El mal del bien
He vuelto a leer en estos d¨ªas la deliciosa novela de Italo Calvino El vizconde demediado (Il visconte dimezzato). Desde mi primera juventud, la he le¨ªdo tres o cuatro veces y siempre con igual gusto, con igual desasosiego y con igual terror. Publicada en 1952, cuando Calvino contaba con s¨®lo 29 a?os, la novela es una de esas raras joyas de la literatura, una de esas "peque?as" obras maestras, que muy bien podr¨ªa estar en la lista que ofrece Lezama Lima en su Oppiano Licario: "...si un hombre ha pasado la vida leyendo las mejores obras, pero no ha le¨ªdo El gran Meaulnes, La Eva futura, Al rev¨¦s o Mono, su gusto vacila, como un gourmet que no hubiera probado la pi?a".Aunque supongo que debe contar con abundantes lectores, no est¨¢ de m¨¢s recordar que en la novela narra Calvino la historia divertida y aterradora del vizconde Medardo de Terralba, cristiano que va a combatir en guerra santa contra los turcos. En la primera batalla, el infeliz vizconde es partido en dos de arriba abajo por una de las cimitarras enemigas. Lo inveros¨ªmil se hace entonces realidad: las dos mitades del arist¨®crata, cada una por su lado, adquieren vida propia. La una va por el mundo llevando toda la maldad del vizconde; la otra, llevando toda la bondad. La primera hace cuanto mal puede; la segunda, cuanto bien puede. El mal de la primera es, por supuesto, terrible. No es menos terrible, sin embargo, el mal que provoca, con su bondad, la segunda. Las dos, por caminos diferentes, se vuelven insoportables. La imposici¨®n del bien, parece decirnos Calvino, es tan pavorosa como el mal. Quien narra, sobrino del protagonista, llega a quejarse en el final del pen¨²ltimo cap¨ªtulo: "As¨ª transcurr¨ªan los d¨ªas en Terralba, y nuestros sentimientos se tornaban incoloros y obtusos, porque nos perd¨ªamos entre una maldad y una virtud igualmente inhumanas".
Con apariencia simple, y no obstante mordaz, hasta brutal, la novela retoma el conflicto entre el bien y el mal. Acaso lo m¨¢s importante sea destacar en ella el modo en que bien y mal pueden llegar a semejarse. El tema, claro est¨¢, no es nuevo. M¨¢s bien podr¨ªa decirse que es tan viejo como el hombre. Puede hallarse tanto en Cicer¨®n como en Leibniz, en el budismo tibetano como en Camus, cuyo El hombre rebelde (curiosamente aparecido tambi¨¦n hacia 1952) se acerca de alg¨²n modo a este asunto. Puede encontrarse en la sabidur¨ªa an¨®nima del hombre de la calle. "Hay cari?os que matan", dicen los cubanos. Habla por s¨ª sola otra frase de las abuelas: "El camino del infierno est¨¢ empedrado de buenas intenciones". Debo reconocer con humildad que a la ficci¨®n filos¨®fica he preferido siempre la ficci¨®n novelesca, de modo que la obra de Calvino resulta, para mi gusto, mucho m¨¢s eficaz, es decir, m¨¢s convincente, es decir, m¨¢s turbadora que cualquier tratado.
?Y qui¨¦n puede vanagloriarse de no haber sido v¨ªctima alguna vez de la bondad? ?Qui¨¦n puede sentirse salvado de los caprichos de la bondad? El mal tiene una virtud: es f¨¢cilmente reconocible. Frente a ¨¦l, uno sabe a qu¨¦ atenerse. El bien caprichoso, en cambio, se oculta, se disfraza, se endulza con gestos y frases, con amabilidades y actitudes, con largas explicaciones y consejos, con refranes, con cantos, con abrazos, caricias y palmadas en el hombro, recurre a nuestro sentimentalismo, a la cursiler¨ªa que, reconozc¨¢moslo o no, casi todos llevamos dentro. El bien que no hemos pedido y que alguien supone necesario para nosotros es m¨¢s da?ino: no nos da la oportunidad del enfrentamiento, y exige, para colmo, que sonriamos, bajemos la cabeza, aplaudamos y demos gracias.
