Pluralismo constitucional
No todas las ¨¦pocas de la historia han disfrutado de una buena pol¨ªtica; muchas culturas han sido incapaces de inventar un sistema de convivencia que permitiera la libre asociaci¨®n de los diferentes. Con frecuencia, el caos es m¨¢s poderoso que el deseo de emprender algo com¨²n. Pero ocurre tambi¨¦n que la mala pol¨ªtica se debe en ocasiones a un exceso de celo organizador. Un ejemplo de esta incapacidad para la pol¨ªtica lo constituyen aquellos reg¨ªmenes que se enfrentan a la realidad con el principio "planificaci¨®n o barbarie". Si las cosas no est¨¢n gobernadas, si no han sido estatalmente tramitadas, si no hay una clara asignaci¨®n de competencias, si no est¨¢ claro qui¨¦n manda, entonces -piensan los escrupulosos guardianes del orden p¨²blico- las sociedades est¨¢n entregadas al caos informe de los intereses, a la confusi¨®n. Algo de este estilo deb¨ªa de tener en la cabeza aquel general ruso que visitaba una ciudad alemana invitado por sus colegas y, al ver las tiendas repletas, les pregunt¨® asombrado: ?c¨®mo hacen ustedes para abastecer esta ciudad? Seguramente era incapaz de pensar que la mayor parte de las cosas se organizan por cuenta propia y que hubiera alg¨²n tipo de organizaci¨®n racional de las cosas fuera de la l¨®gica militar. En cualquier sitio se pueden escuchar preguntas con tan poco sentido como la del militar ruso. Si alguien preguntara a los de Albacete cu¨¢ndo se han autodeterminado har¨ªa un rid¨ªculo parecido al que provocar¨ªa un defensor de la competencia exclusiva del Estado en materia de pol¨ªtica internacional si se empe?ara en prohibir los viajes de empresarios a Cuba o si un sindicalista considerara que quien suscribe un plan privado de pensiones est¨¢ rompiendo la caja ¨²nica de la Seguridad Social. Unos y otros parecen empe?ados en mantener el imperio de las normas te¨®ricas sobre la vida pol¨ªtica, como si la racionalidad de las conductas sociales dependiera de su ajuste a unos axiomas, del mismo modo que para el anticuado general nuestro acceso a los bienes de consumo era imposible sin un abastecimiento militarmente organizado. Creo no exagerar si se?alo que existe un parecido entre la simplificaci¨®n cuartelera y la l¨®gica moderna de la soberan¨ªa. El orden pol¨ªtico de la modernidad ha seguido un esquema binario, unas delimitaciones estrictas que distingu¨ªan sin ambig¨¹edad entre el amigo y el enemigo, la competencia y la pirater¨ªa, el se?or y el s¨²bdito. Buena parte de los problemas que plantean las pol¨ªticas de la identidad se deben a que todav¨ªa manejan conceptos que est¨¢n condenados a sucumbir frente a la riqueza y el dinamismo de las sociedades contempor¨¢neas. Todo el cortejo de palabras que acompa?an a la idea de soberan¨ªa apenas resisten una comparaci¨®n con el modo como act¨²an los ciudadanos. Podemos seguir viviendo en esa esquizofrenia entre declaraciones y realidades, pero es m¨¢s razonable buscar en los cambios sociales las oportunidades de cuyo aprovechamiento depende la viabilidad de cualquier proyecto pol¨ªtico. No hay nadie a salvo de esta reubicaci¨®n general ni de los malestares que provoca la perplejidad. La crisis de los modelos pol¨ªticos tradicionales exige volver a pensar los Estados y la identidad de aquellas comunidades que desearon convertirse en Estados. Mi tesis es que estamos en el momento oportuno para hacer con las naciones lo que Europa hizo con las religiones en los principios de la modernidad: que el pluralismo de identidades est¨¦ recogido y racionalizado por los procedimientos democr¨¢ticos. No se trata de prescindir de ellas, sino de conferirles una nueva viabilidad. A nadie deber¨ªa ped¨ªrsele que deje de ser lo que es; ¨²nicamente se le exige que no entienda su identidad de manera exclusivista, ni la haga valer en contra del pluralismo que caracteriza a nuestras sociedades. Aqu¨ª se da esa mezcla de renuncias y oportunidades que tiene que ver con el hecho de que las nuevas organizaciones pol¨ªticas apunten en la l¨ªnea de una l¨®gica pluralista, descentralizada y desestatalizada. La obsesi¨®n uniformizadora ha dado paso a una heterogeneidad mejor articulada, el centro pierde su antigua significaci¨®n, las constituciones abandonan su tradicional rigidez, se inauguran posibilidades in¨¦ditas de auto-organizaci¨®n. En este contexto no es posible que se modifique la idea de Estado sin que se vean alteradas las circunstancias en las que ten¨ªa pleno sentido la reivindicaci¨®n de estatalidad. Nos encontramos ante la posibilidad in¨¦dita de pensar identidades que no sean excluyentes, unidades flexibles que no necesiten afirmarse contra el valor de la diferencia. Esta posibilidad puede denominarse pluralismo constitucional, una expresi¨®n que contradice el tradicional exclusivismo de las constituciones pol¨ªticas, pero que pretende recoger la pluralidad interior de nuestras sociedades. La primera modernidad estaba territorialmente caracterizada por el Estado nacional. Hab¨ªa una