®n de los observadores italianos. Lo que pude leer, escuchar y discutir -con toda libertad, por cierto- me lleva a una conclusi¨®n muy diferente de la versi¨®n oficial del Gobierno de Zedillo y mucho m¨¢s pr¨®xima a las tesis hechas p¨²blicas por la misi¨®n de parlamentarios canadienses, particularmente cr¨ªtica con la situaci¨®n de los derechos humanos en ese Estado del sur de M¨¦xico, tal y como expuso su portavoz, Jacques Saada, en rueda de prensa en la Embajada de Canad¨¢ en la capital mexicana, el pasado 11 de mayo: en su recorrido por Chiapas, los parlamentarios pudieron constatar ?miedo, miseria abyecta y violaciones a los derechos humanos..., una pobreza m¨¢s all¨¢ de cualquier descripci¨®n... y la desconfianza de las partes hacia las negociaciones de paz?. Quiz¨¢ no se ha insistido suficientemente en el hecho de que lo que est¨¢ en juego no es s¨®lo poner fin a las violaciones de derechos humanos individuales de quienes pueblan esa regi¨®n, aunque, por supuesto, eso es imprescindible. Tampoco se trata s¨®lo de que la situaci¨®n en Chiapas sea de hecho un conflicto b¨¦lico, una guerra no declarada cuyas primeras v¨ªctimas son los ind¨ªgenas de ese Estado, tal y como concluy¨® la Comisi¨®n Civil Internacional de los Derechos Humanos que visit¨® M¨¦xico en febrero de 1998 en un informe aterrador del que se hizo eco el manifiesto Parar la guerra, difundido en varios pa¨ªses europeos, como el nuestro.
El problema tiene, en efecto, otra dimensi¨®n profunda, que arranca mucho antes de la aparici¨®n del EZLN en 1994, pues se trata de una fractura social y pol¨ªtica que afecta a los or¨ªgenes mismos de la revoluci¨®n mexicana, que a comienzos de siglo signific¨® una esperanza en el ¨¢mbito de la ciudadan¨ªa social y pol¨ªtica de los campesinos y obreros, pero qued¨® casi in¨¦dita en lo que se refiere a las poblaciones ind¨ªgenas, sobre todo en Estados como Oaxaca o Chiapas, pues no les alcanzaron ni el ambicioso plan de Ayala ni las reformas agrarias consolidadas por L¨¢zaro C¨¢rdenas. La piedra de toque ha sido, y lo es a¨²n, la ausencia de una voluntad pol¨ªtica de poner fin al r¨¦gimen de oligarqu¨ªa y caciquismo en esos Estados, que ha servido para mantener una situaci¨®n de dominaci¨®n ileg¨ªtima e impunidad, que ha supuesto el expolio de la tierra a quienes, de conformidad no s¨®lo con su propia tradici¨®n, sino con los mandatos constitucionales, eran -son- sus leg¨ªtimos due?os, las comunidades ind¨ªgenas.
Pues bien, resulta que los mismos que apenas movieron un dedo durante m¨¢s de setenta a?os para propiciar avances en la igualdad de quienes de hecho y de derecho estaban excluidos y constitu¨ªan ciudadanos de segunda, los ind¨ªgenas, ahora son los que claman por el peligro que supondr¨ªa para la igualdad republicana el reconocimiento de la autonom¨ªa y la diferencia cultural de sus comunidades. Quienes as¨ª se pronuncian reproducen la incapacidad del discurso liberal al uso para comprender que hoy no podemos hablar de igualdad sino desde la diferencia, que el gran reto es hoy conciliar igualdad y pluralismo.
