Mentiras p¨²blicas
Cuenta Her¨®doto que los persas s¨®lo ense?aban tres cosas a sus hijos: montar a caballo, disparar con el arco y decir la verdad. Cuesta creerlo. Seguro que les ense?aban algo m¨¢s, como jugar a las tabas, comer sin manchar la ropa o escribir con estilos de ca?a en tablillas de barro. Como todos los viajeros, Her¨®doto tend¨ªa a exagerar un poco, para dar mayor amenidad a sus relatos. Pero, aunque hubiera dicho la verdad en cuanto a la educaci¨®n de los persas, basta considerar el estado actual de las tierras que anta?o formaron su imperio -Irak, Ir¨¢n, Afganist¨¢n- para comprender que ese reduccionismo pedag¨®gico apenas contribuy¨® a su progreso. Decir la verdad puede resultar extraordinariamente dif¨ªcil. Primero habr¨ªa que conocerla, y para eso tendr¨ªamos que apoyarnos en la evidencia, en los hechos, y no en las convicciones gratuitas. He o¨ªdo a un cazador, por ejemplo, afirmar que al conejo le gusta que lo cacen. Nadie, por supuesto, le ha preguntado su opini¨®n al conejo. Hay tambi¨¦n una dificultad que podr¨ªamos llamar ling¨¹¨ªstica. ?Cu¨¢ntas veces estamos seguros de algo que hemos dicho, y sin embargo los dem¨¢s han entendido otra cosa? M¨¢s que un instrumento de conocimiento, el lenguaje suele ser fuente de continuos malentendidos. Existe incluso una dificultad profesional. En pol¨ªtica, en arte, la verdad es claramente subjetiva. Desde el poder se pregona que estamos en el mejor de los mundos posibles, como pretend¨ªa Leibniz, y desde la oposici¨®n se demuestra lo contrario. Tambi¨¦n los escritores mentimos, y c¨®mo. Con frecuencia lo hacemos para acentuar un efecto dram¨¢tico, para simplificar, para evitar una cacofon¨ªa o cerrar un p¨¢rrafo con elegancia. Y miente cada lector, que nos interpreta a su modo. Cuesti¨®n aparte son las conveniencias. ?Vale la pena decir la verdad, cuando la conocemos o creemos conocerla? En La decadencia del arte de mentir, conferencia pronunciada en la Sociedad de Historia y Arqueolog¨ªa de la Universidad de Harvard, Mark Twain defendi¨® una tesis contraria a la de los persas, y predic¨® que el hogar, la escuela p¨²blica, la prensa y la tribuna deb¨ªan impartir la ense?anza de la mentira, a la que calific¨® de "cuarta Gracia" y "d¨¦cima musa". Sin dicha ense?anza, el embustero ignorante y torpe carecer¨ªa de armas para luchar contra el embustero instruido y experto. "?C¨®mo puedo yo", se preguntaba Twain con su habitual socarroner¨ªa, "bajar a la arena y medir mis armas con las de un abogado?". Un antiguo proverbio ingl¨¦s proclama que los ni?os y los lun¨¢ticos dicen siempre la verdad. De lo que Twain infiere que los adultos y los cuerdos jam¨¢s la dicen. Y cita en defensa de la mentira al eminente historiador y cultivador de rosas Francis Parkman, que escribi¨®: "Hay una m¨¢xima muy antigua que nos ense?a que la verdad no resulta siempre oportuna. Nada se me antoja m¨¢s peligroso que la actitud de esos imb¨¦ciles a quienes su conciencia corrompida obliga a violar una y otra vez este principio". No he visto el v¨ªdeo del interrogatorio del presidente Clinton, pero s¨ª he escuchado la broma f¨¢cil del locutor de la primera cadena de TVE, que lo comparaba triunfalmente con la consabida pel¨ªcula Sexo, mentiras y cintas de v¨ªdeo. ?Puede haber algo m¨¢s desalentador que ese puritanismo de v¨ªa estrecha? ?De veras cree alguien que en esas circunstancias cabe no mentir? ?Acaso el cometido de los acusadores no es evitar que la presa escape, aunque sea a costa de mentir tambi¨¦n o de provocar sus mentiras? ?Acaso no mentimos todos, en p¨²blico y en privado, por falta de rigor, por imprecisi¨®n, por bondad, por omisi¨®n, por pereza? ?Acaso nuestros pol¨ªticos locales no tienen tambi¨¦n sus pecadillos, sus momentos de arrebato, de confusi¨®n, de desdoblamiento? Ya que tampoco es posible mentir siempre, Mark Twain aconseja hacerlo con prudencia, cuando lo requiere la ocasi¨®n y la piedad lo aconseja. Mentir con franqueza, con valor, con la cabeza erguida. "No hay que mentir por ego¨ªsmo", recomienda, "ni por crueldad, no hay que mentir con tortuosidad ni con miedo. No hay que mentir como si estuvi¨¦ramos avergonzados de la mentira". Y termina su conferencia felicitando a los distinguidos miembros de la Sociedad de Historia y Arqueolog¨ªa de la Universidad de Harvard por la pr¨¢ctica continuada que dicha instituci¨®n hace del arte de la mentira. Lo que me viene al pelo para contar una de mis an¨¦cdotas favoritas: la de cierta marmita hecha a?icos, procedente de Sicilia, que en 1922 fue examinada por la Academia de Ciencias de Par¨ªs, y en la que los arque¨®logos encontraron las siglas MJDD, que interpretaron como Magno Jovi Deo Deorum, es decir: "Al gran J¨²piter, dios de los dioses". El informe del descubrimiento fue publicado por una revista especializada en antig¨¹edades, donde la leyeron los responsables de una f¨¢brica de mostaza. D¨ªas despu¨¦s, la Academia de Ciencias parisina recibi¨® una carta que les informaba de que la marmita romana del siglo I reproducida en la revista no era tal, sino el recipiente que la f¨¢brica francesa utilizaba en el siglo XVII para exportar mostaza. Y las siglas significaban exactamente: Moutarde Jaune de Dijon, es decir mostaza amarilla de Dijon. Por fortuna para los mentirosos ocasionales, voluntarios o involuntarios, que son legi¨®n, el Tribunal Supremo acaba de establecer en una sentencia, esta misma semana, que las mentiras por escrito de un particular en un documento no constituyen falsedad alguna, pues no "existe ninguna norma" que obligue al ciudadano que elabora un documento a decir la verdad. Dicha norma, si lo he entendido bien, s¨ª parece existir para los funcionarios, que no podr¨¢n mentir o al menos no podr¨¢n hacerlo en documento p¨²blico.
Vicente Mu?oz Puelles es escritor.
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