El v¨¦rtigo del suicidio
La salida de los socialistas del Gobierno vasco es uno de esos acontecimientos pol¨ªticos que recuerdan el titubeo de un candidato a suicida en el alero de una ventana. Agobiado por sus males, el voluntario a convertirse en difunto siente la atracci¨®n por el vac¨ªo mientras los bomberos le incitan a la cordura. Los espectadores del suceso lo ven, angustiados, sin ni siquiera someter a posible consideraci¨®n que ese potencial suicida pueda ser tan reincidente como fallido.Tal como en tantas otras ocasiones en el Pa¨ªs Vasco, tambi¨¦n en ¨¦sta el observador puede comprender las razones de cada uno de los antagonistas e incluso considerar que tienen una l¨®gica interna, pero ello no impide que la resultante sea la peor de las imaginables. Parece l¨®gico que, en un Parlamento que s¨®lo es posible gracias a la Constituci¨®n, se preste acatamiento a ella. Sin embargo, no viene mal tampoco recordar que ese texto constitucional fue aprobado por un porcentaje muy poco satisfactorio de los vascos. Todo el mundo est¨¢ de acuerdo en que, llegado un momento, deber¨¢n existir conversaciones con quienes apoyaron la violencia y que ese papel les corresponder¨¢ precisamente a los nacionalistas vascos. Pero el empleo de la violencia, al que no hay indicios de que se vaya a renunciar, desautoriza cualquier esperanza real derivada de ese tipo de contacto.
En teor¨ªa, una amplia mayor¨ªa de los vascos -y de los espa?oles- est¨¢n de acuerdo en cuanto antecede. En la pr¨¢ctica se ha convertido en habitual una sucesi¨®n de conflictos que testimonia que lo peor del caso vasco no es tanto el terrorismo como la misma fragmentaci¨®n de la sociedad en relaci¨®n con esta cuesti¨®n. Una democracia se basa siempre en un cierto sentimiento com¨²n, como hace ya muchos a?os escribi¨® Stuart Mill. Ahora bien, en el caso del Pa¨ªs Vasco nos encontramos con un punto de partida p¨¦simo. Recu¨¦rdese el diagn¨®stico de Juan Linz en un libro escrito ya hace tiempo (Conflicto en Euzkadi). Para crear ese m¨ªnimo sentimiento com¨²n resulta imprescindible sumar, a los que apoyan la Constituci¨®n y el Estatuto, aquellos otros que s¨®lo creen en el Estatuto y no olvidar que la primera fue votada s¨®lo por algo m¨¢s de una cuarta parte de los guipuzcoanos y algo menos de un tercio de los vizca¨ªnos. Por fortuna, superar todo eso ha sido posible, pero s¨®lo mediante un esfuerzo endiabladamente complicado, tanto como para exigir la alianza de un partido y su escisi¨®n (algo as¨ª como la convivencia de Verstrynge y Fraga en el Gobierno de Galicia).
Y ahora se aver¨ªa este complicado encaje de bolillos. Conviene poner las cosas en su sitio de entrada y no aceptar las dramatizaciones gesticulantes de los protagonistas pol¨ªticos. La ruptura ha sido parcial, no total, y resultar¨¢ reversible, entre otros motivos, porque no es imaginable otra f¨®rmula de gobierno. Pero a una y otra parte les corresponde la responsabilidad, aunque no por las razones que se suele decir. Lo malo del PNV y EA no es su propensi¨®n a alinearse con HB. Lo preocupante es que lo hayan hecho a cambio de nada, pero, m¨¢s a¨²n, la visi¨®n exclusivista que dan del nacionalismo, con lo que ofrecen una imagen reduccionista de lo vasco, y esa especie de complejo de inferioridad que les hace ver la discrepancia como persecuci¨®n. Los socialistas debieran ser tambi¨¦n conscientes de que una selecci¨®n vasca de f¨²tbol o un apartado del reglamento parlamentario no pueden bastar para poner en solfa la base de creencias y sentimientos compartidos de aqu¨¦llos que, de forma singular, deben hacer posible que Euskadi salga adelante. Quiz¨¢ era el momento de un ultim¨¢tum, no de una ruptura. Una vez m¨¢s, de forma tan desnortada como gratuita, HB parece el pivote alrededor del cual se mueve la vida p¨²blica en el Pa¨ªs Vasco.
Esto ¨²ltimo es evitable. La sociedad vasca, en el pasado y en el presente, ha sido capaz de estar a la altura de unos problemas y unos retos dif¨ªciles de superar, pero da la sensaci¨®n de que su clase pol¨ªtica no alcanza la altura requerida. Detr¨¢s de posiciones como ¨¦sas, hay poca sensatez y una abrumadora imprevisi¨®n de las consecuencias. Y, por si fuera poco, los intelectuales no hacen otra cosa que jalear actitudes de confrontaci¨®n.
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