En efecto, lo que est¨¢ en juego es el derecho de los ind¨ªgenas a ser miembros de la soberan¨ªa y a ser sujetos de derechos, desde su identidad cultural. Para ello ser¨ªa necesario romper con la l¨®gica monista que quiere sociedades homog¨¦neas como condici¨®n de la existencia de cuerpos pol¨ªticos, definidos como formaciones cerradas en torno a la unidad de la patria y del soberano. Una l¨®gica que nunca ha tomado en serio el pluralismo pol¨ªtico como elemento de legitimidad, pues, al contrario, hace de la condici¨®n plural un obst¨¢culo para la ciudadan¨ªa. No nos equivoquemos, pues. Como en tantos otros casos de conflicto multicultural, la dificultad no reside en la inaceptabilidad de unas diferencias incompatibles con nuestra concepci¨®n (?universal?) de los derechos y con las reglas de juego de la democracia. Los problemas no surgen tampoco de la ausencia de instrumentos para encajar los derechos colectivos reclamados por esas comunidades. La cuesti¨®n es mucho m¨¢s elemental: reconocer el derecho de esos individuos y de sus grupos a participar en la toma de decisiones y en la distribuci¨®n de la riqueza desde su identidad, y no abjurando de ella para desarraigarse y pasar a engrosar los grupos de excluidos que forman los grandes cinturones de miseria de las megal¨®polis. El problema es, en Chiapas, reconocer el derecho de los ind¨ªgenas a la tierra y a su relaci¨®n con ella. Reconocer su derecho a autonom¨ªa como autoorganizaci¨®n social y autogobierno, perfectamente conciliable con su pertenencia a una entidad pol¨ªtica superior, la Rep¨²blica de M¨¦xico.
Los acuerdos de San Andr¨¦s fueron un breve momento de esperanza, pues auspiciaban el reconocimiento de la autonom¨ªa ind¨ªgena y la propuesta de reformas constitucionales que hab¨ªa de desarrollar la Cocopa -Comisi¨®n para la Concordia y la Paz, con participaci¨®n de todos los partidos representados en el Parlamento. El Gobierno de Zedillo, de hecho, no acept¨® esas reformas, alegando su incompatibilidad con la igualdad y la unidad del Estado. La estrategia del Ejecutivo ha sido comparada con acierto con la de la Democracia Cristiana en El Salvador en los ochenta: la militarizaci¨®n creciente, el recurso a una propaganda que cada vez m¨¢s trata de presentar dos bandos en conflicto; de un lado, el EZLN, y de otro, los paramilitares y los pri¨ªstas al servicio del caciquismo. Al tiempo, se recrudecen los esfuerzos por descalificar al EZLN y a la CONAI, que preside el obispo Samuel Ruiz.
La conclusi¨®n ser¨ªa que los campesinos e ind¨ªgenas son v¨ªctimas de unos y otros, luego el Estado es la ¨²nica esperanza de paz. En realidad, ese planteamiento es la coartada para actuar s¨®lo contra una de las partes, el EZLN (?liberar Chiapas es liberarlo del EZLN?, clama Roberto Albores, gobernador por el PRI en ese Estado). Por tanto, el objetivo a combatir, desde una l¨®gica cada vez m¨¢s exclusivamente militar, son las experiencias de autogobierno y gesti¨®n de la tierra que se est¨¢n ensayando en 38 municipios declarados ?aut¨®nomos? por los zapatistas, de los 111 que existen en Chiapas. As¨ª se entienden los ataques contra las comunidades de Amparo Aguatinta, Taniperla, Acteal, Ricardo Flores Mag¨®n y otras (las que trataron de visitar los observadores italianos), que han provocado decenas de muertos, heridos y desaparecidos y miles de desplazados.
Acabaremos pensando que el se?or vicesecretario hab¨ªa dado parad¨®jicamente en el clavo: parafraseando al Che (y en la distancia que revela la par¨¢frasis est¨¢ la diferencia entre las utop¨ªas de los sesenta y las reformas de los noventa), quiz¨¢ lo que necesitamos son mil Disneylandias -Argelia, Afganist¨¢n, Colombia, Indonesia, Kosovo, Kurdist¨¢n, Timor...- que sirvan para promocionar la presencia de observadores internacionales que ayuden a evitar la impunidad, que contribuyan a que nos tomemos en serio que los derechos humanos son universales; es decir, a que visualicemos tambi¨¦n los derechos de aquellos seres humanos que no son visibles en el mercado medi¨¢tico.
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