unidad de pueblo, espacio y Estado. Hoy lo pol¨ªtico se ha escapado del marco categorial del Estado, tanto en el nivel internacional, regional y local como tambi¨¦n por la transformaci¨®n de la pol¨ªtica, que ha puesto en el escenario nuevos actores, formas y movimientos. El Estado nacional se ha convertido en un actor semisoberano. Buena parte de la pol¨ªtica que hacen los Estados nacionales est¨¢ encaminada a simular que act¨²an en un contexto territorial definido y a disimular las implicaciones y relaciones extraterritoriales en que est¨¢n atrapados. Se trata de un juego entre la ficci¨®n de unidad nacional y la realidad de las dependencias transnacionales. Con la crisis del Estado nacional, lo que se ha agotado no es la pol¨ªtica, sino una determinada forma de la pol¨ªtica, en concreto, la que corresponde a la era de la sociedad delimitada territorialmente e integrada pol¨ªticamente. Las modificaciones de la pol¨ªtica vienen exigidas por unas profundas transformaciones de la sociedad, caracterizada por una arquitectura polic¨¦ntrica. En esta nueva situaci¨®n, cada vez tiene menos sentido pensar las organizaciones como la expresi¨®n institucional acabada de una identidad perfectamente definida y que hubiera de ser defendida frente a un enemigo exterior, contra la pluralidad o la dispersi¨®n. Se nos plantea a todos la exigencia de pensar con l¨®gica menos excluyente. La unidad de las sociedades (tambi¨¦n de las estatalmente articuladas) tiende a relajarse; en esta misma medida pierde sentido la idea de secesi¨®n. Si se consolida la tendencia a configurar entramados institucionales m¨¢s respetuosos con la pluralidad, cabe aventurar que disminuir¨¢ la fuerza reactiva que est¨¢ en la base de las identidades excluyentes. La madurez pol¨ªtica consiste en la superaci¨®n de las definiciones en t¨¦rminos de contraposici¨®n. Todav¨ªa nadie sabe qu¨¦ forma presentar¨¢ la nueva pol¨ªtica, qu¨¦ tipo de orden corresponde, es deseable o cabe conseguir en una sociedad polic¨¦ntrica, heter¨¢rquica y descentralizada, ni qu¨¦ posibilidades hay de desarrollar nuevas formas de comunidad posestatal, pero la transformaci¨®n exigida no es realizable fuera de este contexto. La soluci¨®n del problema de las nuevas identidades pol¨ªticas pasa por la desestatalizaci¨®n de la vida p¨²blica. Hoy nos encontramos precisamente ante un agotamiento de la jerarqu¨ªa como principio ordenador de las sociedades. Con una estructura distinta, las especificidades de cada uno de los elementos no necesitar¨ªan ser defendidas contra un centro que fuera percibido como esencialmente controlador. Pero no ser¨¢ posible dar pasos en esta direcci¨®n sin una relaci¨®n basada en la confianza. El atasco estatutario se explica por una rec¨ªproca desconfianza; unos ven frustrado el acuerdo que le dio origen y otros lamentan una falta de lealtad a la Constituci¨®n, de la que el estatuto depende. Unos quisieran solucionar este problema mediante el consenso entre los grandes partidos para establecer unos l¨ªmites a las demandas de autogobierno; otros conf¨ªan en poder seguir con una estrategia de regateo ocasional en virtud de la necesidad que el Gobierno tenga de mayor¨ªas parlamentarias. Me permito aventurar que el entramado constitucional europeo va a convertir en un absurdo muchas de nuestras actuales discusiones. ?mbitos exclusivos de decisi¨®n, soberan¨ªas y competencias determinadas ser¨¢n desprovistos de sentido en un espacio que es m¨¢s din¨¢mico de lo que permite la tradicional teor¨ªa constitucional. En otros pa¨ªses europeos el monopolio competencial se ha quebrado indefectiblemente, bien porque es mayor la complejidad institucional o porque las normas son m¨¢s flexibles. Los l?nder alemanes hace tiempo que han minado la competencia exclusiva del Gobierno federal en materia de pol¨ªtica exterior, por ejemplo. Mientras que aqu¨ª todav¨ªa andamos con competencias intransferibles, circunscripciones y cajas ¨²nicas, el equilibrio constitucional europeo ha establecido ya unos escenarios impensables hace tiempo, en los que se entrelazan actuaciones de distinto nivel y con una geometr¨ªa variable. La idea de un pluralismo constitucional no hace otra cosa que recoger el hecho de que vivimos gobernados por l¨®gicas diversas. Seguir defendiendo la propiedad de una soberan¨ªa indivisible es algo tan absurdo como aspirar a conseguir una soberan¨ªa indivisible. Superar estos esquemas exigir¨¢ tiempo, tanto a las estructuras del Estado como a los llamados nacionalismos perif¨¦ricos. Todav¨ªa es fuerte la inercia de los viejos discursos y todav¨ªa sigue habiendo modos de decir y sentencias de los tribunales que tienen una idea del poder de acuerdo con la cual es la vida misma la que es anticonstitucional. Afortunadamente, la vida es m¨¢s poderosa que sus normas, menos r¨ªgida, m¨¢s favorable a que principios distintos compartan un mismo espacio o a que se pueda ser varias cosas al mismo tiempo.
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