La buena ventura
Si toda madrugada es muerte, el sonido de las m¨¢quinas de caf¨¦ puestas en funcionamiento en los bares es la trompeta de la resurrecci¨®n que anuncia la liberaci¨®n de ese coraz¨®n de tinieblas en el que todo es posible, los espejos no mienten y las tumbas se abren restituyendo intacto el dolor o el p¨¢nico que se cre¨ªa serenado. Conform¨¢ndonos con esta resurrecci¨®n cotidiana, respiramos hondo asomados a la ventana, viendo c¨®mo el presentimiento de la luz atraviesa el cielo hasta hacerlo azul oscuro; saludamos en silencio a un paseante que ya ha resucitado de su muerte nocturna y va camino de sus afanes; deseamos los cuerpos reci¨¦n duchados en los que a¨²n se adivina la indefensi¨®n y entrega del sue?o; saludamos en nosotros la vida que sentimos, contra toda raz¨®n, crecer en nosotros llamada por la luz que adviene. La pol¨ªtica, la religi¨®n, el arte o la filosof¨ªa que olviden esta modesta verdad est¨¢n condenadas a fracasar o a asfixiarnos: nada tiene tanta fuerza para resucitarnos y sostenernos como lo cotidiano. All¨ª donde este principio se tenga en cuenta, nos sentiremos cobijados, vistiendo ropas (ideol¨®gicas, religiosas, filos¨®ficas, art¨ªsticas) de nuestra talla exacta, ni tan grandes que se nos caigan, ni tan estrechas que nos opriman. ?Hay sentido de comunidad m¨¢s fuerte que el de quienes se alinean en las primeras horas de la ma?ana ante la barra de un caf¨¦, sintiendo correr de uno a otro silenciosamente la solidaridad de los n¨¢ufragos que se han salvado del mar oscuro? ?Tiene el arte misi¨®n m¨¢s urgente o importante que la de abrigarnos como hace este bar, o la filosof¨ªa obligaci¨®n m¨¢s perentoria que la de iluminar la noche de la sinraz¨®n como hacen estos generosos ventanales abiertos a la luz vacilante de la aurora? Simple lecci¨®n. El sonido de las m¨¢quinas de caf¨¦ logra hacer lo que estas orgullosas razones de ser las m¨¢s de las veces no pueden: horadar la madrugada y llegar hasta el n¨²cleo de nuestro abandono. Por eso no hay imagen m¨¢s cierta de las puertas del para¨ªso que la de los ¨²ltimos noct¨¢mbulos o los primeros madrugadores esperando ante las puertas cerradas de un caf¨¦. En la inminencia del amanecer ya se han apagado las farolas, y la luz interior del bar irradia en la calle oscura como un nimbo dorado. Tras los cristales, en el espacio a¨²n vac¨ªo, los camareros van y vienen preparando bandejas de bollos tiernos y de pan reci¨¦n hecho. Se oye el milagroso respirar de la m¨¢quina de caf¨¦. Por fin un camarero se dirige, siempre demasiado despacio, hacia la puerta, mientras los otros toman posiciones tras el mostrador. El clic de los pestillos es lo que deben o¨ªr los bienaventurados al abrirse las puertas del para¨ªso. Por eso es lo justo -aunque quienes prefieran la verdad a la c¨¢lida raz¨®n existencial sostengan que les viene de haber nacido frente a la bella iglesia conventual del mismo nombre- que los m¨¢s fieles caf¨¦s de Sevilla, los que m¨¢s d¨ªas al a?o abren, los que no nos dejan a la intemperie ni en las fechas huecas y ego¨ªstas en las que las calles son cementerios, se llamen Buenaventura.
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