El hilo azul
El hilo azul es el hilo de la escritura. El rastro de la tinta sobre el papel blanco, tan semejante al hilo que se emplea para coser. Un hilo que antes que nada es memoria, memoria y promesa de una continuidad. Recuerdo la primera vez que lo tuve en mis manos. Pas¨® algo que no he olvidado. Yo deb¨ªa de tener diez u once a?os, y en mi misma casa, dos pisos por encima del nuestro, viv¨ªa uno de mis amigos. Ten¨ªa un hermano tres o cuatro a?os menor, con el que me llevaba muy bien, pues era un ni?o muy imaginativo y dulce, y a m¨ª me gustaba que se quedara a jugar con nosotros, aunque mi amigo raras veces se lo consintiera. Una tarde me abord¨® en el portal. Estaba muy excitado y hablaba atropelladamente, saltando sobre las palabras como por un campo lleno de obst¨¢culos. La raz¨®n, que por fin, en el colegio, iba a escribir con tinta. En esos tiempos todav¨ªa no se hab¨ªa generalizado el uso de la estilogr¨¢fica, y se segu¨ªa utilizando el palillero y el plum¨ªn. El momento de empezar a hacerlo era un momento ¨²nico, que implicaba un cambio, el acceso a un nivel superior, pues los m¨¢s peque?os s¨®lo pod¨ªan servirse del lapicero. Los tinteros estaban empotrados en lo alto de los pupitres, y el empleo del plum¨ªn exig¨ªa responsabilidad y los nervios templados de los relojeros. Pues bien, sus padres acababan de comprarle el palillero y el plum¨ªn, y el ni?o los llevaba en su estuche. No he olvidado su cara al abordarme en el portal para ense?¨¢rmelo, ni su ilusi¨®n por que llegara un momento que finalmente para ¨¦l no llegar¨ªa nunca, pues ese mismo domingo un coche lo mat¨® en la carretera. Creo que fue mi primera experiencia de la muerte. Y recuerdo que en lo primero que pens¨¦ al enterarme del terrible accidente fue en ese plum¨ªn y en que no lo podr¨ªa estrenar. Tambi¨¦n que, en los d¨ªas siguientes, al ver el tintero en mi pupitre, la tinta no me parec¨ªa la misma. No era ya ese elemento fastidioso del que hab¨ªa que servirse en las tareas escolares, siempre con el riesgo cierto de ir a emborronar el cuaderno, sino otro delicado y extra?o que a¨²n esperaba la visita de mi peque?o amigo. Y del que ten¨ªa que hacerme cargo. Como si alguien me estuviera diciendo que a partir de entonces yo ser¨ªa el encargado de tenerla dispuesta para ¨¦l, aun sabiendo que nunca la podr¨ªa utilizar.?No la podr¨ªa utilizar? En un relato de Kafka, un hombre recibe en herencia una extra?a criatura y el encargo de ocuparse de ella. Y as¨ª lo hace. No sabe por qu¨¦, pero algo le dice que su vida no ser¨ªa nada si renunciara a ejercer esa tutela tan incomprensible como delicada. Creo que en lo m¨¢s hondo de nuestra vida todos recibimos encargos as¨ª, la petici¨®n de ocuparnos de tareas que no comprendemos pero sin las cuales nuestra vida tal vez ser¨ªa injustificable. En la m¨ªa, sin duda, uno de esos encargos ha sido ocuparme de ese ni?o muerto. De hecho, hace unos a?os, y cuando m¨¢s me obstinaba en la redacci¨®n de mi primera novela (que fue un proceso largo, interminable, y a menudo desesperante), ese ni?o volvi¨® a aparecer, esta vez en mis sue?os. Recuerdo ese sue?o con emocionada precisi¨®n. En ¨¦l, yo estaba escribiendo, curiosamente, con uno de aquellos plumines (a pesar de que entonces me serv¨ªa, en una especie de regresi¨®n no premeditada, del lapicero y de la goma de borrar), y al alzar los ojos le ve¨ªa. Le ve¨ªa con el mismo rostro que ten¨ªa en el portal al ense?arme su estuche. Iba a hablarle, a preguntarle lo que hac¨ªa all¨ª, pero ¨¦l se sentaba a mi lado, en una esquina de la mesa, y me ped¨ªa con gestos que siguiera escribiendo. Cada poco me deten¨ªa para mirarle. Permanec¨ªa con los ojos fijos en mi mano derecha, siguiendo el hilo de la escritura que iba trazando sobre el papel. Ten¨ªa que salir un momento y, al regresar, le ve¨ªa hacer movimientos extra?os, los gestos del que ha estado a punto de ser sorprendido y se repliega con precipitaci¨®n a posturas menos comprometidas. Pero sus labios estaban manchados de tinta. "Se bebe la tinta", pens¨¦ al momento, tratando de fingir que no me hab¨ªa dado cuenta. A¨²n pas¨® otra cosa. El tintero, por una de esas inversiones tan frecuentes en el mundo de los sue?os, en vez de irse vaciando seg¨²n escrib¨ªa, lo que a esas alturas me hab¨ªa puesto a hacer fren¨¦ticamente, estaba cada vez m¨¢s lleno, como si escribir no fuera tanto consumir tinta como segregarla. Hacerlo, claro, para que luego mi peque?o hu¨¦sped pudiera beb¨¦rsela. Porque se alimentaba s¨®lo de tinta.
Desde entonces, cuando escribo, no importa que sea en el ordenador, pues las letras son negras y en ellas late la memoria eterna de la tinta, pienso en ese sue?o con frecuencia. En ese sue?o y en mi vecinito abord¨¢ndome en el portal. Y me parece que escribir es darle en secreto, a espaldas de todos, de comer. No tanto hacer algo yo como verle tomar el tintero y llev¨¢rselo deprisa a los labios para apurar lo que queda. Y contemplar luego en sus labios azules su sonrisa que regresa de la muerte.
Por estas fechas se cumplen cien a?os de la fundaci¨®n de una peque?a imprenta vallisoletana llamada Ambrosio Rodr¨ªguez, y yo quisiera homenajear al recordarlo a cuantas empresas semejantes a¨²n perviven contra viento y marea en nuestras ciudades. Estas imprentas han trazado la escritura de nuestros desvelos y nuestros fracasos, ayud¨¢ndonos a ser mejores, pues han sido las encargadas de que ese hilo azul, que es el hilo de la escritura y de la memoria, no se interrumpa. Pero a¨²n hay otra cosa: es en ellas donde se guardaron durante a?os los accesos al pa¨ªs de la tinta, y esto es un asunto que me atrevo a calificar de crucial. Porque la tinta es el alimento m¨¢s secreto de la vida, el ¨²nico que compartimos con nuestros muertos.
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