Si revisa su vida particular, cada cual sabr¨¢ a qu¨¦ intento referirme. Si verificamos en la vida colectiva, no ser¨¢ dif¨ªcil relatar la historia de tantos reformadores religiosos y pol¨ªticos que, desde que el mundo es mundo, han intentado "guiar" a la humanidad por "la senda del bien". Descontando los casos de perversidad evidente, los casos de vesania (tal un Cal¨ªgula, un Hitler, un Stalin o alguno m¨¢s), a la mesi¨¢nica necesidad de salvaci¨®n debemos los sacrificios de vidas humanas en las religiones antiguas, las Cruzadas, Torquemada y las hogueras de la Inquisici¨®n, la noche de San Bartolom¨¦, el Terror y Saint-Just, Robespierre, la construcci¨®n de la guillotina, el garrote vil, las disciplinas, los campos de trabajo forzado, el terrorismo, el racismo, las discriminaciones sexuales, los nacionalismos a ultranza...
Por desgracia, s¨¦ que ejemplos sobran. Ferrater Mora, en su libro Las crisis humanas, ha recordado la frase de Dostoievski: "El hombre no s¨®lo quiere salvarse a s¨ª mismo por la fe y la adoraci¨®n, sino que quiere salvarse con otros"; y agrega Ferrater: "Para conseguirlo, no vacila en los medios; puede, as¨ª, desembocar en la caridad y abnegaci¨®n del misionero, o en el fanatismo y el terrorismo del inquisidor". Asimismo, en un temprano y premonitorio ensayo de 1919, Crisis del esp¨ªritu (ensayo un tanto olvidado hoy y que deber¨ªa ense?arse en escuelas elementales), Paul Val¨¦ry dej¨® dicho: "...las grandes virtudes de los pueblos alemanes han engendrado m¨¢s males que cuantos vicios haya podido crear la ociosidad. Hemos visto, con nuestros propios ojos, el trabajo escrupuloso, la instrucci¨®n m¨¢s s¨®lida, la disciplina y la aplicaci¨®n m¨¢s serias, adaptadas a espantosos designios. Tantos horrores no hubieran sido posibles sin tantas virtudes".
Ya sabemos que el cambio de siglo no es m¨¢s que una convenci¨®n; que con esa convenci¨®n hemos pretendido los hombres entender, dividir el tiempo, sentir que cumplimos un ciclo, otorgarnos la ilusi¨®n de una mudanza; sabemos que el cambio de siglo es s¨®lo una esperanza, otra m¨¢s. Quiz¨¢ por eso, amparados por esa convenci¨®n, por esa fe, por esa placentera ingenuidad, ser¨ªa deseable imaginar un siglo venidero donde los reformadores pol¨ªticos o religiosos se limitaran a desempe?ar su papel, su modesto papel. Sin pretensiones, sin soberbia. Sin parafernalia, sin artificios. Donde un jefe de Iglesia o de Estado no se sienta en la obligaci¨®n de salvar, de dirigir almas, de conducir al hombre al pretendido cielo que ellos suponen lo beneficiar¨¢. Ser¨ªa preferible, por ejemplo, que un jefe de Estado se limitara a su humilde y oscura condici¨®n de administrador, sin que el puesto que ocupa en la sociedad le haga tener la ilusi¨®n de que se halla en posesi¨®n de la verdad revelada, o con responsabilidad sobre el destino espiritual de sus contempor¨¢neos. Ser¨ªa preferible menos solemnidad, un poco de humor, de alegr¨ªa. Ser¨ªa preferible un siglo venidero donde el hombre, siendo c¨ªvico y responsable de sus actos, se sienta con la libertad de elegir el cielo que a s¨ª mismo se tenga prometido.
S¨ª, ya s¨¦, con raz¨®n se me llamar¨¢ iluso, candoroso. No ignoro que la novela de Calvino seguir¨¢ teniendo vigencia, y que a diferencia de lo que sucede en la ficci¨®n, donde el hombre dividido logra reunirse en una sola paradoja, en la vida, en eso que c¨®modos e irresponsables llamamos "la vida real", las dos mitades del vizconde andar¨¢n siempre cada una haciendo estragos por su lado.
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